Skip to main content

La patria perdida: La patria perdida

La patria perdida
La patria perdida
    • Notifications
    • Privacy
  • Project HomeLa patria perdida
  • Projects
  • Learn more about Manifold

Notes

Show the following:

  • Annotations
  • Resources
Search within:

Adjust appearance:

  • font
    Font style
  • color scheme
  • Margins
table of contents
  1. Introducción
    1. Sobre el autor
    2. Acerca del texto
    3. Imaginando el nacionalismo mexicano en “el México de afuera”
  2. Encontrando a La patria perdida
    1. Referencias
  3. La patria perdida
    1. I
    2. II
    3. III
    4. IV
    5. V
    6. VI
    7. VII
    8. VIII
    9. IX
    10. X
    11. XI
  4. Segunda parte
    1. XII
    2. XIII
    3. XIV
    4. XV
    5. XVI
    6. XVII
    7. XVIII
    8. XIX
    9. XX
    10. XXI
    11. XXII
    12. XXIII
    13. XXIV
    14. XXV

Introducción

Por Ethriam Cash Brammer

Traducción de la introducción por Elías David Navarro

A picture containing text, book

Description automatically generated

Imagen: Portada de La patria perdida

El libro La patria perdida (1935) del aclamado periodista mexicano Teodoro Torres (1888–1944) describe muchas de las experiencias de los inmigrantes mexicanos que Torres presenció durante su exilio en los Estados Unidos, un período que duró de 1914 a 1925, durante la Revolución mexicana y las circunstancias posteriores a ella. Aunque Torres comenzó a escribir ésta, su tercera novela, mientras estaba exiliado en San Antonio, Texas, no la retomó hasta 1931, mucho después de haber regresado a la Ciudad de México y haberse establecido nuevamente como escritor en algunas de las publicaciones periódicas más importantes de esa nación, como Excelsior, Revista de Revistas y México al Día (McCann 10). A partir de su propia experiencia transmigrante, con la publicación de La patria perdida, Torres logra producir una de las pocas novelas sobre una de las mayores oleadas de inmigración mexicana a los Estados Unidos de la historia. Huyendo de los peligros de la Revolución, más de un millón de personas (o un estimado del 10% de la población de todo el país) cruzaron la frontera hacia los Estados Unidos (Cardozo 38). Posteriormente, con la publicación de Golondrina sólo seis días antes de su muerte en 1944 (McCann 15), Torres también se consagró como uno de los pocos autores que atestiguan, y después documentaron, uno de los mayores retornos, a veces forzado, de inmigrantes mexicanos durante la repatriación que tuvo lugar a raíz de la Gran Depresión (Cardozo 144).[1]

A pesar de la tremenda aclamación crítica que recibió la obra de Torres en México, por estar escrita en español, la existencia de sus novelas en inglés, con unas pocas excepciones, ha sido prácticamente nula en los Estados Unidos;[2] y, como resultado, su lugar en el canon de la literatura estadounidense y mexicoamericana permanece en gran medida indeterminado. La reciente “recuperación” o redescubrimiento de su obra se debe a los esfuerzos de Recovering the US Hispanic Literary Heritage Program (Programa de la recuperación de la herencia literaria hispana de los Estados Unidos), administrado por Arte Público Press en la Universidad de Houston.

Aunque se le considera sobre todo por su trabajo como periodista, Teodoro Torres hizo una importante contribución al conjunto de la literatura revolucionaria mexicana. Su primera novela, Pancho Villa: Una vida de romance y tragedia (1925), ha sido comparada con otras obras importantes sobre la Revolución Mexicana, escritas por autores como Mariano Azuela, Martín Luis Guzmán y Rafael Muñoz (McCann 18); y, con ellos, Torres es catalogado a veces como uno de los “escritores de acción” de la Revolución Mexicana. Sin embargo, con la publicación de Golondrina, Torres también ocupa un lugar en la segunda gran clasificación de la literatura de la Revolución Mexicana, que reflexiona sobre las condiciones sociales contemporáneas. Esto sitúa su obra junto a la de otros escritores con conciencia social como Gregorio López y Fuentes, Mauricio Magdaleno, Xavier Icaza y Rubén Romero (McCann 19).

Sin embargo, La patria perdida, cuando se lee junto a otras novelas, como Las aventuras de don Chipote, o, Cuando los pericos mamen (1928) de Daniel Venegas y El sol de Texas (1926) de Conrado Espinoza, parece establecer otra clasificación o subcategoría dentro de la literatura de la Revolución Mexicana: no la literatura romántica de la novela de acción, ni un apéndice de un grupo de novelas mexicanas modernas que utilizan técnicas realistas para examinar las condiciones sociales contemporáneas en México, sino como parte de un cuerpo recién recuperado del patrimonio literario binacional mexicoamericano, que examina las condiciones sociales de los inmigrantes mexicanos que viven en el exilio en los Estados Unidos durante la época de la Revolución Mexicana.

De hecho, es en este contexto en el que la novela de Torres parece más relevante, como vanguardista de la literatura transmigrante mexicoamericana,[3] porque ofrece un contrapunto significativo a las conclusiones tanto de Venegas como de Espinoza al final de cada una de sus novelas, al plantear que los inmigrantes mexicanos nunca podrían alcanzar el Sueño Americano. O, como lo describe Venegas al final de su obra satírica: “[Don Chipote] llegó a la conclusión que los mexicanos se harán ricos en los Estados Unidos: CUANDO LOS PERICOS MAMEN” (159).

A través del protagonista de Torres, Luis Alfaro, el lector puede vislumbrar el mundo de la élite mexicana, muchos de los cuales huyeron de México durante la Revolución Mexicana. Y La patria perdida ofrece la rara representación de un caballero educado y pragmático que, económicamente, es muy capaz de alcanzar el Sueño Americano, pero que, junto con su esposa Ana María, sigue soñando con volver a México a pesar del éxito material que gozan en su nuevo país de acogida.

Torres construye una novela que muestra claramente la diversidad de clases y experiencias dentro de un grupo de inmigrantes, a menudo percibido como monolíticamente pobre e inculto. Además, Torres también es capaz de demostrar que el hecho de pertenecer a la clase alta no hacía a los mexicanos totalmente inmunes a los efectos de la discriminación étnica o racial, ni a las luchas contra la aculturación y la asimilación que experimentan los inmigrantes mexicanos en los Estados Unidos. No obstante, tal vez la mayor contribución de La patria perdida sea la forma en que aporta a nuestra comprensión del “sueño del retorno a la patria” (Kanellos, Hispanic immigrant literature, Literatura por inmigrantes hispanos 52–55), o lo que John D. Pluecker describe como la “ideología del retorno” (114), al tiempo que amplía nuestra comprensión de la filosofía de el “México de afuera”, una ideología promovida por Ignacio E. Lozano a través de su periódico La Prensa (Kanellos y Martell 37–39), donde Torres trabajaba como periodista mientras vivía en San Antonio (Somoza 663; Ocampo de Gómez y Prado Velázquez 379; McCann 7–8; Torres, Periodismo i).

Aunque fue escrita por Teodoro Torres, miembro de la élite intelectual y social mexicana, y no por un autor de la clase trabajadora como Venegas o Espinoza, La patria perdida revela, en muchos aspectos importantes, un nacionalismo mexicano compartido que existía tanto entre la élite como entre las clases trabajadoras de los inmigrantes mexicanos, quizá como respuesta a la discriminación racial y étnica a la que se enfrentaban colectivamente en los Estados Unidos.

Sobre el autor

Aunque en numerosas publicaciones se dice que Teodoro Torres nació en 1891 (Somoza 663; González Peña 266; Ocampo de Gómez y Prado Velázquez 379), según Notes on the Works of Teodoro Torres (Notas sobre las obras de Teodoro Torres) (1947), una tesis de maestría escrita por Betty McCann, basada en una extensa investigación que utiliza entrevistas personales con Torres y sus familiares, el autor nació tres años antes, en Villa de Guadalupe, San Luis Potosí, México, el 4 de enero de 1888 (4).

De niño, en ese pequeño pueblo del desierto, Torres pasaba la mayor parte del tiempo leyendo. Su familia le alimentó su amor por los libros encargando clásicos de Europa para aumentar su gran biblioteca personal (McCann 6), un contexto no muy diferente al de su protagonista en La patria perdida, Luis Alfaro, quien gana el respeto de los pobladores inmigrantes europeos gracias a una breve experiencia de educación en Europa. Torres asistió a la escuela primaria local y finalmente se matriculó en el Seminario Conciliar de San Luis Potosí (Peral 801).

El 8 de enero de 1914, Torres se casó con Soledad Torres, que llevaba el mismo apellido que él (McCann 6). McCann sostiene que la comprensión de los hechos relativos a la vida personal de Teodoro Torres es fundamental para entender plenamente su obra como novelista, ya que gran parte de su escritura se basa en detalles autobiográficos. Al describir la Villa de Guadalupe en la época de la infancia de Torres, en la introducción de su propia obra, McCann afirma: “No es superfluo incluir la descripción de este pequeño pueblo mexicano en el material biográfico, ya que desempeñó un papel muy importante en la vida y la obra de Teodoro Torres. Lo utilizó como escenario de su última y más importante novela, Golondrina” (4). McCann también afirma que numerosas escenas, personajes y conflictos están extraídos directamente de la propia experiencia vivida por Torres, incluido su exilio a los Estados Unidos —el principal conflicto dramático y eje de la trama de su novela La patria perdida (McCann 6)— que tuvo lugar tras el estallido de la Revolución Mexicana y poco después de su matrimonio con Soledad Torres. Al hablar de la salida de México de la familia González, en Golondrina, McCann sostiene que “el pasaje [,] según la familia Torres [,] es completamente autobiográfico” (7).

Durante su vida, Teodoro Torres parece haber sido reconocido más por su trabajo como periodista (McCann 13), escribiendo para muchas de las publicaciones periódicas más importantes de México en esa época. Incluso se le ha calificado como el “padre del periodismo mexicano” (Kanellos, “Cronistas y sátira” 6-7; Kanellos, Hispanic periodicals, Publicaciones periódicas hispanas 39), tal vez porque estableció la primera escuela formal de periodismo en México (Somoza 663) y escribió lo que bien pudiera ser el primer libro de texto de periodismo conocido en su país. Sin embargo, después de leer este libro, titulado Periodismo (1937), uno podría llegar a la conclusión de que “padre del periodismo mexicano” es un título que Torres habría rechazado para sí mismo. En la introducción de este primer libro de texto mexicano sobre periodismo, Torres se siente obligado a afirmar humildemente: “No porque me suponga el [más] capacitado le he puesto mano a este libro” (i). En este texto, Torres también incluye una minuciosa historia de la tradición periodística mexicana que esboza en el Capítulo VII, “Historia del periodismo en México”, lo que hace pensar que otorgaría la distinción de “padre del periodismo mexicano” a uno de sus predecesores, como don Juan Ignacio Castorena y Ursúa, don Juan Francisco Sahagún de Arévalo o don Juan Antonio Alzate, quienes, según Torres, comenzaron a producir las primeras gacetas publicadas regularmente en México a principios del siglo XVIII (85–86). Sin embargo, al observar la posición prominente en la que se coloca, con poca humildad, entre el panteón de los satíricos mexicanos, en su tratado Humorismo y sátira (1943; su discurso público de 351 páginas al aceptar su ingreso en la Real Academia Española), uno podría referirse más precisamente a Torres como el padre del periodismo mexicano “contemporáneo” o “moderno”.

La Prensa, 4 Oct. 1920, p. 8. Readex: America’s Historical Newspapers.

Además de periodista y profesor de periodismo, Torres fue novelista, escritor satírico, historiador y locutor de noticias (McCann 15).[4] Y uno de los momentos decisivos más importantes en su vida personal y profesional fue cuando se vio obligado a abandonar México con su esposa Soledad, en 1914 (McCann 6); se trasladó a San Antonio, Texas, donde trabajó como periodista para el periódico La Prensa hasta que regresó definitivamente a la Ciudad de México en 1925 (McCann 10).

Mientras estuvo en México, Torres trabajó para varios de los periódicos más importantes del país, antes y después de su exilio en los Estados Unidos. En la portada de Periodismo, Torres ofrece una breve historia que abarca el tiempo en que se desempeñó como jefe de redacción de La Prensa, editorialista de Excelsior, director editorial de la edición vespertina de Excelsior, director editorial de Revistas de Revistas y director editorial de México al Día (i). Además, entre sus logros profesionales más importantes, Torres fue aceptado como corresponsal mexicano de la Real Academia Española, en 1941 (Somoza 663; Ocampo de Gómez y Prado Velázquez 379; House 288) y, al año siguiente, fue elegido presidente de la Academia Mexicana de la Lengua, “la consagración oficial y definitiva de un escritor en México” (McCann 15).[5]

Aunque Torres se explayó en su obra Humorismo y sátira para trazar la historia del desarrollo de la sátira en la tradición literaria occidental, desde Horacio y Cicerón, pasando por Quevedo y Molière, hasta llegar a la obra de satíricos mexicanos contemporáneos, como José Elizondo, así como a su propia obra, él mismo ofrece pocos detalles de su proceso de escritura. Es al leer Periodismo que se llega a conocer más sobre los modelos e influencias del propio Torres, como Balzac, así como su propia perspectiva sobre la escritura cuando afirma: “Este arte de informar con originalidad y con claridad, de describir con exactitud y de difundir ideas con profundidad, sólo se afina y se pule tomando contacto con la vida” (ii).

Portada de Pancho Villa: Una vida de romance y tragedia

Entre sus numerosos libros se encuentran las cuatro novelas antes mencionadas, que, siguiendo la tradición realista de Balzac, Torres parece haber elaborado con la misma claridad y exactitud de descripción que sus obras de no ficción. Irónicamente, Pancho Villa y Como perros y gatos (1924), ambientadas en México, se publicaron en los Estados Unidos a través de la Editora Lozano, de Ignacio E. Lozano, cuando Torres aún vivía exiliado en San Antonio (McCann 175); sin embargo, fue La patria perdida (una novela ambientada principalmente en los Estados Unidos) la que se convertiría en su primera obra de ficción publicada en México, lo que subraya el carácter transnacional de la obra de Torres.

Aunque en esa época Torres seguía siendo conocido principalmente como periodista —escribiendo regularmente hasta cuarenta artículos al mes para La Prensa y, al mismo tiempo, como corresponsal en el extranjero para publicaciones periódicas en México— con la publicación del romance revolucionario Pancho Villa, Torres empezó a establecerse como novelista (McCann 11–12).

Sin embargo, no fue hasta La patria perdida, tras su regreso a México, cuando Torres comenzó a recibir elogios de la crítica por su trabajo en la ficción. En sus propias palabras:

Hace veinte años que vengo proclamando ideas en los periódicos, desde esa tribuna pomposa y oscura que se llama “la sección editorial” y todo [fue] clamar en el desierto. Mis otros libros, que tuvieron éxitos editoriales increíbles en estos raquíticos medios literarios mexicanos, pasaron inadvertidos para la crítica. [La patria perdida] me trajo esa oleada caliente de la aprobación “de los sabios y de los buenos”. (McCann 12)

Carlos González Peña, en su estudio fundacional de la literatura mexicana, Historia de la literatura mexicana (1966), parece coincidir con esta apreciación cuando escribe: “Mas Teodoro Torres, antes que nada, era novelista; un curioso de almas y paisajes”, pero luego señala que la reputación de Torres como novelista se “consagró” en México solamente después de la publicación de La patria perdida (266).

La novela pudo no haber estado completa nunca, si no hubiera sido por los continuos enfrentamientos de Torres con las cambiantes clases dirigentes de México.

En 1931 la política volvió a enredar a Teodoro Torres. Su constante oposición al régimen revolucionario (esto, durante la época de la Ley Calles) le obligó a renunciar al puesto de editor [de Revistas de Revistas], [y] al mundo periodístico por completo. . . . Las vacaciones forzadas del trabajo periodístico le dieron a Teodoro Torres, por fin, algo de tiempo libre para dedicarse a la novela que había empezado unos años antes . . . La patria perdida. (McCann 10–11)

Aunque la novela se leyó en los Estados Unidos, al norte de la frontera las críticas de esta historia de inmigración no fueron tan amables como los elogios y la adulación que recibió en su propio país. “Aunque fue recibida en México con superlativos como la novela del año”, escribe Willis K. Jones en su reseña literaria de 1937, publicada en Books Abroad, “mejoraría mucho con un recorte considerable y juicioso” (235). Sin embargo, se puede ver un creciente reconocimiento de la importancia de Torres como novelista mexicano dentro de los Estados Unidos, en otra reseña publicada en la misma revista poco después de la publicación de Golondrina. El crítico, Roy Temple House, describe la obra de Torres como “ambiciosa” y “hermosa” y compara su escritura con la de Ignacio Altamirano y Jorge Isaacs, a la vez que lamenta la pérdida del autor (su amigo personal) y lo elogia por “amar su profesión como a su familia, y [ser] uno de los periodistas honorables que hacen tanto para elevar el promedio ético de esa fraternidad tan criticada” (288).

Aquejado durante muchos años por los efectos de la diabetes, Teodoro Torres murió de envenenamiento urémico en la Ciudad de México el 26 de septiembre de 1944, sólo seis días después de la publicación de la que se considera su mejor novela, Golondrina (McCann 15–16).

Acerca del texto

Aunque se publicó originalmente en México, la primera mitad de La patria perdida se desarrolla en los Estados Unidos, principalmente en Kansas City, Missouri[6] y sus alrededores; lo que la convierte en la primera obra de ficción conocida sobre la experiencia de los inmigrantes mexicoamericanos en el Medio Oeste estadounidense.

Como se ha señalado anteriormente, el comienzo de la novela y el conflicto dramático que la impulsa se basan, en parte, en hechos de la vida del autor[7]. El protagonista de Torres, Luis Alfaro, educado en Europa y formado en el Colegio Militar de la Ciudad de México, se lleva a su recién esposa, Ana María, a los Estados Unidos después de servir durante cuatro años en el Ejército Federal, y no solamente ver cómo se desgarra su país, sino también ser testigo de la destrucción de su hogar de la infancia y de la muerte de sus padres a causa de la Revolución Mexicana (Torres, La patria perdida 12–14)[8].

Tras una breve estancia en San Antonio, Texas, donde Luis y Ana María encuentran dificultades para integrarse a las comunidades de exiliados mexicanos y mexicoamericanos ya establecidas, deciden trasladarse a Arley, al norte de Kansas City, Missouri, para establecer un rancho siguiendo el modelo de las haciendas heredadas que ambos dejaron en México (Torres, La patria perdida 15–16). Y es el hecho de que Luis y Ana María sean capaces de conservar una gran parte de la riqueza que tenían en México, y que reinvierten esos recursos en la compra de tierras y ganado, lo que sitúa a La patria perdida en un contraste tan marcado con otras obras tempranas de ficción de inmigrantes mexicoamericanos, incluyendo novelas como Las aventuras de don Chipote, o, Cuando los pericos mamen de Daniel Venegas y El sol de Texas de Conrado Espinoza, que también documentan las experiencias de los mexicanos que huyeron al norte, a los Estados Unidos, para escapar del caos creado por la Revolución Mexicana, pero se centran principalmente en las experiencias de los inmigrantes obreros.

A diferencia de Don Chipote y El sol de Texas, historias de advertencia esencialmente para personas de clase trabajadora, que advierten a los compatriotas mexicanos sobre no intentar encontrar el Sueño Americano al norte de la frontera, la novela de Teodoro Torres describe la vida de un ranchero mexicano terrateniente y miembro de una élite social, que tiene éxito económico en su transición a su nueva comunidad de acogida en el corazón de los Estados Unidos. Expuesto a un grado de discriminación racial mucho menor que sus homólogos de la clase trabajadora —don Chipote, Quico García y Serapio Quijano— Luis Alfaro, que parece más europeo occidental que la mayoría de sus compatriotas mexicanos, tiene muchos amigos y vecinos italianos, franceses y de otros países europeos, que le respetan como a un igual y le visitan regularmente en su casa.

En cierto modo, los Alfaro actúan como el pegamento social que mantiene unida a su pequeña comunidad fronteriza, uniendo a las distintas familias, que representan diversos grupos nacionales y étnicos, así como clases sociales. En el capítulo III, cuando todos los vecinos acuden a preguntar por la salud de Ana María, el narrador señala que el vecino francés de Alfaro, M. Martin (quien fue una especie de asistente administrativo o chambelán en el parlamento francés y tuvo contacto con las personas más poderosas del mundo antes de mudarse a los Estados Unidos) solamente trata a los demás inmigrantes europeos como iguales por respeto a Luis cuando todos están juntos en la casa de los Alfaro, afirmando: “El francés se inclinaba ante aquel capricho de Monsieur Alfaro, como debió de haberse inclinado en otros tiempos ante los más insignificantes deseos de sus amos” (Torres, La patria perdida 42).

De hecho, este efecto igualador y unificador que los Alfaro tienen entre su círculo de élite terrateniente en la nueva frontera americana también se puede ver cuando el hijo adoptivo de Luis y Ana María, Luisito, regresa de su internado en el noreste.

Desde la mañana habían llegado los Pantusa con sus hijos, Markowsky, su esposa y el francés Martín. Este se preparaba como para una fiesta diplomática, tratando de establecer categorías, pero Ana María se opuso: quería que desde el último de los hijos de los paisanos humildes hasta los que mejor representaban allí la “aristocracias” tuvieran el privilegio de estrechar la mano del príncipe que estaba por llegar. (Torres, La patria perdida 93)

Sin embargo, aunque los Alfaros son capaces de unir a la comunidad en varias ocasiones a lo largo de la novela, Torres se asegura de presentar que siempre mantienen una cierta posición estimada a los ojos de los demás, incluyendo sus vecinos europeos.

A medida que los Alfaro son estimados y respetados entre sus vecinos, Torres se permite combatir algunos de los estereotipos existentes y generalizados que plagan la comunidad de inmigrantes mexicanos. No sólo consiguen educar a Luisito en la gloriosa historia de México (inculcando en él un cierto grado de orgullo por sus padres mexicanos, a pesar de las imágenes estereotipadas de los mexicanos a las que se enfrenta cuando está en la escuela), sino que también consiguen convencer al menos a uno de sus vecinos de que Estados Unidos no es la única “tierra prometida” para los inmigrantes europeos en busca de oportunidades, sino que México también tiene tanto para ofrecer a las almas laboriosas que buscan hacer fortuna en las Américas.

En el capítulo IX,[9] cuando todos los vecinos acuden a saludar a Luisito el día que regresa de su escuela, el grupo de inmigrantes dueños de ranchos comienza a hablar de diversos temas, desde sus hijos hasta sus fortunas individuales. Durante esta conversación, Markowsky, un inmigrante polaco, admite que él y su mujer han estado pensando en trasladarse a México (Torres, La patria perdida 99-102). Markowsky tiene una serie de preguntas para Alfaro, y aunque le toma a Luis algo de tiempo, al final, Markowksy queda convencido de que México tiene tanto que ofrecerle como Estados Unidos, y concluye: “Pues créame usted que un buen día realizo los bienes que tengo aquí y me voy a México” (Torres, La patria perdida 102). De hecho, este parece ser uno de los principales temas que Torres desarrolla a lo largo de su novela: México es tan bueno, si no mejor, que los Estados Unidos.

Esta perspectiva se desarrolla en la primera parte de la novela de Torres ejemplificando un tema recurrente en la literatura de ficción de inmigrantes latinos: “el sueño del retorno” o “el sueño del regreso a la patria” como explica Kanellos:

La mayoría de la literatura por los inmigrantes hispanos promueve de forma similar el regreso a la patria, y al hacerlo, es antihegemónica, rechaza el sueño americano y el crisol de culturas. El ethos de la literatura de los inmigrantes hispanos se basa en la premisa del retorno después de lo que los autores y la comunidad esperan que sea una estancia temporal en la tierra donde supuestamente el trabajo es omnipresente, y los dólares son abundantes y se desconoce la inestabilidad económica y política de la patria. Los escritores o sus narradores (o ambos) disuaden a los lectores de invertir en el mito americano de crear una nueva vida, un nuevo yo en Estados Unidos, donde uno es supuestamente libre de desarrollar su potencial, ascender en la escala social y hacerse rico de forma independiente. Con la misma convicción desacreditan la idea de un crisol de razas en el que todas las razas y credos son tratados por igual, y tienen las mismas oportunidades de alcanzar los beneficios que ofrece Estados Unidos. (52)

La patria perdida es tan notable como ejemplo de la primera literatura de inmigrantes latinos, porque es claramente una novela que abarca el tema de “el sueño del retorno”, a pesar de que su protagonista llega a los Estados Unidos con una riqueza considerable; es capaz de establecerse en los peldaños más altos de la escala social; y podría integrarse fácilmente en la comunidad étnicamente diversa, aunque predominantemente europea occidental, de esa frontera. Pero sigue obsesionado con su regreso a México. A diferencia de don Chipote, el personaje que da título a la novela de Daniel Venegas, Luis Alfaro no tiene que vender la mayor parte de sus posesiones tan sólo para pagar el pasaje a los Estados Unidos; al igual que don Chipote, Alfaro también se ve obligado a liquidar sus bienes, pero estos son lo suficientemente considerables como para pagar su pasaje y el de su esposa y su criada, y aún le queda suficiente como para comprar una cantidad significativa de tierra y establecer un rancho rentable en Missouri. Asimismo, a diferencia de los García, en El sol de Texas, que sufren discriminación racial durante toda su estancia en los Estados Unidos, la piel blanca de Luis y Ana María y la ligereza de sus rasgos les permiten “pasar” en gran medida por la sociedad estadounidense y escapar a cualquier discriminación racial o étnica explícita, a pesar de que Ana María habla poco o nada de inglés. Por supuesto, Ana María no se molesta en aprender inglés porque no tiene intención de quedarse en los Estados Unidos; como resultado, toda la primera mitad de la novela se construye en torno a la obsesiva determinación de Luis y Ana María de regresar a su tierra natal.

Desde el principio de la novela hasta el final de la primera parte, Luis jura repetidamente que volverá a México. Incluso se ve obligado a prometer a Ana María, enferma en un hospital de Kansas City, que, si ella muere antes de que ellos regresen, él devolverá su cuerpo al lugar donde nació. “Quiero que me prometas”, dice Ana María, “que, si me muero, no me dejarás en esta tierra que no ha sido mala con nosotros, pero que no es la mía. Llévame a donde seguramente irás tú cuando yo te deje. A Morelia, a Pátzcuaro, a México, a donde yo sienta, después de muerta, que estás cerca de mí . . .” (Torres, La patria perdida 19).

En efecto, es la muerte de Ana María (su corazón parece sucumbir a las emociones desbordadas que siente al presenciar el exitoso evento de Fiestas Patrias que organiza desde su lecho de muerte para la comunidad que les rodea, así como el regreso de su hijo a la escuela, donde se ve confrontado con más estereotipos antimexicanos) lo que une dos de los temas más importantes de la literatura de inmigrantes mexicanos, dando un sentido de pathos trágico a esta novela: “el sueño del retorno” y la construcción de una comunidad imaginada conocida como “el México de afuera”.

Imaginando el nacionalismo mexicano en “el México de afuera”

Teodoro Torres y su jefe Ignacio E. Lozano, ambos dedicados a la prensa durante toda su vida, son uno de los ejemplos más claros, dentro de la comunidad de exiliados mexicanos posteriores a la Revolución, de hombres que comprendieron el poder de la prensa como medio para construir el tipo de “comunidades imaginadas” descritas en la innovadora obra de Benedict Anderson. En Periodismo, Torres escribe explícitamente sobre la capacidad de la prensa para cambiar el curso de la historia, así como su capacidad para unir a un pueblo, incluso haciendo uso de algunos de los mismos ejemplos, como Benjamin Franklin, lo que también hace Anderson casi cinco décadas después. En el capítulo III de su libro de texto de periodismo, Torres elabora una historia de la prensa similar a la que se encuentra en Anderson, comenzando con los antiguos griegos y romanos, avanzando cronológicamente a través del desarrollo de la imprenta de Gutenberg, así como el posterior desarrollo de la “impresión como mercancía” (Anderson 37) en lugares como Holanda e Inglaterra; a continuación, analiza el papel de la imprenta en las Revoluciones francesa y estadounidense (Torres, Periodismo 29–31).

Es en el capítulo VI, titulado “Periódicos y periodistas extranjeros”, donde Torres aborda en serio la relación entre el periódico y el nacionalismo. Torres comienza con un esbozo de la carrera del periodista francés Teofrasto Renaudot, a quien atribuye ser el “padre de la publicación periódica moderna” (64). Al hablar del desarrollo de la publicación periódica francesa Gazette, Torres habla del poder transformador que los medios impresos representan para cualquier nación y demuestra cómo la nobleza y las clases altas francesas utilizaron la prensa para sus propios fines políticos, mientras traza la expansión de la prensa francesa, que crecería hasta incluir 120 periódicos tan solo en París y casi 7.000 publicaciones periódicas en todo el mundo, al momento de la publicación de su libro en 1937 (65-69).

Torres sostiene que Renaudot y estos desarrollos posteriores contribuyeron a unificar una comunidad francesa global, a hacer del francés la “lingua franca” internacional aceptada y a establecer las prácticas periodísticas francesas como modelo para el resto del mundo (69). Torres pasa luego al periodismo en los Estados Unidos, explicando que William Randolph Hearst tenía una red de publicaciones periódicas tan extensa que pudo “imponer ciertas formas de pensar” a los millones de estadounidenses que leían sus periódicos cada día: “[Hearst] [p]osee ‘una cadena’ que liga a toda la Unión Americana, la apresa y le impone ciertos modos de pensar” (72).

Más adelante, en su libro de texto sobre periodismo, Torres aborda el desarrollo de los medios impresos en México y el “zigzag inacabable” de la prensa cuyo “movimiento es el de un péndulo que unas veces se adelanta hasta la libertad y otras regresa a la intransigencia y a la persecución” (82). No es de extrañar que Torres sostenga que Porfirio Díaz, en su opinión, fue uno de los mayores defensores de la prensa libre en México, mientras que critica a otras figuras históricas, como los virreyes españoles José de Iturrigaray y Francisco Javier Venegas de Saavedra, por suprimir sus libertades cuando México intentaba independizarse de España (82). Torres describe cómo Venegas se vio obligado a suspender la publicación de periódicos en México cuando empezaron a aparecer folletos que simpatizaban con la insurrección y la apoyaban abiertamente (93-94). Y finalmente, Torres demuestra cómo la idea del nacionalismo mexicano se formó y difundió por primera vez en el país a través de la publicación de El Despertador Americano, fundada en Guadalajara en 1811 por el padre de la patria en México, Miguel Hidalgo y Costilla (95-96).

Después de leer Periodismo, parece bastante claro que Torres comprendió la capacidad de los medios impresos para “inventar naciones donde no existen”, como sugiere Anderson en su propia obra, Comunidades imaginadas (6). Al igual que Anderson, Torres entiende la naturaleza limitada de la nación y la audiencia o lectores “escasos” a los que se puede llegar a través de la prensa escrita (Anderson 7). Torres, igualmente, parece entender la naturaleza “soberana” de la nación a la que intenta dirigirse, mientras que, contrariamente a las afirmaciones de Anderson sobre la Ilustración y la era revolucionaria en Europa, sigue preservando intacto un reino dinástico católico, divinamente ordenado y jerárquico (Anderson 7).

Torres también parece entender que las naciones son ante todo comunidades, o como explica Anderson, “independientemente de la desigualdad y la explotación reales que puedan prevalecer en cada una de ellas, la nación se concibe siempre como una camaradería profunda y horizontal”, (Anderson 7); y es precisamente por eso por lo que se descubren numerosos pasajes en la novela de Torres en los que se describe a Alfaro como un amo benévolo que es adorado por todos sus trabajadores, o en los que se describe a Ana María como una sola persona con sus sirvientes, que incluso va a sus casas y se asegura de que tengan la misma oportunidad de ver a su hijo, “el príncipe” (Torres, La patria perdida 93).

Torres entendió la “sacralidad del lenguaje” (Anderson 12-13) y su papel en la construcción del nacionalismo, especialmente desde el punto de vista de una comunidad de inmigrantes y exiliados, estableciendo una identidad de oposición fuera de las fronteras políticas de México. De hecho, en Periodismo, Torres dedica un capítulo entero a la “pureza del lenguaje”, en el que arremete contra la penetración de los “pochismos”[10] en el idioma español, del mismo modo que lo hace en su novela La patria perdida:

[L]a cuestión capital en esto de la corrupción del idioma no está entre aquellas gentes pobres, merecedoras de todas las disculpas, sino entre nosotros que no tenemos ninguna para hablar pocho y texano, lejos de aquella influencia y obligados como estamos a mantener la pureza de la lengua materna. (Torres, Periodismo 161)

Al igual que sugiere Anderson en su obra, Torres utiliza conscientemente su propia escritura y el acceso a los medios impresos, utilizando tanto las publicaciones periódicas como la forma de la novela, como una manera de unir a una comunidad “imaginada” de exiliados y establecer una identidad nacional de oposición, promoviendo el “Nacionalismo-con-una-gran-N” (Anderson 5) y una comunidad imaginada conocida como el “México de afuera”.

“El México de afuera”, según Kanellos y Martell, es “una colonia mexicana que existe fuera de México, en la que era deber del individuo mantener el idioma español, conservar la fe católica y aislar a sus hijos de lo que los líderes de la comunidad percibían como bajos estándares morales practicados por los angloamericanos” (37). O, como explica Gabriela Baeza Ventura en La imagen de la mujer en la crónica del “México de afuera” (2006):

[Es] una especie de comunidad imaginada . . . en la que se presenta un México superior al que se dejó atrás. Este México no tiene la corrupción y el desorden propagados por la Revolución y es el que el inmigrante se lleva consigo cuando emigra a Estados Unidos. El inmigrante cree tener el poder de restablecer en Estados Unidos este México que lleva dentro. (21)

Dadas estas dos definiciones de el “México de afuera”, queda claro cómo la novela de Torres ejemplifica ambos marcos teóricos, ayudándonos a entender La patria perdida y sus contemporáneos, como Don Chipote y El Sol de Texas.

Como se ha mencionado anteriormente, Torres utiliza el personaje de Luisito para demostrar el deseo de los exiliados mexicanos de proteger a sus hijos de la asimilación e inculcarles un sentimiento de orgullo nacional, hasta el punto de que Luis y Ana María son capaces de alterar la trayectoria normal de aculturación de los inmigrantes adoptando a un niño angloamericano y construyendo para él una identidad mexicana, aunque sea cuestionada o incompleta. Además, siguiendo la definición de Kanellos y Martell, Torres enhebra habitualmente su novela con imágenes extraídas de la fe católica, así como representaciones de sus personajes practicando su fe.

Por último, Torres elabora un texto bilingüe para criticar lo que percibe como un atentado a la pureza del idioma español, la mezcla del inglés y el español, especialmente entre los que Alfaro encuentra en San Antonio en la segunda parte de la novela.

Sin embargo, uno de los ejemplos más claros de la ideología de el “México de afuera” que se puede encontrar operando en La patria perdida aparece al final de la primera parte, cuando Luis Alfaro se anima a dirigirse a la multitud reunida en su casa para celebrar las Fiestas Patrias y pronuncia un discurso improvisado, afirmando:

Estoy seguro de que [esta noche] ha sido tan intens[a], que les servirá para reencender a todas horas el culto de la patria. No olviden que tenemos la obligación de querer a México sobre todas las cosas, de honrarlo, de vivir de tal modo que, conquistando el respeto para nosotros, lo conquistamos para él. Saquemos de esta aventura del exilio el provecho de ser más mexicanos que ninguno por haber vivido fuera de México. Aprovechemos las lecciones de dolor que nos ha dado el destierro, con la conciencia de que no hay patria como la nuestra, y con la esperanza de que al reintegrarnos a la casa paterna hallaremos en ella más calor y más cariño, no porque allá nos den todo eso sino porque lo llevaremos dentro y se hará el milagro de encender un fuego que vive latente, y que allá abajo nadie percibe. (126)

La oratoria improvisada de Alfaro describe un intenso nacionalismo que postula que haber vivido fuera de México en realidad ayuda a ser más mexicano, a apreciar mejor a México mismo como resultado de una epifanía transformadora que puede ocurrir dentro de una comunidad en el exilio. Por supuesto, como Baeza Ventura sugirió antes, y como Torres hace eco aquí, a través del personaje de Luis Alfaro, lo más importante en esta construcción de la ideología de el “México de afuera” no es el México real que uno ha dejado atrás, sino el México imaginado que el exiliado “lleva dentro”.

Aunque Torres parece desarrollar muchos de los temas principales que tipifican la ideología de el “México de afuera” en La patria perdida, se entiende que esta comunidad intensamente nacionalista exiliada más allá de las fronteras de México se aferra a “una patria, más simbólica que real” (90). Y la tragedia al final de la novela se siente más profundamente cuando Luis Alfaro finalmente se da cuenta de que esa comunidad que llevaba en su corazón, la nación que inspiraba sus sueños, ya no existe y es sólo una ilusión que se desvanece a causa de su intensa nostalgia, o su imaginación.

Encontrando a La patria perdida

por Elías David Navarro

Siendo el referente cultural que es para la literatura mexicana escrita en los Estados Unidos, Teodoro Torres (1891-1944) dejó como legado muchos artículos periodísticos que, por no pertenecer a ningún grupo ni literario ni político, pasaron relativamente desapercibidos durante mucho tiempo. Pero con su novela La patria perdida (Ediciones Botas 1935), Torres aportó una perspectiva muy valiosa porque escribe desde el exilio en los Estados Unidos. La visión de los derrotados permite, como muy pocas veces la narrativa vencedora, una objetividad hacia los hechos y sus resultados, mismos que observamos en esta novela.

Cuando Arte Público Press/Recovering the US Hispanic Literary Heritage, desde el Centro de Humanidades Digitales Latinas en los Estados Unidos (USLDH por sus siglas en inglés), rescató esta novela, nos dimos a la tarea de digitalizarla; un proceso fue arduo y lleno de aprendizaje. La posibilidad de poder leer y releer esta novela, y descubrir el artificio minucioso en los detalles descriptivos de Torres, representó un hallazgo provechoso para todo aquel que encuentra en la orfebrería literaria una oportunidad de aprender no solamente la estructura sintáctica, sino las ideas respecto a la Revolución mexicana y sus consecuencias. Además de las opiniones en cuanto al exilio, la vida en los Estados Unidos y las ideas del México que se deja, ese al que se regresa (o se intenta volver), y el México que se intenta construir en el país donde se habita.

Una vez digitalizada la novela, nos dimos a la tarea de convertirla en documento que nos permitiera revisarla y corregir errores de dedo y de su impresión original, cuyas herramientas eran muy distintas a las de ahora. Es en este proceso en el que más nos detuvimos para no dejar pasar ningún detalle. En esta etapa, la lectura se alternaba con la corrección, que, como resultado de la conversión del archivo digitalizado en archivo de procesador de texto, traía consigo muchos accidentes que ensuciaban la página; pero al mismo tiempo venía acompañada por la corroboración con las páginas escaneadas originales, lo que nos permitía leer y disfrutar de este libro como si lo tuviéramos en nuestras manos. Ver en el original las manchas de tinta de impresión, algunos errores de páginas que en aquellos tiempos costaría mucho tiempo, dinero y esfuerzo corregirlos, era como volver al pasado y sentir aquellas primeras páginas publicadas en imprentas mexicanas.

Imagen: Comparación del texto generado utilizando el reconocimiento óptico de caracteres (ROC, OCR por sus siglas en inglés) y el texto original

Al final, el trabajo nos llevó a una última relectura en donde pudimos identificar distintas referencias culturales e históricas, así como personajes de la Historia mexicana y estadounidense que aparecen en la novela. Efemérides también, sobre todo con ciertas batallas decisivas que se mencionan en la novela. Pero esta referencialidad, como cada edición, no está terminada, quisimos dejar algunas citas y datos abiertos entre los que conocemos, y los que no, para que esta obra pueda continuar abierta y sea un trabajo en conjunto con cada investigadora e investigador, así como lectoras y lectores conocedoras(es) de la obra de Torres o quienes gusten disfrutar de este testimonio, pionero en muchos argumentos que fueron desarrollándose en obras posteriores escritas no sólo por mexicanos, sino por latinxs exiliados, inmigrantes y nativos en los Estados Unidos.

Referencias

Anderson, Benedict. Imagined Communities: Reflections on the Origin and Spread of Nationalism. Verso, 2006.

Ventura, Gabriela Baeza. La imagen de la mujer en la crónica del “México de afuera”. Universidad Autónoma de Ciudad Juárez, 2006.

Cardozo, Lawrence A. Mexican Emigration to the United States, 1897-1931. University of Arizona Press, 1980.

Englekirk, John E. Rev. Of La patria perdida, by Teodoro Torres. Revista Hispánica Moderna, July, 1936: 315-316.

Espinoza, Conrado. Under the Texas Sun / El sol de Texas. Translated by Ethriam Cash Brammer, Arte Público Press, 2007.

González Peña, Carlos. Historia de la literatura mexicana. 9th edition, Editorial Porrua, 1966.

House, Roy Temple. Of Golondrina, by Teodoro Torres. Books Abroad Summer, 1945, p. 288.

Jones, William K. Of La patria perdida, by Teodoro Torres. Books Abroad Spring, 1937, p. 235.

Kanellos, Nicolás. “Cronistas and Satire in Early Twentieth Century Hispanic Newspapers.” MELUS vol. 23, no. 1, 1998, pp. 3-25.

Kanellos, Nicolás. Hispanic Immigrant Literature: El Sueño del Retorno. University of Texas Press, 2011.

Kanellos, Nicolás and Helvetia Martell. Hispanic Periodicals in the United States, Origins to 1960: A Brief History and Comprehensive Bibliography. Arte Público Press, 2000.

McCann, Betty M. Notes on the Works of Teodoro Torres. Ohio State University, 1947. Master’s thesis.

Ocampo de Gomez, Aurora M. and Ernesto Prado Velázquez. “Torres, Teodoro.” Diccionario de escritores mexicanos, 1967.

Peral, Miguel Angel. Diccionario biográfico mexicano. Editorial PAC, 1944.

Pluecker, John. “Introduction”. Under the Texas Sun / El sol de Texas. Arte Público Press, 2007.

Somoza, Oscar. “Torres, Teodoro.” Dictionary of Mexican Literature, 1992.

Torres, Teodoro. Como perros y gatos. Casa Editorial Lozano, 1924.

Torres, Teodoro. Golondrina. Editora Mexicana, 1944.

Torres, Teodoro. Humorismo y sátira. Editora Mexicana, 1943.

Torres, Teodoro. La patria perdida. Ediciones Botas, 1935.

Torres, Teodoro. Pancho Villa: Una vida de romance y de tragedia. Casa Editorial Lozano, 1925.

Torres, Teodoro. Periodismo. Ediciones Botas, 1937.

Venegas, Daniel. Las aventuras de don Chipote, o, Cuando los pericos mamen. Arte Público Press, 1999.

La patria perdida

por Teodoro Torres

NOVELA MEXICANA

MÉXICO, EDICIONES BOTAS 1935

I

Ilustración: Fulgencio Corral, La Prensa, 26 de Octubre de 1941, página 28.

No podían ser más adversas las circunstancias en que recibía Luis Alfaro aquella carta.

En cualquier otro tiempo la hubiera guardado en el bolsillo o la habría roto, entre complacido y contrariado, sin darle mayor importancia; ahora llegaba a perturbar su vida, aquietada después de una lucha brava contra el instinto pasional y romántico, ávido siempre de amoríos, de goces fuertes, y en pugna constante y aberrante con sus principios de hombre honrado que a pesar de todas sus locuras procuraba mantener íntegra la tranquilidad de su hogar; llegaba también, irónicamente, en un momento amargo, el menos a propósito para recibir una misiva como aquella.

Ana María, su mujer, dormía con inquieto sueño de febricitante en la habitación inmediata. Unos momentos antes la había dejado, después de sufrir el angustioso examen de sus ojos interrogadores y de responder a las preguntas que le hiciera con su vocecita anhelante, despojada de sus sonoridades cantarinas por la violencia de la tos pertinaz, y llena de lágrimas y ruegos.

—¿Qué dice el médico? ¿Estoy muy enferma? ¿Me voy a morir? ¿Ya no volveré a ver a mi hijo? —había implorado la enferma tendiendo sus manecitas hacia Luis.

El doctor Morris, con la rudeza de los médicos rurales, había pronunciado la terrible palabra casi en presencia de la enferma durante la visita que acababa de hacerla, Ana María no pudo penetrar en el enigma del idioma extraño, pero la gravedad de los rostros sombríos le “tradujo” del inglés el sentido de aquella conversación oscura en que el doctor Morris hablaba con la frialdad de quien está acostumbrado a encontrarse frecuentemente con la muerte y sabe, por otra parte, que el enfermo no entiende lo que él dice, y en que Luis hacía preguntas rápidas y angustiosas al mismo tiempo que arrastraba al médico fuera del cuarto, temiendo que Ana María, perspicaz y sensitiva, percibiera la verdad en el tono del diálogo imprudente. Luis no pudo evitar la pregunta que brotó de sus labios cuando salía con el médico. Este soltó sin rodeos el diagnóstico.

—La T. B., en una forma violenta, —había dicho Morris con un aterrador laconismo y usando para mencionar la tuberculosis una de esas abreviaturas de que tanto gustan los norteamericanos.

—¿Grave? —pudo apenas articular Luis, aplastado con la aterradora noticia.

—En peligro inmediato de muerte, no. Nadie puede predecir cómo se desarrollará la dolencia que casi siempre burla todos los pronósticos. Precisa, de cualquier manera, tener mucho cuidado a causa de esta horrible temperatura.

La enfermedad se había presentado, traidora y súbita, a raíz de la recaída de una gripa maligna y epidémica que asoló la comarca e hizo presa fácil en la pobre señora. El organismo de Ana María, trabajado por los sufrimientos de los últimos años y por el cambio de clima y de vida, se había dejado vencer en un momento por el microbio feroz que ahora, según explicaba con más amplitud el médico, tenía ya un gran foco infeccioso en el pulmón derecho.

Luis invocó todas sus energías para aparecer tranquilo al regresar a la habitación de la enferma, después de acompañar al médico hasta el cobertizo donde se guarecía de la nieve la cabalgadura y de despedirle rogándole que mandara a gran prisa los medicamentos.

—No es nada, linda, —había asegurado, tratando de tranquilizar a su esposa, que se hallaba bajo la impresión de que la aquejaba un mal de muerte, algo pavorosamente fatal, que no de otra suerte había de ser aquel frío interior, aquel malestar sin medida, que en el corto espacio de una mañana —todavía la tarde anterior disfrutó de la agradable sensación de alivio de los convalecientes — la derrumbara materialmente en el lecho que acababa de abandonar.

Pálida y bella, con una dulce y repentina resignación, la enferma había tomado la mano de su esposo, sonriendo apenas con sus labios exangües y diciéndole:

—Nada... y estás más pálido que yo. Tengo más ánimo del que me supones… Dime la verdad…

Fingió Luis enojo por aquella suspicacia que él llamaba exagerada. Trató de componer su semblante para dar sinceridad a sus palabras y Ana María aceptó o simuló aceptar lo que aseguraba su esposo y prometió atender las órdenes del médico: tranquilidad absoluta, evitar los enfriamientos y quedarse en la cama hasta que pasara el arrechucho.

—¿Hace mucho frío afuera? preguntó después Ana María.

—Horrible, —respondió Luis—. Mira cómo tiemblo todavía con este momento que estuve expuesto al viento y a la nieve. —Y le mostraba su mano agitada por un ligero temblor.

No era el frío, empero, la causa de aquella destemplanza. No era solamente el pulso lo que había perdido su ritmo tranquilo, sino su vida toda, contra la que se confabulaba el destino para inferirle dos golpes igualmente desconcertantes. Temblaba por la noticia mortal que le diera el médico y por lo que decía aquella carta que todavía conservaba atónito entre sus manos mientras miraba por los opacos cristales de la ventana la gran llanura blanca, sobre la que caía, incesante y monótona la nieve.

La había recogido, entre otras, del buzoncillo de hierro colgado de una columna que servía de soportal en el amplio corredor del frente de la casa, cuando regresaba de dejar al médico. No deshizo el paquete como otros días, con esa secreta y alegre inquietud de siempre ante el misterio de los sobres cerrados que nos prometen noticias de gentes lejanas y queridas; lo había puesto sobre el lecho de la enferma en tanto que la calmaba y la abrigaba; lo tomó maquinalmente después, al salir de puntillas, silenciosamente, cuando Ana María, blanca como un lirio, caía en el sopor de la fiebre, lleno de delirios y zozobras.

Ya en su cuarto, desató maquinalmente el paquete: cartas de negocios, periódicos, magazines. De pronto atrajo su atención un sobre azul, rotulado con letra de mujer, fina y elegante, identificada velozmente por su memoria fiel; una carta de aquellas que ya nunca recibía y que, por no esperadas, no hacían inquietante y escrupulosa la llegada de la correspondencia, que antes le obligaba a vigilancias y hábiles escamoteos. Y como si le llamara hasta el fondo de su desconsuelo una voz más fuerte que su pena, olvidó todo para fijarse en la carta. Con un movimiento rápido la apartó de las otras y la examinó nerviosamente, pretendiendo saber lo que decía antes de abrirla. ¿Sería posible? ¿Qué venía a hacer y qué quería en Kansas City Magdalena González? ¿Cómo había indagado su dirección y para qué le escribía?

Semejaba aquello una burla. Un pacto cruel entre la vida y la muerte para martirizarle. Era como si las dos fuerzas antagónicas que gobiernan el mundo se hubieran dado cita a fin de llegar en un momento, en el de mayor tranquilidad y complacencia, para estrujar su espíritu con el recuerdo de idos devaneos, y para torturarle el alma con la visión horrible de la muerte de su esposa y la presencia, imaginaria también, de otra mujer que le llamaba, desde los días de su juventud loca y le recordaba una vida tormentosa y bella, pero tan lejana e imposible ahora como todo lo que pasa empujado definitivamente por el tiempo.

La carta decía así: “Me supongo la sorpresa que recibirás y la cara que pondrás al leer esta carta y al saber que estoy casi a un paso de ti. No quiero entrar en detalles acerca de mi viaje, porque sería cuestión muy larga, pero si tu memoria te ayuda, bastará que recuerdes, para justificar esta determinación mía, aquella promesa que me arrancaste al escuchar los versos de una canción en boga, de que no te olvidara ni te dejara nunca, y mi juramento de no abandonarte jamás, aunque tú no lo quisieras. Soy respetuosa, como siempre, de tu vida formal y seria, y por eso, aunque vengo hacia ti directamente, me mantengo a la conveniente distancia a que debe estar una mujer que quiere vidas que tienen dueño, pero que cree disfrutar todavía de algún derecho sobre ellas.

“Espero aquí (456 Grove St.) tu respuesta, que me supongo será tan rápida y tranquilizadora respecto de mi permanencia cerca de ti, que me evite el trabajo de buscarte personalmente con este tiempo endemoniado, y te aparte las dificultades que pudieran resultar de cualquier imprudencia mía, muy natural, por otra parte, en una mujer que viene a reunirse con el que tantas pruebas de amor le dio.

“Hasta dentro de una semana, cuando más, te espera aquí, tu, MAGDALENA”.

Era una amenaza en toda regla. Posiblemente un “chantaje”; una manera de sacar dinero. ¿Cuándo y en qué circunstancias le había arrancado esa promesa imprudente? Acaso en uno de esos momentos de efusión en que se dicen tantas cosas, pero que ninguna mujer galante toma en serio, y menos después de muchos años de olvido absoluto, de un alejamiento total, capaz de borrar cariños fuertes y puros, no ya una aventura de tantas, de las que no dejan ninguna huella en el corazón.

Había leído muchas veces la inquietante carta después de que le diera la primera desagradable sorpresa. Bajo la penosa impresión de su lectura y de un remordimiento que le infundía timidez y desconsuelo, acababa de dejar a su esposa, que a cada momento le llamaba con la insistencia de un niño temeroso que reclama compañía. Iba y venía de su cuarto al de la enferma. La dejaba cuando la veía calmada o dormida, y volvía a su habitación, solicitado por la horrible misiva, como si esta fuera una persona a quien necesitara atender, interrogar, increpar por su intromisión.

Aplicó el oído tratando de sorprender algún signo de vida en su rededor. Nada. No se oía ningún ruido. Ana María estaba quieta, rendida acaso por la nerviosidad y por el sueño.

La soledad de la casa y de toda la llanura, enteramente cubierta de nieve, pesaba en aquel momento con toda la fuerza del mundo sobre su pensamiento.

Parecía ahora más solitaria que nunca la casa, la granja toda, tan animada en las épocas de labor, con el ir y venir de trabajadores, de mujeres que llegaban a pedir adelantos y provisiones; semejaba ser un agujero negro, refugio del dolor, cobijado por una gran sábana blanca. Sus paredes de madera resonantes, que repercutían el menor ruido, apretaban ahora el aire como la caja de un ataúd. La vieja sirvienta que trajeron de México y era la única compañía y ayuda del matrimonio, debía de hallarse hecha un ovillo en algún rincón de la cocina, protegiéndose del frío. Las casucas de los trabajadores, de aquella granja que Luis compró con los restos de su fortuna y bautizó con el nombre de Bellavista, estaban cerradas a muerte y sus dueños no se atrevían a salir. La única alma viviente que cruzara aquella desolación un poco antes, había sido el doctor Morris que regresaba al poblado de Arley, inmediato a Bellavista, de donde había salido en la mañana, urgido por el angustioso llamado telefónico de Luis.

Hacía tres días que nevaba con más fuerza que en los primeros meses del invierno y la cosa iba para largo. Toda actividad estaba muerta ahora en aquella que en la primavera y en el verano era una hermosa campiña, verde de trigales y negra de tierras mojadas preparada para otros cultivos. Ahora todo era blanco, blanco hasta cansar la vista: los árboles, las casas, la llanura que se perdía en el horizonte, confundida con el gris de las nubes y el blanco plumear de la nevasca.

A causa de la escasa luz que venía de fuera y de la cerrazón de puertas y ventanas (solamente la del cuarto de Luis tenía levantada la cortina) parecía que fuera ya de noche, con todo y que sólo habían pasado unas horas después del mediodía.

Leyó por la vigésima vez la carta de Magdalena. Trataba de concentrar su pensamiento y de recomponer la rota historia de sus amoríos con aquella mujer para ordenar sus recuerdos.

Creía despertar de un sueño. Un sueño le parecían ahora aquellos largos años de ausencia de México y de aquella increíble vida en el extranjero a la que se había ido amoldando poco a poco, después de las tormentosas protestas de su espíritu, de sus hábitos, de su carácter, contra lo que significaba un cambio tan completo. La voz de Magdalena, que tan cerca oía ahora y resurgía prodigiosamente fresca y lozana después de muchos años de mudez, burlona y frívola —¿no sería ésta una de aquellas bromas de que tanto gustaba la muchacha? le reanudaba de nuevo, en un momento, el pasado que se truncó al dejar su tierra y en ella un mundo de amores y recuerdos, con este minuto en que la última amante regresaba de la prolongada oscuridad del olvido y le hablaba de su amor, como si ayer nomás hubieran dejado de verse.

Aquel pliego azul, con la fuerza avasalladora del recuerdo, abría una brecha en su presente y anulaba la paciente labor del tiempo que enfrenara sus locos desvaríos, merced a la indiscreción de aquella que venía jovial y alegre, a investigar con sus ojos negros y reidores, el misterio de su vida amurallada.

Y por esa brecha veía Luis todo lo que había dejado atrás. Su infancia y su adolescencia de muchacho rico en la hacienda de Valle Umbroso, del Estado de Michoacán, posesión de los Alfaro desde muchas generaciones. Los solícitos cuidados de su madre que no sabía oponerse a los deseos de su hijo y por eso le ayudó a vencer las repugnancias de don Antonio, su padre, que no quería que siguiera la carrera militar; su noviazgo con Ana María, un idilio rápido, sencillo y encantador en el ambiente tranquilo y paradisiaco de las haciendas de Valle Umbroso y Ramones, propiedad esta última de los padres de Ana María y vecina de la de los Alfaro; sus años de estudio en el Colegio Militar, al que había ido con una bien definida vocación, después de haber pasado por colegios y universidades de Estados Unidos y de Europa, buscando con la volubilidad de su carácter autoritario y de su desordenada mentalidad el curso más adecuado para los vehementes impulsos de su alma, hasta dar con la idea de seguir la carrera de las armas en su propio país, sugestionado por aquel profesor alemán que le había dicho con su estilo pedante: “el problema de ustedes los mexicanos civilizados está en la redención del indio. Mientras lleven ese lastre de millones de parias arrastrando, México será un país con la cabeza asomada a la civilización y el resto del cuerpo perdido en el breñal del oscurantismo. Sólo una disciplina férrea puede hacer el milagro de darles organización: la disciplina militar que es la base de todas las demás, aún de la intelectual. Necesitan sistemas y métodos que les formen el carácter. Sus países americanos no adelantarán nunca hasta que cada pueblo no tenga un maestro de escuela con entorchados en el pecho y les enseñe lo que más falta les hace: saber mandar y saber obedecer”.

Recordaba Luis ahora los más nimios detalles de todos los acontecimientos que fueron obrando sucesivas modificaciones en su vida, tan distinta de la de sus antepasados. Estos no habían conocido más horizontes que los que dejaban ver los feracísimos bosques de Valle Umbroso. En el panteón de la hacienda o bajo las bóvedas de la capilla adjunta a la “casa grande” reposaban todos ellos después de haber vivido felices en el pequeño paraíso heredado de generación en generación. Él, en cambio, apenas había disfrutado de las grandezas del rico inmueble, en sus raras épocas de quietud; cuando era niño y pasaba temporadas al lado de sus padres; durante el noviazgo con Ana María que le arrastra con su cariño al verde rincón michoacano, donde ella vivía al lado de su padre, viudo e inválido, que se obstinaba en acabar sus días en tan triste soledad, sin reparar en el sacrificio que hacía, aislándose del mundo por acompañarle, una muchacha hermosa, rica y de tan pocos años. Después, la vida se había deslizado por una pendiente de agitaciones y locuras, de sinsabores y desengaños, sin más paréntesis que la corta temporada de su luna de miel disfrutada en un pueblecito de los alrededores de la Ciudad de México.

Acababa de obtener su despacho de Teniente de Ingenieros cuando estalló la guerra civil de 1911. Salió a campaña dejando a su mujer en México sin más compañía que la del padre de ésta, don Juan Segovia, que de haberse quedado solo en Ramones, hubiese muerto de tristeza; sufrió la amargura de ver que su entrada a la vida militar coincidía con el desbordamiento de una indisciplina que se burlaba de las teorías del profesor alemán pues era la sublevación de todo un pueblo contra el orden establecido; presenció horrores, injusticias, la resurrección de las viejas discordias y sintió el desconcierto de un creyente que ve caer en torno suyo las imágenes de los dioses que adoraba y juzgaba indestructibles.

En los cuatro años de revuelta, duramente combatida por el ejército federal a que pertenecía, sintió que su vida cambiaba fundida en un nuevo molde por las llamas del incendio destructor. Don Antonio y Doña Angela, sus padres, habían muerto de pena y desencanto, de fatiga y zozobra, obligados a ir, a sus años, de aquí para allá, huyendo de sus propios servidores que se habían levantado en armas destruían la finca y profanaban la casa grande que antes había sido un santuario para ellos.

Don Juan había sucumbido también a sus dolencias y a los disgustos. Se había quedado solo en el mundo con Ana María.

Ana María….

El nombre sonoro y amado hizo reacciones su pensamiento hacia el lugar donde se agitaba la enfermita. Allí estaba todo su amor y toda su vida. En la historia de su noviazgo y de su matrimonio se resumía lo único bueno que podía encontrar en la recolección de recuerdos de aquel momento doloroso. Su vida se dividía en dos partes: la primera, turbulenta, inquieta, llena de amoríos fácilmente conquistados con su dinero y su arrogancia; su vida de estudiante que llegara a la Ciudad de México ávido de placeres y los gozara a boca llena; aquella vida por la que habían pasado tantas mujeres como Magdalena González, conocidas en una fiesta, amadas brevemente y perdidas después en la vorágine de placer de la ciudad viciosa y sensual que ha hecho un nuevo estado del “triángulo” amoroso; su vida de hombre pasional y voluptuoso que creía enamorarse de todas las mujeres y a todas juraba amor con igual sinceridad profunda, para volver de cada lance con el desencanto de los que se asoman a todos los corazones y ven que no está allí el amor que buscan; su vida loca, en fin, que hubiera caído en Dios sabe qué simas profundas sino llegara a redimir a Ana María con su amor y bondad.

Toda la segunda parte de su existencia la llenaba Ana María. El mozo libre y voluntarioso comenzó a vivir de nuevo en aquella etapa de infortunio y de amor. La bondad y la virtud de su mujer le abrieron otros horizontes, endulzaron sus tristezas, le enseñaron el áspero y confortante sabor del sacrificio. El cataclismo que había acabado con su carrera, con sus ilusiones y casi con la fortuna de los dos, pues las haciendas heredades de sus padres eran refugio de rebeldes o blanco de las persecuciones de la facción triunfante por haber pertenecido a “reaccionarios”; el desastre que les empujaba a tomar el camino de todos los perseguidos por la revolución, le encontró poseído de una firmeza extraña. Y una mañana inolvidable, que tenía esa claridad radiante de los amaneceres mexicanos, Ana María y Luis, llenos de la confianza y de fe, seguros de regresar pronto a su patria y de poder librar nuevas luchas, habían abandonado su casita de Coyoacán, donde pasaron los dos primeros años de su matrimonio.

¡Cuántos mediaban ya desde aquellos días!... ¡Y qué dura había sido la adaptación al medio extraño! Su primera parada fué en San Antonio, la antigua San Antonio de Bejar, el lugar a donde iban todos los que huían de la revolución mexicana. La ciudad texana, ardorosa y huraña, les disgustó muy pronto. La encontraron llena de intrigas políticas, de espías, de chismorreos revolucionarios y de inquietudes fomentadas por un desesperado deseo de regresar a México en paz, en tanto que la revuelta se prolongaba y mantenía en una tensión angustiosa a los que soñaban con aquel regreso imposible.

Había que pensar en algo serio mientras se aclaraba el horizonte allá abajo del Río Bravo. Con lo que pudo reunir de los maltrechos bienes de ambos, vendidos a cualquier precio por medio de un procurador voraz, compró Luis unas tierras en el Estado de Missouri, casi en los límites de Kansas, a unas cuantas millas de la importante Kansas City y a un paso del poblado de Arley, que era el primer punto de contacto con la agitada vida yanqui.

Todos sus afanes se concentraron en la granja de Bellavista, como había llamado a su nueva posición, fundada por él, trabajada por él, creada por el esfuerzo de sus manos y de su inteligencia que habían tornado productivas unas praderas muertas, refugio en otros tiempos de las tribus indias que los blancos aniquilaron.

Bellavista había sido el primer débil lazo de unión entre la desterrada pareja que no dejaba nunca de suspirar por su rincón nativo, y la tierra extraña que les había brindado un sitio para construir una casa: aquella tierra que se dejaba cultivar y daba la riqueza de sus entrañas para asegurarles porvenir, sustento y reposo. Gracias a Bellavista los Estados Unidos habían dejado de ser el gran país de gesto duro y ambiente triste. Desde que encontraron en la granja la quietud para sus vidas descentradas y el reposo para su querer, se sintieron reconciliados con el país hospitalario. No era, no podía ser una nueva patria, porque las patrias, como las madres; son insustituibles; pero allí, en la soledad de la hacienda el país adquiría el encanto de una isla virgen, sin el ruido de las fábricas ni el anhelo civilizador de sus ciudades indiferentes y orgullosas; proporcionaba, además, un rincón para vivir en paz, y hacía un silencio amable en torno de aquellos dos extraños que apoyados en su propio cariño esperaban siempre el regreso, sin las ansias mortales de los primeros días, pero con la terca ilusión del que nunca renuncia al bien soñado.

Habían sido felices allí. Procuraron rodear sus vidas de cosas nuevas, de otras perspectivas y de otros cariños. Dios no había querido darles hijos, pero ellos repartían su afecto entre la familia que habían formado con los trabajadores de sus tierras, mexicanos todos, y el pequeño Luis, a quien habían recogido de un asilo de Kansas City, dándole nombre y hogar. El muchacho, un mocetón rubio, que llevaba el sello de su extracción nórdica en sus ojos azules y en su piel blanca y fina, pero que había despertado a la vida hablando otro idioma que el de sus padres y aprendido otras costumbres, estudiaba ahora en un colegio de Atlantic City, donde era motivo de curiosidad su nombre: Luis Alfaro y Segovia, pomposo, como el de un “old spanish conqueror”, según le decían burlonamente sus compañeros.

Una racha de viento que entró silbando por la chimenea y aventando las llamas fuera del hogar, arrastró la carta de Magdalena abandonada sobre la mesa de centro del cuarto.

La alucinación desapareció; quedó sólo presente la realidad angustiosa del momento.

Todos sus proyectos, los sueños de los largos años de espera se venían abajo en un momento. La vida rehecha se destrozaba de nuevo. El pasado volvía como un reproche y hacía muecas de alegría impura frente a su dolor sin medida. Sintió nuevamente como en un exceso de pena, la dura sacudida de la suerte. Pensó en la soledad amarga y honda que le esperaba, acaso para dentro de algunos meses o dentro de algunos años, pero siempre demasiado pronto para su anhelo de vivir hasta el fin —un fin remoto y nunca imaginado— junto a la mujer buena, la dulce, la casta, la del amor tranquilo que no cansa, sino que florece y se renueva todos los días.

Su torturado pensamiento quería, empero, escapar de su cárcel de dolor, y ensayaba tristes e inútiles vuelos de pájaro herido.

¿Por qué no había de ser que se equivocara el doctor, un médico de pueblo, empolvado e ignorante, capaz de confundir los síntomas y de dar un diagnóstico erróneo? Llamaría a un especialista de Kansas, llevaría a esa ciudad a Ana María, en cuanto pasara el acceso.

Por natural asociación de ideas, al pensar en Kansas volvió a recordar a la amante olvidada. Él no la quería. No había tenido por ella una pasión de las que dejan siquiera un recuerdo profundo. Dudaba también de la fidelidad de una mujer bonita y amante de galanteos, y de ese amor que pretendía resurgir de entre el polvo de tantos años de inconstancia.

Por otra parte, conocía bien a Magdalena y la creía incapaz de un escándalo. Las amenazas de su carta estaban muy de acuerdo con su carácter bromista y alegre.

Luis juzgó siempre bien liquidado aquel episodio amoroso. Cuando se separaron, mucho antes de que abandonara su país, en una ocasión en que el militar salió de servicio y la aprovechó para una despedida más o menos definitiva, había sido sin escenas violentas ni lágrimas de desesperación.

—¿Volverás? —había dicho ella por decir algo.

—Claro que volveré—había respondido Luis sin pensar que la vida iba a arreglar las cosas de otro modo, pues al poco tiempo abandonó su patria para marchar al destierro.

Y nunca había vuelto a saber nada de ella, hasta ahora que llegaba, con la inoportunidad de un visitante alegre a una casa a donde poco antes se metiera de rondón el dolor.

Que se fuera muy lejos... No quería verla... No la vería... Lo único que le importaba era Ana María.

Desde el cuarto vecino la enferma le llamó con su vocecita débil y agotada:

—Luis... Luis…

Corrió al llamado de su esposa. Tenía ella la mirada vaga de los que deliran. Sus manos abrazaban con el fuego de la fiebre. Dentro de la blancura del rostro, brillaban con fuego extraño los ojos negros, agrandados por el delirio, y en la oscuridad del cuarto, débilmente alumbrado por una veladora eléctrica, se destacaba el blanco marfilino de la hermosa cara de rasgos finos, virginal y dulce, y de las manos que se aferraban a las de su esposo, como buscando un asidero en la pendiente que la empujaba hacia la muerte.

—Creía que me moría hace un momento —empezó diciendo Ana María— pero era en sueños. Tuve la sensación de desprenderme de la tierra y sentí el horror de dejarte. No me siento peor, pero quisiera pedirte una cosa... No te alarmes, pobrecito mío, y perdóname si te hago sufrir.... Quiero que me prometas que si muero no me dejarás en esta tierra que no ha sido mala con nosotros, pero que no es la mía. Llévame a donde seguramente irás tú cuando yo te deje. A Morelia, a Pátzcuaro, a México, a donde yo sienta, después de muerta, que estás cerca de mí...

Tuvo que hacer un esfuerzo Luis para reprimir las lágrimas. Fingiendo serenidad y ánimo, dijo, mientras estrechaba las manos de la enferma y se arrodillaba junto al lecho para estar más cerca de ella:

—Te prometo todo lo que quieras, aunque sean estas cosas inútiles que me pides, porque no estás en trance de muerte; pero ha de ser a cambio de que tengas la tranquilidad que recomendó el doctor... Nada de exaltaciones ni de inquietudes que alteren tus nervios. Ya verás como ríes de tus fúnebres presagios cuando salga el sol y vuelva la salud.

—Puede ser que tengas razón —repuso Ana María— pero ¿por qué siento este frío tan extraño, un frío que me sale de adentro y me llena de congoja?

Recurrió de nuevo Luis al ardid que le facilitaba el tiempo:

—Es que la temperatura ha bajado de una manera espantosa. Mira cómo estoy temblando de frío.

Y Luis había perdido, ante la enormidad de la pena que lo hería, toda noción de las sensaciones exteriores. Podía haberse acostado sobre la nieve sin percibir su frígido contacto; pero temblaba, en efecto, de frío, porque acababa de pasar una racha helada por su anhelante corazón…

II

A picture containing text, book

Description automatically generated

Ilustración: Roberto Silva, La Prensa, 2 de noviembre de 1941, página 28.

La noticia de que “la señora”, como llamaban los trabajadores de la granja a Ana María, estaba enferma, fue pronto conocida en todas las casas humildes que rodeaban el “bungalow” de los Alfaro. Habían visto salir al médico, bien conocido entre ellos por ser él quien los atendía en sus enfermedades; vieron llegar algunas horas después al mancebo de la botica de Arley en el mismo caballo del doctor Morris, a gran prisa, llevando un paquete envuelto en papel verde; y durante la noche, alarmados ya por aquella actividad, estuvieron pendientes de todos los movimientos de la casa de los “patrones” en cuyas habitaciones interiores hubo luz encendida hasta el amanecer y el ir y venir de sombras que trajinaban sin descanso.

Recetó el médico fuertes inyecciones estimulantes que el mismo Luis aplicó y un tratamiento interior para combatir la fiebre y desinfectar el pulmón, hasta donde fuera posible. Durante la noche se había exacerbado la dolencia. La chimenea ardía con un fuego intenso y Ana María no cesaba de quejarse de un frío extraño que la hacía temblar. La vieja Gabriela, la sirvienta, compenetrada ya de la gravedad de su señora no había querido descansar. Iba y venía silenciosamente, limpiándose las lágrimas al entrar al aposento de su ama y dando suelta al llanto cuando se veía sola.

Para Gabriela el mundo se reducía a su señora. La había tenido en sus brazos cuando pequeña, en la hacienda de Ramones de donde no saliera jamás si no hubiera sido porque la “niña” se casó y quiso llevarla de cocinera a su casa de Coyoacán. Todas sus nociones geográficas e históricas concretábanse a la hacienda donde ella misma había nacido, con su “casa grande” imponente y sombría, llena de viejas elegancias que le parecían de palacio encantado; sus enormes trojes que guardaban el maíz de la cosecha, su estanque donde los amos cazaban patos y al que en la tarde bajaban los ganados a beber; los montes poblados de animales bravíos; los potreros inmensos, cercados de piedra blanca que apresaban las manadas rollizas y lustrosas, con su garañón fiero, sus yeguas gráciles y sus potros relinchadores; sus milpas verdes en el verano, color de oro en el otoño y resecas y mondas en el invierno. Fuera de los caminos polvosos que conducían a Pátzcuaro; del viaje que hizo en el tren para llegar a la ciudad de México; de la otra larga caminata, también por tren hacia Veracruz; de la horrible travesía por mar hasta Galveston y de sus viajes finales que había hecho absorta y fastidiada, sin entender de grandezas ni de civilizaciones y siguiendo como un corderillo cansado a sus amos hasta acomodarse, por fin, en la casa de Bellavista; fuera de eso, ella no sabía nada ni de nada quería saber. Donde viviera Ana María, allí debía ser el mundo. Ramones, Pátzcuaro, México debieron de quedarse “por allí”, como decía con un gesto vago poniendo a la altura de los ojos miopes sus dedos temblones y abarcando con ellos la lejanía; “por allí”, “¡quién sabe!”, pero siempre al alcance fácil de un recuerdo único que concretaba todas las reminiscencias de su vida.

A pesar de que percibía instintivamente la gravedad de su señora, no admitía que ella pudiera morir; esto hubiera sido tanto como admitir que el mundo se desquiciara y ella se quedara sola, en medio de las ruinas. Lloraba porque la veía sufrir, porque la oía amar al “gringuito” Luis, al pequeño, desconsoladamente, como si temiera no verle más y porque a pesar de aquel frío desesperante y de aquellas llanuras blancas que ofendían los ojos, la enferma creía ver en su delirio los campos llenos de sol y las calles oscuras y húmedas, bordeadas de árboles, de los pueblos de su tierra natal.

Fueron llegando en las primeras horas de la mañana los trabajadores para cuya comodidad había Luis arreglado un bodegón inmediato a la casa, que hacía de escritorio, de “tienda de raya”, y en donde, en las épocas de recolección se guardaba el trigo y en los inviernos servía de escuela y de centro de reunión, de sala de fiestas y de capilla improvisada para las celebraciones religiosas, sencillas, desprovistas de la solemnidad de la liturgia. Cuando llegaba la Semana Santa o el 12 de diciembre, los labradores, seguidos de sus mujeres y de sus hijos iban a rezar el rosario, en las noches, frente a una imagen del Crucificado o ante un cuadro de la Virgen de Tepeyac.

Ahora venían atraídos por la certeza de que algo grave pasaba en la casa de los “patrones”. Como nunca entraban en ella, por respeto y por la costumbre de detenerse en aquel salón que fungía de medianero entre los señores y sus sirvientes, se fueron reuniendo ahí silenciosos y graves, hablando parcamente de sus preocupaciones al mirarse juntos.

Todos ellos pertenecían a lo que en México ha dado en llamarse la última clase del pueblo: antiguos vaqueros de las haciendas, peones de ínfimas labores, obreros de las ciudades, campesinos que vivieron siempre alejados de la ciudad y en quienes prendió un día la idea de emigrar, atraídos por las noticias de los que habían salido antes y relataban historias fabulosas, de la Jauja lejana donde ofrecían jornales diarios mayores que la paga de una semana en las haciendas, en moneda que valía el doble que la de México y cuyo poder adquisitivo era tremendo porque las cosas costaban diez veces menos que en las tiendas de raya que siempre los habían provisto.

Habían perdido el carácter típico correspondiente a las diversas labores que desempeñaban en su tierra. Apolonio Vallejo cuya voz de falsete hacía contraste con su corpulencia y aspecto grave había sido “caporal” en una finca ganadera del interior y desde niño vistió chamarra de cuero, adornada con flecos del mismo material, pantalones untados a la pierna, chaparreras de vaqueta y gruesos zapatos que se complementaban eternamente con unas espuelas enormes que abrían surco en la tierra. Aquel otro mocetón de bigotes lacios e incierto paso de marino, que hablaba muy quedo y muy despacio, mirando la tierra, como si pensara profundamente lo que decía, había sido panadero y jamás conoció otra indumentaria que los amplios calzones y la camisa de recia manta, la “guaripa”, (el sombrero de ínfimo valor), los huaraches no siempre boyantes y el cotense, que, ceñido a la cintura, suplía la falta de ropa, a veces indecente. Le habían puesto Aniceto Melendez en la pila, pero todo el mundo le conocía por “el Cuervo” mote que se refería al color oscuro de su piel.

No faltaban los “letrados”. Justo Compean, que ilustraba las reuniones con sus relatos y sus consejos fué maestro de escuela rural y a veces juez auxiliar, sin dejar por esto de desempeñar faenas del campo, alternándolas con las de oficinista rústico, encargado de llevar las listas de peones en los ranchos donde servía, y de levantar censos y hacer empadronamientos cuando la ocasión lo demandaba. Había sólido vestir un poco mejor —muy poco—que los peones a quienes mandaba, juzgaba o servía, según la ocasión; en vez de los recios “huicholes” de los campesinos, usó sombrero de palma del mismo tamaño y forma que los otros, pero de manufactura más fina, terno de dril de colores, zapatos, y cuando la cosa apretaba, reloj y corbata. Compean representaba la intelectualidad entre la gente analfabeta. Otros habían sido mineros, de los de sarape de Saltillo, huaraches bordados y pantalón de casimir; obreros de diversas industrias, trajeados de vergonzante y raída ropa de señorito y sombrero de fieltro, comprado todo en las tiendas de viejo; choferes de la ciudad, ajustados ya a las exigencias de la civilización refinada y que los domingos y días de fiesta se confundían con el empleado o el catrín de la clase media.

Ahora, el contacto con otra vida les había uniformado: el maestro de escuela y el indio de las chinampas de Xochimilco vestían de la misma manera, se barajaban bajo su “overol” de mezclilla; su sombrero texano, su camisa de colores vivos y sus zapatos de trabajo. Si en lo espiritual el cambio de país no había ejercido sobre ellos ninguna influencia porque el mexicano no tiene convivencia íntima con las otras razas en los Estados Unidos, en lo material, la democracia americana, que deja sentir su peso igualitario sobre la vida económica de sus cien millones de habitantes, había borrado las diferenciaciones que marcan una variadísima escala ascendente en México, y los había incorporado al ejército de trabajadores manuales, a la gran tropa oscura con esa precisa y matemática nivelación que normaliza todas las posibilidades y le dá un mismo anhelo e igual exigencia a toda la población del gran país septentrional.

Algunos habían venido a la visita con sus mujeres y sus hijos. Aquellas mostraban una ansiedad real y sincera. A pesar de sus sombreros de tosca manufactura que parecían aplanarlas e imponerles la servidumbre de una elegancia a la que no se avenían y que antes les quitaba gracia que dárselas; no obstante que algunas iban vestidas de seda y usaban prendas a las que sólo tienen derecho en su tierra las gentes de otro rango social, seguían siendo las mujeres humildes, las campesinas que soportan la tristeza, la soledad, el hambre, las caminatas y el abandono; las que acompañan a los “juanes“ en las campañas, las que a pesar de lo que digan las democracias, siguen reconociendo la jerarquía de “los de arriba” y la tiranía del matrimonio y la familia.

Y por lo que respecta a Ana María, no solamente reconocían esa superioridad sino también la dulzura y la nobleza de un corazón lleno de virtudes. No había miseria que la “señora” no remediara ni tristeza que no consolara. Solía ir de casa en casa para estar en contacto con los que trabajaban en la granja, repartiendo libros y enseñando las primeras letras a los niños pequeñitos.

Luis Alfaro habría podido tener en su finca todos los trabajadores que quisiera, y lo que lamentaba era verse obligado a rechazar a los que con tanta frecuencia llegaban a pedir acomodo. La fama de Bellavista y de sus bondadosos dueños pronto corrió muy lejos; a veces, “el patrón” recibía cartas ilegibles de gente que solicitaba como un favor ser admitido allí donde no había capataces crueles ni amos irascibles, que a la menor dificultad sacaban el rifle para amedrentar y a veces para matar.

Últimamente, con motivo de la crisis que apuntaba en los Estados Unidos, pasaba por Bellavista una interminable caravana de mexicanos que volvían a su país y se detenían allí con la esperanza de encontrar empleo en aquella finca próspera.

No tenía nada de extraño, pues, que todo el “rancho” viniera a ver lo que pasaba; adivinando, con la medrosa inquietud de los que temen lo peor cuando husmean la desgracia, que ésta fuera y a caer en la buena señora, cuya bondad iluminaba con rayos de amor y caridad sus pobres vidas necesitadas de afectos maternales.

Vallejo fumaba cigarro tras cigarro, y aseguraba sentencioso:

—Ya decía yo que no debía haber salido después de la enfermedadita que tuvo, hasta que pasara este tiempecito tan perro.

—Hasta que pasara... recalcó irónicamente Compean, el maestro de escuela, mientras miraba irritado al cielo gris como si echara de menos los soles ardientes de julio y renegara de la inactividad a que les obligaba el invierno—. No es tan sencillo estarse encerrado un mes o lo que tarde en pasar esta maldita nevada.

—¿Y si no fuera ella la enferma? ¿Si fuera el amo? —arguyó con su voz apagada “el Cuervo”.

Esta suposición le dio un nuevo tinte a la gravedad de los rostros de los trabajadores. No habían contado con esa probabilidad. La pérdida material de su tranquilidad era otra clase de desgracia: suponía dejar Bellavista o esperar nuevos amos, perder también a su señora y no sentir que aquella tierra bondadosa que les daba de comer, fuera la prolongación de su propia tierra, de la que quedaba allá abajo; una tierra donde profesaban su misma fe, hablaban su propio idioma y donde la frialdad del oro extraño, que a veces hace sentir su dureza, se atenuaba con la tolerancia amable de quienes lo pagaban y le infundían el calor que da la hermandad de la raza y la paridad de los espíritus.

—No, no es el amo— aclaró Balbina, la mujer de Compean—. Él era de los que trajinaban anoche. Yo estuve fijándome para ver si descubría de quiénes eran las sombras que pasaban por la ventana del comedor, y pude “devisar” la de don Luis.

Las demás mujeres se concretaban a suspirar y a decir en son de protesta.

—Nomás eso faltaba, que se nos fuera nuestro consuelo:

—Dios no lo permita.

—Si yo todavía la vi el sábado, con su carita de Purísima, un poquito descolorida, pero con trazas de estar ya muy en salú…

Ilustración: Roberto Silva, La Prensa, 2 de noviembre de 1941, página 30.

El ruido de una puerta que abría en la parte trasera de la casa precisamente frente al salón de los trabajadores, cortó todas las discusiones e hizo volver la cara a los de la reunión.

Era Gabriela, que venía a darles noticias. Con grandes esfuerzos, porque sus piernas cansadas ya no eran capaces de ninguna gallardía, atravesó el patio hundiéndose hasta el tobillo en el colchón blanquísimo que formaba la nieve. Cerraba los ojos para recoger la visual y distinguir la puerta de la bodega que servía de punto de referencia y permitía seguir el pasillo de madera que facilitaba el acceso entre los dos lugares. Traía huellas de llanto y el gesto de cansancio de los que han pasado la noche en vela.

Se asomaron a la puerta los labradores para preguntar:

—¿Qué hay? ¿Qué pasa? ¿Quién está enfermo?

—La niña, exclamó con un gemido la criada.

Pero luego, reprimiéndose, y como arrepentida de tan significativa manifestación de dolor, agregó:

—El amo asegura que la enfermedad no es de cuidado, y me encarga que les diga que dispensen que no pueda venir, porque “orita” le está dando sus medicinas a la señora; que les agradece su visita; que si llega a ofrecerse algo; él los llamará.

Otra explosión de llanto interrumpió el recado de la vieja; los visitantes no podían compaginar las seguridades que les daba Luis con la desolación de la criada.

—Si la señora no está muy enferma, entonces ¿por qué llora usted, Doña Gabriela? —interrogó desconcertada Balbina, una robusta y bien plantada campesina que parecía compartir la superioridad intelectual de su marido.

—Um… criatura, dijo entre sollozos Gabriela. Es que cuando se hace uno viejo, todo se vuelve lágrimas y ya no ve más que cosas tristes por todas partes. Además, me da mucho dolor mirar cabizbajo a mi amo, a la niña delirando por su güerito y por su casa de México, y me da también quién sabe qué, vernos aquí como perdidos, en estos llanos blancos, que parecen las sábanas de la muerte y mirar a la niña solita, sin nadie de su parte más que su esposo. ¡Nosotros qué hemos de ser para ella tan consentida y tan mal acostumbrada a que se le rodeara su cama de gente cuando se enfermaba…!

Las mujeres se limpiaban las lágrimas con el pañuelo; los hombres se habían puesto hoscos, con ese instintivo gesto mexicano de defensa contra el dolor, su viejo conocido, y también como con una máscara de resignación que en todas las horas de sufrimiento tan frecuentes en su vida, subía a sus rostros para darles siquiera el arma del estoicismo y tornarles impenetrables y fríos.

—Ya verá cómo se alivia la señora; —dijo Compean por decir algo y por consolar a la criada.

—Oh, sí seguro, —terció “el Cuervo” pausadamente, y luego, como quien dá un fallo, miró hacia arriba consultando al cielo, y exclamó: —Estamos en marzo y el día menos pensado se abren las nubes, sale el sol, se acaban las nieves y salimos a trabajar, se anima esto y se alivia la señora. Lo que ella tiene, ya se lo he echado yo de ver: es lo de los pajaritos cantadores que se mueren en la jaula. A ella le gusta el campo, el aire libre, bañarse en el río y no parar de aquí pa allá… Le falta el sol, —concluyó Meléndez suspirando fuerte y como queriendo increpar al astro del día por su parsimonia.

Las palabras optimistas del muchacho obraron mágicamente en los espíritus sencillos de aquella gente que con un ligero soplo se inclinaban a los más encontrados sentimientos. La promesa del sol había sido un feliz anuncio. Cuando él saliera, en efecto, se acabaría la tristeza de los largos meses de encierro y todo se tornaría alegre.

Levantáronse de sus asientos y se despidieron de Gabriela.

—Dígale al amo —recomendó Vallejo— que vea en qué podemos servirle.

—Sí, sí, dígaselo, —afirmaron los otros.

Sobre la puerta de salida, una imagen del Redentor del mundo abría sus brazos en una suprema expresión de dolor.

Las mujeres se arrodillaron ante ella, y se signaron devotamente.

Una de ellas propuso:

—Un Ave María por la salud de la señora...

El numeroso grupo arrodillado en derredor de la mujer de Vallejo, que llevaba la voz, musitó con monótona entonación las plegarias cristianas.

Volvió a soplar un aire de tristeza sobre la reunión; la angustia que salía del cuarto de la enferma, se prolongaba ahora hasta la improvisada capilla de los campesinos, cuya actitud de ruego denunciaba el peligro ojo que se cernía sobre la casa de los Alfaro.

III

Como un saludo a la vida, fué el grito que arrancó a Ana María el primer rayo de sol.

Se incorporó en su lecho galvanizada por la mágica aparición.

—Mira… Míralo por fin, —exclamó con toda la fuerza de sus débiles pulmones, llamando a Luis que conversaba con el médico en el cuarto vecino.

El doctor Morris había seguido visitando diariamente a la enferma, durante aquella larga semana de inquietudes y tristezas en que todo parecía conjurarse para agravar el mal.

—Tenemos que levantar el espíritu que está muy decaído—, era la constante preocupación del médico, quien, por lo demás, empezaba a dudar de su diagnóstico del primer día. La fiebre no había cedido, y el estado de postración continuaba, pero la tos no era ya tan persistente y a medida que disminuía, se hacía más difícil precisar la presencia del foco infeccioso que creía haber descubierto en su primer examen. Sin abandonar la idea de que fuera aquél un caso de tuberculosis, creía prudente esperar a una exploración clínica más concienzuda, con mejores elementos que los suyos, para afirmar su fallo o retirarlo. Pensaba que pudiera ser un desgaste nervioso agravado por la debilidad que dejó la enfermedad anterior y sostenido por todos aquellos elementos que concurrieron en tan difícil momento a minar el organismo: la ausencia del pequeño, la nevada que confinaba en su casa a la enferma y parecía querer sepultarla en vida, y la tristeza del exilio, siempre latente, pero que en tales circunstancias se exacerbaba y se reconcentraba en una gota de amargura que venía a rebosar el vaso.

Confiando en la virtud del sol, que llega como heraldo de la primavera a los lugares donde el invierno es una nevada continúa, el médico había puesto toda su esperanza, como “el Cuervo”, en la terapéutica del astro que le da vida a la tierra. Se había concretado a seguir combatiendo la fiebre y a vigorizar la agotada economía de la enferma, mientras era posible transportarla a Kansas City.

El día anterior se precisaron los primeros signos atmosféricos que anunciaban un cambio. Corrían las nubes por el cielo plomizo como ejército que recibe órdenes de abandonar un campo para ir a combatir otro muy lejano. El viento soplaba con mayor violencia y los copos de nieve eran más escasos y de menor volumen.

Morris había salido de Arley en la madrugada y con sus conocimientos de hombre de campo a quien la experiencia enseña muchas cosas, había profetizado que muy pronto cesaría aquella última acometida del invierno.

Llegó pues, de muy buen humor —cosa rara en su manera de ser sajona, casi fúnebre— y por primera vez tuvo unas palabras de estímulo sincero para su enferma. Le habló con su escaso repertorio de español aprendido de los trabajadores mexicanos de su clientela, asegurándola que pronto podría levantarse.

—¿Me encuentra usted mejor? —preguntó Ana María llena de esperanza.

—Oh, yes...

Y el gran médico, el sol, llegó un poco más tarde. El primero de sus rayos mañaneros, había ido a dar, casi horizontalmente, al lecho de la enferma.

Por la ventana semiopaca podía apreciarse el espectáculo divino de la naturaleza aletargada que recibía un nuevo aliento de vida. El sol tornaba color de rosa las inmensas blancuras del panorama. Había cesado de nevar, y unas cuantas nubes rezagadas, corriendo en loca fuga hacia el norte, hacían que fuera más azul la comba del infinito, por la fuerza del contraste. Los árboles, agobiados todavía con su albeante carga, balanceaban sus ramas agitadas por el viento, como queriendo desprenderse de ella; el humo que salía por las chimeneas de las casas diseminadas en torno de la de los Alfaro, se elevaban también alegremente hacia el sol, hacia el azul del cielo, buscándolo para confundirse con él.

Un gorrión que se había defendido de la nevada en los aleros de la casa, ensayó un tímido canto.

Ana María volvió a llamar a su esposo. Llamó también al médico con una alegría infantil, desconocida:

—Ya salió el sol... vengan a verlo.

Acudieron presurosos los dos hombres. El médico traía una amplia y rara sonrisa en su rostro grave. Luis rió también por primera vez después de aquellos interminables días de tortura, y se puso a contemplar la aparición del astro, como si fuera un espectáculo nunca visto. La enferma seguía incorporada, para recibir mejor el rayo que la visitaba.

Su esposo se volvió hacia ella llena de esperanza, con el mismo gesto de regocijo y de sorpresa que debieron tener los que presenciaron las milagrosas resurrecciones que obraba el Nazareno.

No se atrevía a preguntar nada por no romper el encanto de aquel minuto tan lleno de esperanzas; pero Ana María se encargó de confirmar las presunciones del médico que ya le había hablado a Luis de la influencia que pudiera tener en el estado mental de la enferma un cambio de temperatura y de panorama.

—Me siento mucho mejor. Me hace mucho bien este agradable rayito que me envuelve.

El doctor Morris se acercó a examinarla después de calentarse las manos en la llama de la chimenea, pues el frío era más intenso que nunca, y el calor que Ana María creía sentir, una pura ilusión.

Sólo unas cuantas horas antes la había reconocido, pero se advertía tal cambio en el rostro, pálido y exangüe hasta entonces, y ahora iluminado por un ligero toque carmíneo, que el médico no resistió a la tentación de verificar de cerca el milagro.

El organismo sentía en efecto, el alivio que había recibido la mente. Era un buen indicio. Acaso fuera el principio de una mejoría efectiva, pero el doctor no se atrevió a asegurárselo a Luis, cuando este le pidió su opinión.

—Hay que esperar, amigo, hay que esperar, hasta que la vean en Kansas. Sigo teniendo mis temores, y ojalá que los rayos X me desmientan.

—Pero, ¿este cambio tan repentino y halagador no le basta para desechar de plano su pronóstico?

—¡Oh no, usted no sabe lo que puede influir en una situación como ésta una buena noticia, una perspectiva agradable, que incline al optimismo. Se dijera que todos los síntomas del mal huyen como aves nocturnas heridas por la luz del sol, pero la enfermedad continúa su obra devastadora y silenciosa en las cavernas que labra sin descanso.

La esperanza, empero, es una deidad terca, que no se va tan fácilmente una vez que la hemos admitido. Ana María y Luis confiaban ya ciega y secretamente en el milagro patente con el repentino cambio de la naturaleza.

Mientras tanto, el sol, libre de obstáculos, pues las nubes iban despejando completamente el horizonte, se elevaba magnífico hacia el cénit. El doctor se había quedado más tiempo que de ordinario en Bellavista, para gozar del soberbio espectáculo, y hacía planes con Luis para el transporte de la enferma, en cuanto pudieran transitar automóviles por los caminos.

Los trabajadores empezaban a salir de sus casas y venían a la del “patrón”, a saber como todos los días, de la salud de la señora, pero esta vez no se congregaban respetuosos y melancólicos en el granero; habían visto que Luis y el médico sacaban del interior de la casa los cómodos sillones de pórtico, guardados durante el mal tiempo y reintegrados ahora, como indicio cierto de la llegada de la primavera al lugar donde los señores, en las calurosas tardes del estío iban a buscar aire y a charlar largamente; habían observado el ademán jovial y tranquilo de los dos hombres a quienes más interesaba la salud de la enferma y se hicieron a ellos mismos la concesión de infringir las reglas de la tediosa temporada, en honor del acontecimiento.

Luis les confirmó lo que ya suponían: la señora había mejorado notablemente, y estaba muy alegre desde que no nevaba.

—Dios lo quiera... iban repitiendo como un eco, todos los que oían la halagadora nueva, y se marchaban a llevarla presurosos a sus casas.

Gabriela había salido también de su agujero y bailoteaba de gozo a pesar de sus reumáticas piernas, mirando animada a Ana María.

—Ya te lo había dicho yo, criatura del Señor —clamaba gozosa, tuteando a su ama como lo hacía únicamente en los momentos de íntimo regocijo— ya te había dicho que mi Señora de San Juan haría el milagro.

Ana María contemplaba embriagada la llanura inundada de nieve y de sol.

Como todos los que han estado en trance de muerte y encuentran al fin un escape salvador, sentía ahora la inefable dulzura de vividor. Por primera vez le pareció que su juventud había discurrido lenta y pálidamente, que la había gastado en un paréntesis, en una espera anhelosa, lejos de los sitios amados, de los aires nativos, y de todo cuanto podía hablar a su espíritu y a su sentimiento.

El amor de Luis llenaba su corazón y su vida, sin duda alguna, pero ¿no habría sido más dulce quererse dentro de aquellas decoraciones amables donde se habían conocido, allá donde el aire siempre es tibio y no quema en verano ni congela en invierno, en aquellos sitios donde viviera tan feliz sus más bellas horas?

¡Tantos años escondida, enterrada en aquel fin del mundo! ¡Qué ansias de levantarse y volver a México, de recorrer la casa de Valle Umbroso, aunque ya no fuera suya, de volver a vivir su vida antigua!

El paisaje empezaba a animarse. Descubríanse pequeños puntos negros que se movían a la distancia, entre la blancura de la nieve. Por los espacios que dejaban los cortinajes de la ventana, vio venir Ana María a un jinete. Todo le llenaba de alegría ahora, como a una chiquilla.

Llamó de nuevo a Luis para darle la noticia:

—Mira, ya vienen a visitarnos —dijo señalando al hombre montado que cada vez se acercaba más.

Llegóse Alfaro a la ventana, para ver mejor.

—Es Pantusa, el vecino —dijo—; debe de venir a informarse de tu salud. Varias veces ha mandado recados con sus trabajadores.

Pantusa —Cesare Pantusa, un italiano nacionalizado americano—era amigo y vecino de los Alfaro. Tenía como ellos, una pequeña propiedad agrícola donde cultivaba trigo y maíz, los únicos productos de aquella región. Llevaba relaciones casi cordiales con ellos, pues por afinidad racial se sentía más cerca del matrimonio mexicano que de sus nuevos hermanos de nacionalidad.

Cuando podía, hablaba mal de éstos con su locuacidad meridional, y en una jerga en que se mezclaban los tres idiomas: el suyo, el español y el inglés, pésimamente parlados los tres:

—Questo people, Siñor, questo people...

Era “americano” sin embargo, por los cuatro costados, cuando estaba con la gente del país y discutía con ella los problemas nacionales. Arraigado profundamente en el Nuevo Mundo, no pensaba volver nunca a su aldea veneciana, de donde le arrojó la miseria.

Había luchado fielmente, como todos los europeos emigrantes, para conquistar la fortuna, y ahora que poseía ya un pedazo de tierra, tenía dinero en el Banco e hijos que los ligaban a su nueva patria, se abrazaba con vida y alma al país maravilloso que todavía se dejaba conquistar por los que en Europa, con el mismo esfuerzo, apenas pueden conseguir el mendrugo de la diaria subsistencia. Luis Alfaro se pasaba las horas muertas oyendo contar sus aventuras, sus trabajos, sus afanes, que no eran otra cosa que la repetición de otras tantas historias desarrolladas y renovadas sin cesar en las playas ardientes, en los campos ávidos de cultivo, en las ciudades de actividad febril, en construcción eterna, de la república yanqui. Como a un conjuro, con la plática del italiano, se levantaba la ola de la migración europea que viene a buscar el vellocino de oro, y realiza el milagro de labrar al mismo tiempo que la fortuna de cada emigrante, la riqueza fabulosa de esa Norteamérica, alquimista gigantesca, que torna en oro el sudor de la frente y la fatiga de los pechos. Oyéndole hablar, se adivinaba, más que entender, su pintoresca historia. Se le veía llegar a Nueva York en el enorme trasatlántico con sus bodegas abarrotadas de gente pobre que concurría a la conquista de los dólares, esperando encontrarlos tirados por las calles o saliendo a torrentes de los próvidos senos de la estatua de la Libertad. Sentíase congoja con sus relatos dramáticos, que referían el dificultoso paso de aquella tropa miseria por la criba de la migración americana en Ellis Island, donde se quedaban muchos que no llenaban los requisitos de admisión y tenían que regresar a su tierra ingrata después de haber gastado todo lo que poseían, hasta lo que había producido la venta de la casuca aldeana y del mobiliario pobrísimo.

Pantusa había entrado con mejor pie a los Estados Unidos. Vino solo, fugado del hogar paterno donde quedaban los padres ancianos al amparo de otros hijos. Trabajó en oficios bajos entre sus paisanos del barrio italiano, que le recordaba las grandes ciudades de su país a fuerza de amontonarse en él los “macarroni”, como les llamaban despectivamente los americanos, habían logrado darle carácter. Cualquiera hubiera dicho que se habían transportado, a través de las azules aguas del Adriático o de las mansas olas de mar Tirreno, las secciones comerciales de Pisa o de Milán; la única diferencia eran los edificios mucho más altos, la vida más activa, por el contagio de la norteamericana, y el ambiente más árido. Todos tenían aquí la fiebre del oro; se había acabado la indolencia latina, el “dolce far niente”, las serenatas a la luz de la luna, las canciones y amoríos. El Banco, el ahorro, el sueño del millón, del automóvil resplandeciente, de la fortuna lograda en cualquier forma, a puñetazos, como Dempsey o cantando óperas como Caruso, era la obsesión de aquellos hombres, que, mientras llegaba la hora de la riqueza, vivían pobremente, como en su tierra, en edificios como palomares, donde se encerraban mil familias, cuidando sus tiendas llenas de artículos traídos de Italia, regenteando sus propios restaurantes, siempre llenos de italianos, sus peluquerías, todos los servicios para el uso de la colonia, que era primer escalón para emprender la cuesta arriba hacia la riqueza.

César recorrió peluquerías, restaurantes, tiendas de “objetos de arte” y cuanto establecimiento quiso admitirlo. Así pasó los primeros años —había llegado de quince a los Estados Unidos— hasta que decidió salir de aquel pozo, y marchar al Oeste donde la agricultura ofrecía grandes perspectivas. En California trabajó al lado de un compatriota suyo que se propuso ayudarle. Tenía éste grandes viñedos y extensas huertas donde cultivaba legumbres para el consumo de la ciudad Los Ángeles.

Allí se enseñó a trabajar y a ahorrar. Al cabo de cuatro años, a los veintidós de su vida, y después de pasar los trescientos sesenta y cinco días de cada uno de ellos sobre los surcos, primero, y después cuidando a los trabajadores, logró reunir unos cuantos miles de dólares, con los que ya podía intentar una aventura por su propia cuenta. Le dijeron que en Kansas era fácil adquirir medio Estado con un poco de dinero, y se fue a Kansas, a un punto inmediato a Bellavista, donde comenzaba a ser muy intenso el cultivo del trigo.

Sembrar y cosechar: ese era todo el trabajo que exigían las tierras del nuevo colono. La campiña lo daba todo de sí; las nevadas preparaban las sementeras, almacenando humedad en ella, hasta la época de la siembra. En unos cuantos años el Pantusa pobretón se hizo rico y se casó con una muchacha hija de alemanes, del poblado de Arley.

Tenían tres hijos, Yolanda, Catalina y Humberto, que pertenecían al clásico tipo norteamericano, al de la “girl” airosa, bien formada, de andar firme y carácter independiente y voluntarioso, y del “boy” atleta, educado en el culto idolátrico de los Estados Unidos “el primer país del mundo”; el tipo que lleva en sus ojos y en su porte el orgullo de pertenecer a una raza que se juzga a sí misma superior a todas las otras razas de la tierra. Eran el producto del “melting pot” que no logra absorber del todo a los extranjeros emigrantes, porque sobre todas las leyes sociales están las de la naturaleza, que mantienen ligado al hombre con la cadena del recuerdo y de los afectos a la tierra que le vio nacer, y sólo logra el “specimen” puro hasta la segunda generación. Eran ya de los que acuden a las escuelas donde se les enseña una historia poblada de héroes legendarios, y donde les forman el cuerpo y el alma, con la gimnasia que desarrolla los músculos, y con los convencionalismos yanquis, que engendran el orgullo de la raza nueva, el productor puro del famoso “melting pot”...

A veces cuando Pantusa venía con toda su familia a la casa de los Alfaro, el espíritu observador de Luis presenciaba de cerca el fenómeno de la formación de la nacionalidad norteamericana en aquel conjunto de aspiraciones disímbolas, encaminadas al cabo, por ley de vida, hacia la “norteamericanización”. Quedaban en Pantusa los resabios de latino trasplantado a la gran fábrica de energía que se llama los Estados Unidos; del europeo que cuando en cuando protesta por la aridez del vivir, parejo y monótono; por las costumbres, excesivamente puritanas a veces, y demasiado libres en otras; se revelaba en la señora Pantusa la sajona que considera arribistas y rastacueros a los americanos, la alemana que no podía olvidar la reciente derrota de la última guerra, sufrida por sus paisanos; y entre explosiones cadenciosas de un inglés que surgía dulce y suave, como sabroso chianti, de los labios de Pantusa, y gritos guturales de la “frau”, que clamaba contra Mr. Wilson y contra los periódicos que ridiculizaban a los soldados del Kaiser poniéndose de cobardes y crueles que no había por dónde cogerlos, los Estados Unidos salían terriblemente mal librados de las pintorescas pláticas que entablaba el matrimonio con Luis, y que Ana María escuchaba sonriente y silenciosa, ajena en cierto modo al sentido de la jerigonza internacional, pues adivinaba más que entendía lo que decían los visitantes.

—Que vayan a Italia a ver arte y palacios y riquezas monumentales y suntuarias, decía Pantusa…

—Alemania les dará todavía mucho qué hacer; ya vendrá la revancha y acaso veamos a nuestros enemigos de ayer vencidos y nuestras provincias recuperadas... ¡Ah! si no hubieran entrado los americanos a la guerra…

Y al decir esto resoplaba ira toda la humanidad de la señora Pantusa, que se ponía más encendida que de costumbre.

Callaban, sin embargo, en súbito y mutuo acuerdo de respetar los sentimientos patrios de los chicos, cuando éstos venían acompañados del pequeño Luis, a aumentar la reunión. Hablaban los muchachos con satisfacción candorosa, por lo intensa, de la última hazaña de Babe Ruth, el famoso jugador de baseball, que se ganaba miles de dólares devolviendo una pelota; de las proezas de los boxeadores que cobraban millones por una exhibición, y de los progresos de la marina americana que en las estadísticas mundiales podría ocupar un segundo lugar comparada con la de las otras potencias, pero que en la exaltada imaginación de los muchachos era indiscutiblemente la primera, la única, la invencible.

Al mirar su entusiasmo y la sincera manifestación de su orgullo, que se completaba con el gesto altivo y gallardo de sus juventudes bien cultivadas, hermosas y fuertes, los Pantusa se miraban tímidamente y rectificaban en silencio sus anteriores juicios. Parecían decir al bajar, confusos, los ojos:

—Después de todo, los muchachos tienen razón. Debe de ser, en efecto, un gran país el que nos dió la fortuna que gozamos y nos moldeó en su recio patrón a estos hijos.

Callaban también o se abstenían de murmurar cuando se encontraban en la casa de los Alfaro con los otros vecinos, agricultores también, que poseían tierras en aquellos lugares; un francés solterón y entrado en años, M. Martin, y un matrimonio de polacos, los Markowsky, que sólo hacían visitas de cortesía, reconociendo la superioridad social e intelectual de Luis y de su esposa, a quienes trataban con excesivo respeto.

Desconfiaba Pantusa del francés y de los polacos. M. Martin era más comunicativo que éstos últimos, pero mantenía sus relaciones dentro de una tirantez casi diplomática, de una cortesanía ridícula y exagerada que irritaban al italiano y a su mujer. Antes de que los Alfaro se instalaran en Bellavista, apenas se trataban entre sí los otros vecinos. Los nuevos colonos, afables y atrayentes, intensificaron la vida social de aquel reducido grupo de propietarios, de caracteres y tendencias tan diversos.

Pantusa demostraba ahora su cálida simpatía por los Alfaro, viniendo en persona a saber de la salud de la señora, en cuanto se había despejado el cielo. Aquella manifestación era más significativa si tenía en cuenta que nadie sabía ciertamente de la gravedad de la enferma. El italiano se enteró, debido a que el doctor Morris pasaba en sus frecuentes viajes, frente a su casa, situada en el camino que conduce a Arley, y le había informado, sin decirle toda la verdad, del estado de la señora de Alfaro.

Salió Luis a recibir al italiano, que desmontó frente a la casa.

—Oh, muncho fredo —exclamó el recién llegado, con grandes resoplidos, mientras saludaba con su acostumbrada efusión al doctor Morris y a Luis.

—¿Y la signora? Mrs. Pantusa hubiera querido venir a verla antes, pero ninguno de los había andado bien de salud. ¿Se le podía ver? ¿Podría hablarle? le traía muchos recuerdos de Victoria, que se prometía hacerla una larga visita el primer día que hubiera manera de sacar el “Ford”. Ella tenía unas ganas locas de platicar con Mrs. Alfaro, después de aquellas terribles semanas de encierro en que hasta el cartero dejaba de venir algunos días, y no tenían ni el consuelo de saber a menudo de los chicos, quejosos también de sus colegios de Indiana, metidos hasta la mitad entre la nieve.

Y hablaba, hablaba sin descanso, sin dejarles la palabra a los otros, ni hacer caso de la burlona sonrisa de Morris ni de los intentos de Luis para responder a sus interminables preguntas.

Nunca habían tenido mejores perspectivas que ahora, seguía diciendo el italiano. Era apenas en abril, y ya podían contar con el buen tiempo. Precisaba pensar en los preparativos de las tierras, que bien darían una cosecha de maíz, antes de sembrarlas de trigo, por agosto o septiembre. Ningún año tuvieron una oportunidad igual. Y luego, con los precios fabulosos que estaba adquiriendo el cereal…

—Nos haremos ricos, Mr. Alfaro, nos haremos ricos, concluyó al fin, entre grandes risotadas. Y luego, reprimiéndose y desconcertado por haber impedido, con su charla, recibir las noticias que iba buscando, insistió:

—¿Y la signora? ¿Mrs. Alfaro?

Se tranquilizó al saber que estaba mejor aunque todavía guardaba cama. Sentía no poder verla para darle personalmente los recados que traía, pero confiaba en que pronto se reunirían en una comida solemne para celebrar su restablecimiento y el cambio del tiempo.

Luis asentía a todo, con la secreta esperanza de quien, cogido por el optimismo de un momento, arregla las cosas a su modo y se empeña en rechazar los temores del día anterior.

¡Cambiaba de tal manera la decoración viéndolo todo a la nueva y radiante luz de aquel día y con la presencia de un amigo que hablaba confiadamente del porvenir!

La llegada de los otros vecinos vino a desvanecer el resto de sus pesadumbres. Aparecieron Markowsky y M. Martin en sendas cabalgaduras y cubiertos con gruesos abrigos. Conocíase que todos querían disfrutar, como de una fiesta, de aquella mañana clara, precursora de una agradable estación. Aumentaron la reunión después de amarrar sus caballos en el cobertizo frontero a la casa. Markowsky era un hombre entrado en años, excesivamente serio. Los padecimientos o los desengaños habían dejado en su rostro profundas huellas, y su cara rubicunda, cubierta de una barba entrecana, rara vez retrataba sus sentimientos. Lo único que le daba vida eran sus ojos grandes y expresivos, pero velados frecuentemente por un parpadeo continuo, que terminaba siempre fijando la vista en el suelo.

El francés, pequeñito, rubio de cara triangular y gesticuladora tenía una movilidad semejante a la de Pantusa pero más elegante y urbana. Decíase que había sido ayuda de cámara y desempeñado oficios que le pusieron en contacto con la gente del gran mundo y por eso aportaba una actitud de respetuosa elegancia cuando se veía en alguna reunión, por sencilla que fuera. En cambio, en esas mismas ocasiones, manifestaba un marcado desdén por los que, a su manera de juzgar, pertenecían a una clase social inferior a la que él había conocido en sus andanzas lacayunas. Markowsky, que era el tipo del campesino vasto, de movimientos torpes y de pocas palabras, sentía sobre sí la mirada dura del francés cuando solían comer juntos en la casa de los Alfaro. Cuando se encontraban en el campo era otro el tal M. Martin. Trataba a Markowsky de igual a igual, como los grandes señores que no desdeñan a sus inferiores fuera del rígido ambiente social.

A Pantusa le hablaba con menos arrogancia porque el italiano, con su garrulería, se había hecho simpático a Luis y este le demostraba gran preferencia. El francés se inclinaba ante aquel capricho de Monsieur Alfaro, como debió de haberse inclinado en otros tiempos ante los más insignificantes deseos de sus amos.

Trajéronse sillas para instalar la tertulia en el porche. En cuanto supo el francés que la señora dormía, pues Gabriela vino con esa noticia, rogó a todos que bajasen la voz para no molestarla. Luis aseguró que no habría tal molestia porque la habitación de su esposa se hallaba alejada del sitio donde se encontraban.

M. Martin no cesaba de lamentarse. —¡Qué desgracia! y nosotros sin saberla… decía el francés retorciéndose exageradamente las manos. Pero ya saben ustedes —agregó— cuán perezoso se pone uno para salir de su casa con ese tiempo. De habernos enterado ¿verdad Mr. Markowsky? hubiéramos venido a ver a nuestros queridos señores y a ponernos a sus órdenes.

Terminaba con una gran reverencia, poniéndose la mano en el pecho.

Markowsky se limitaba a asentir, con plúmbea gravedad. Conservaba en esto cierta semejanza con el doctor Morris, quien, acostado casi en un sillón, con los pies sobre la barandilla del pórtico miraba ya con aire aburrido el paisaje pues su admiración no le concedía mucho tiempo a ningún espectáculo.

Por primera vez se reunían al cabo de la última nevasca los habituales contertulios de las reuniones de los Alfaro. Eran los que casi siempre se sentaban a la mesa de los señores de Bellavista o asistían a las sencillas fiestas que se daban allí. Faltaban únicamente las señoras: la robusta alemana Pantusa, la polaca Markowsky, tan seria y hosca como su marido, y Ana María cuya hermosa juventud y airoso porte imponían siempre la superioridad de la distinción.

Al cabo de un rato de conversación el francés dió su habitual lección de buenas maneras, diciendo que no era conveniente prolongar la visita y rehusándose a aceptar el almuerzo que les ofrecía Luis, porque la querida señora no tardaría en reclamar la presencia de su esposo.

Se deshizo en un momento la reunión. Prometieron volver con sus mujeres Pantusa y Markowsky cuando la señora estuviera en condiciones de recibir sus respetos. Alfaro les prometió tenerlos al tanto de todo y vagamente les hizo saber del probable viaje a Kansas, en busca de mejores cuidados.

Era cerca del mediodía.

El calor del sol empezaba a derretir la nieve, y aquí y allá, en los lugares prominentes asomaban las manchas negras de la tierra mojada. Los rojos techos de las casas se libraban a gran prisa de su albeante carga. Chorreaba el agua por los vertederos haciendo un ruido que, no obstante su monotonía, alegraba el corazón después del silencio profundo de los días anteriores.

Ana María reposaba con sueño tranquilo cuando Luis entró a verla después de despedir a sus amigos. Junto a la cabecera de la cama, Gabriela, sentada, cuidaba de la enferma con maternal embeleso.

—¿Hace mucho que duerme?

—Desde las diez más o menos.

La criada había corrido las cortinas, Hallábase la habitación sumida en sombras. Se destacaba entre ellas el rostro aristocrático de la señora que no le parecía ahora a Luis el de un ángel que quiere emprender el vuelo, sino el de un ser extrahumano que se incorpora a la tierra y descansa después del largo viaje sideral.

¿Se haría el milagro?

Kansas adquiría la forma de una esfinge cruel.

¿Qué le respondería cuando fuera a ella a preguntar por la vida de su amada y a deshacer el peligro con que le amenazaba la importuna amante?

Volvió a salir a la luz, en un instintivo anhelo de que se despejara de dudas su corazón como se había despejado de nubes el cielo.

IV

Ilustración: Roberto Silva, La Prensa, 16 de noviembre de 1941, página 29.

Entró el tren resoplando y con gran estruendo de hierros y cristales a la gran estación central de Kansas City, fabuloso centro ferrocarrilero adonde convergen muchas líneas de las que cruzan en toda su extensión la república yanqui.

Bajo la inmensa bóveda vidriada, que dejaba pasar los últimos rayos del sol de la tarde para alumbrar el espectáculo de la actividad febril de un pueblo que todos los días se transporta de un punto a otro del país, movíanse los viajeros recién llegados con la seriedad parsimoniosa que distingue a los norteamericanos.

El hormiguero humano que abandonó los elegantes coches del tren que jadeaba todavía como si tomara alientos para seguir su viaje, fué a confundirse con el hormiguero de los que esperaban: choferes de taxis de alquiler, uniformados con trajes color de aceituna, ofreciendo sus servicios a porfía; agentes de hoteles que anunciaban las excelencias del suyo; policías circunspectos y ceñudos que examinaban insolentemente a dos viajeros como si por fuerza debiera venir entre ellos algún delincuente, y una que otra persona que buscaba con ávidos ojos al recién llegado. La gran mayoría de los pasajeros pasaba sin poner atención a los que se saludaban tras larga ausencia y a las solicitaciones de los que ofrecían sus servicios; a todo lo que no fuera el asunto concreto que les había hecho correr a Dios sabe cuántos miles de millas y hacia el que marchaban maleta en mano con la mirada fija; como si lo vieran desde lejos y les absorbiera el pensamiento.

En esa multitud que llegaba, como la corriente de un río que afluye a un mar, advertíase la indiferencia de todos los conglomerados humanos de la tierra anglosajona, donde cada individuo parece hallarse solo entre los mil que le rodean, y hace en su derredor el vacío para todo lo que no sea el objeto que le mueve.

En nuestros países latinos, de gentes encariñadas con el terruño, para quienes los viajes significan dolor y melancolía, las estaciones de ferrocarril están llenas de la emoción de los adioses y de la alegría de los regresos. Se entra en ellas sintiéndose un poco de la ansiedad que flota en el ambiente y que dejaron los que vieron partir al ser querido o lo esperaron con ojos anhelantes. Como nosotros, con muy pocas excepciones sólo viajamos por necesidades amargas, y como dondequiera que vamos dejamos afectos hondos, el momento de partir o el de regresar es momento de intensas emociones.

Nada de eso se veía aquí; el viajar es una manera de vivir del pueblo yanqui, hecho al tráfico intenso, a la actividad febril, a los cambios rápidos de vida y a un ir y venir inacabable. Esos que llegaban ahora, irían después, a uno de tantos hoteles palomares, que alojan a la enorme población flotante de las ciudades; al negocio, a vender sus géneros, a seguir su eterno viaje por calles y plazas, prolongación de las paralelas del ferrocarril en lo de ser vías afanosas de un caminar sin fin.

Cuando la estación quedó descongestionada, una ambulancia que había sido mandada preparar por Luis se acercó hasta el último carro pulman donde venía la enferma de Bellavista. Ana María, como todos los que han disfrutado de una salud sin quebrantos y no quieren aceptar su condición de enfermos incurables se empeñaba en aparecer vigorosa. La mejoría habíase seguido acentuando después del cambio de tiempo. Algunos días de sol y de aire tibio bastaron para cambiar
íntegramente el panorama y le dieron las fuerzas necesarias para levantarse; y una vez que hubo dejado el lecho, al cabo de unas semanas, cuando el médico aseguró que se hallaba en condiciones de hacer el viaje, habían abandonado la granja y venían, ella, con la obstinada esperanza de un restablecimiento completo y próximo, y él, con el corazón lleno de temores, en busca de la última palabra de la ciencia para aquel mal traidor que en un momento les hiciera variar todos sus planes de vida.

Para demostrar su fortaleza Ana María salió del carro y abordó la ambulancia sin ayuda de nadie. El esfuerzo, sin embargo, la agotó y tuvo que reclinarse en el hombro de su esposo al tomar asiento. Las enfermeras que fueron a recibirla la obligaron a acostarse. Aquello la contrarió. El ánimo y el buen humor que la acompañaron durante el viaje, se disiparon en un instante. Hasta entonces estuvo poseída de una alegría infantil. Todo la entusiasmó en el camino, como si fuese la primera vez que viajaba. Un molino de viento moviendo sus aspas, una casita de campo escondida entre la arboleda, unos campesinos trabajando inclinados sobre la tierra, la hicieron prorrumpir en exclamaciones de gozo, que obligaban a Luis a verla con paternal complacencia, disimulando la tristeza recóndita que amargaba ya sus fugaces optimismos.

Ahora, mientras rodaba suavemente la ambulancia hacia el hospital, los temores y el disgusto volvían también a apoderarse de ella. Nunca estuvo en un hospital y el sólo nombre le inspiraba recelos. La molestaba también el estruendo de aquella ciudad enorme, su movimiento incesante, que era como una burla para su invalidez. Por los cristales del automóvil miraba desde su lecho provisional el espectáculo que siempre la había disgustado, del nervioso trajín de la ciudad. Alejada siempre de los centros populosos sentía aversión por ellos; y desde que forzada por su reciente ansia de volver a México sólo tenía pensamiento para las cosas de su tierra, cuanto miraba le hacía aparecer más bello, contrastado por la lejanía, y por el temor de no volverlo a ver, el objeto de sus recuerdos y de sus insoportables anhelos de regreso. Miraba, además, con esa secreta enemiga que fueron engendrando en la gente de su sangre los antagonismos de raza y los odios de pueblos vecinos, el ambiente de la orgullosa superioridad norteamericana, que se manifestaba en los menores detalles. Kansas le parecía, como todos los grandes poblados del país del norte, una ciudad de hierro, fría, estruendosa y dura como ese metal, hecha en férreos moldes, a golpes ciclópeos. Una fragua inmensa que nunca dejaba de trabajar para seguir elevando hasta el cielo las Torres de Babel de aquellos edificios gigantescos para fabricar sus millones de carruajes que desfilaban por las calles congestionadas, en una línea sin solución de continuidad; para refaccionar el desgaste fabuloso de las mil máquinas que en todas partes jadeaban ayudando al individuo en los más nimios menesteres, hasta en el barrido de las calles y en las labores culinarias, como para dar oportunidad al hombre y a la mujer a que dedicaran más tiempo al negocio, al trabajo, al afán loco de la vida y del dinero.

Aquel estruendo la mareaba. De los teatruchos de barrio salía la desagradable música de las pianolas eléctricas. Los trenes urbanos llenaban la calle de ruidos ensordecedores; los automóviles aturdían con la estridencia de sus sirenas. Cerró los ojos disgustada y no volvió a abrirlos hasta que el ruido aminorado, lejano, le indicó que ya se habían retirado del centro comercial. Ahora cambiaba completamente la perspectiva. Las calles que conducían a las afueras de la ciudad donde estaba el hospital, mostrábanse silenciosas, tranquilas. Era al atardecer, y hombres y mujeres, después de dejar el trabajo, descansaban de las faenas del día y disfrutaban del vientecillo fresco en los pórticos de sus casas. La sola presencia de aquella gente daba idea de otro mundo y de otra vida muy distintos de la que conociera en su tierra Ana María.

La actividad, como el ruido, se concretaban al centro comercial de la ciudad. Allá quedaban los cines, los teatros; los salones de baile, los restaurantes, las parejas de novios que buscaban el sitio alegre y luminoso; el placer, todo lo que era bullicio y alegría. El que quisiera disfrutar de todas esas cosas tenía que ir a buscarlas muy lejos de la soledad rígida, impenetrable, de los hogares. Los que a tales horas se quedaban en ellos renunciaban tácitamente a la diversión o la tenían muy tranquila, muy metódica, junto al hogar donde ardían gruesos leños en el invierno o zumbaban los ventiladores en el verano. El fonógrafo, el radio, o el riego de las plantas y el arreglo de los jardines ocupaban las quietas horas del descanso, si así puede llamarse a ese eterno carenar de la casa, a esa labor de jardinero, a esa atención nimia de todos los menesteres domésticos en que se enzarzan los hombres al llegar de su trabajo hasta que el lecho los reclama.

La mala voluntad de Ana María para todo lo que no fuera México la privaba de ver en toda su belleza la serena quietud, el orden, la simetría, la limpieza de aquella sección de la ciudad que representaba, en realidad, el alma, el carácter, la fisonomía del pueblo americano.

Así como esas calles tersas y lucientes, como esos jardines geométricos, donde el pasto recortado e intensamente verde fingía lucientes tapices, como las casas hechas en un mismo molde, amuebladas casi de la misma manera, exhibiendo sus interiores idénticos, resplandecientes de limpieza y monótona e implacablemente ordenados, así eran las vidas de quienes las habitaban: rectas, tranquilas, tiradas a cordel, sujetas a un cartabón y a un método incambiables. Se imaginaba uno que aquellos hombres y aquellas mujeres harían las mismas cosas todos los días, con el mismo ademán rítmico de siempre: levantarse a una hora, ir derecho a la obligación, comer cuando sonaban los silbatos de las fábricas, abandonar la faena a la misma señal, ir a la iglesia los domingos por la mañana para cantar los mismos himnos y rezar las mismas preces, divertirse un poco por la tarde o por la noche con un paseo en automóvil y atesorar, atesorar siempre, aumentar el caudal por medio de las grandes empresas o del ahorro sistemático, agregar un poco o un mucho a la inmensa riqueza del país con el cuidado de la propia hacienda, cuyo estado bonancible les daba ese gesto de tranquilidad y esa apariencia de bienestar que se advertía en sus hogares, en sus personas, en sus miradas duras y orgullosas…

Sonrió, amargada, la enferma, ante esa idea.

¿Y eso era vivir? ¿No era mejor concepto de vida el de su gente, el de su raza bravía, que confiaba, como Cristo, en el mañana, y sólo se preocupaba por el afán del presente? De cualquier modo, ¡cuán lejos estaba una raza de la otra y cómo hablaban elocuentemente de aquella distinta manera de vivir los aspectos exteriores de la existencia! Mientras aquí, a esta hora, todo el mundo buscaba el calor y la quietud del hogar, en su tierra, en México, las muchachas estarían disponiéndose a salir a la ventana para platicar con el novio o para ir a la “plaza de armas” a dar vueltas en torno del jardín que despediría una embriagadora mezcla de perfumes. La luna brillaría en todo su esplendor sobre los pueblos adormilados y oscurecidos por sus tupidas arboledas, pero trémulos de pasión y de vida dentro del misterio de las sombras…

Aquí la riqueza exigiendo una vida triste, reglamentada y quieta como la de unos pensionistas sujetos a duras ordenanzas; allá la pobreza cascabelera y alegre compensando las privaciones y las dificultades de la subsistencia, las incomodidades y las estrecheces con una intensa dicha de vivir.

¿Qué era mejor, esto o aquello?

Ella quería regresar a México a todo trance...

El hospital no tenía la pavorosa traza de los que ella conociera en México. En vez de la oscuridad de los caserones de corredores sombríos y de salas que despedían un hálito de muerte, encontró un airoso edificio donde todo era blanco, limpio y luminoso. Las enfermeras, unas rubias y bellas muchachas vestidas con albos y almidonados trajes, paseaban por el espacioso jardín del frente del edificio, esperando su turno. La camilla en que la condujeron entró al elevador sin el menor movimiento y salió de él, en un sexto piso, sobre sus ruedas de goma, dulcemente, sin dejar sentir la conexión perfectamente establecida con el corredor.

La alojaron en un cuarto albeante donde todo era mármol, mosaicos, linos, níveos esmaltes. Una sonriente “nurse” de nariz respingada y regordeta cara de alemana, haciéndose la ilusión de que hablaba español quiso darle la bienvenida con unas palabras ininteligibles que Luis interpretó agradecido.

Aquello alentó a la enferma y a su esposo. La influencia del ambiente cordial de aquel establecimiento que parecía hecho para dar la vida y donde semejaba que nadie pudiese morirse, hizo su efecto en la agobiada pareja.

Por la ventana del cuarto se veía el panorama de la ciudad perfectamente claro a pesar de ser ahora ya de noche, merced a la fantástica iluminación que de todas partes brotaba. Los grandes edificios, de muchos pisos eran como unos enormes cubos llenos de agujeritos de luz.

Los automóviles cruzaban como luciérnagas presurosas por las amplias avenidas incendiadas con el resplandor de innumerables arbotantes. Las calles principales de la sección comercial parpadeaban rítmicamente con la luz multicolor de los anuncios eléctricos que derramaban su claridad sobre un nutrido hormiguero humano en incansable movimiento.

A lo lejos, hasta donde alcanzaba la vista, millones de lucecitas, denunciaban la presencia de las tranquilas moradas donde vivía el pueblo feliz, dueño de todas aquellas riquezas…

V

Instalada Ana María en el hospital, salió Luis a buscar hospedaje. Encaminóse al foco luminoso, donde se hallan los grandes hoteles, el movimiento, el ruido, el palpitante corazón de la ciudad. Sentía una extraña curiosidad, una ansia desconocida de mezclarse con la multitud donde posiblemente encontraría a la única persona que le interesaba un poco entre el millón de seres que en torno suyo se agitaban: con la enigmática Magdalena, la de las amenazas de aquella carta que había llegado a su casa junto con la racha de tristeza que todavía duraba.

A veces experimentaba secreto remordimiento al pensar que fuese otra cosa que el deseo de evitar un escándalo lo que le llevaba hacia su alegre conocida. Sabía que muy en lo íntimo de su corazón habíanse levantado Dios sabe cuántos mal dormidos sentimientos, los ímpetus de su juventud loca queriendo asomarse al pasado —¡cuán hermoso y seductor!— por aquella ventana que le abría la imprudencia provocativa de Magdalena. No bastaban a serenarlo sus hondas y desoladoras desventuras ni el amor y la lealtad, firmísimos aún, que le tenía a la dulce mujer de su vida. No era suya la culpa. Entre ese pasado estruendoso y el presente, mediaban unos largos años de atónito esperar, de una catalepsia que él creyó que era olvido, sabor de una vida que tomaba silencioso y dulce curso. Ahora veía que bastaba este incidente trivial para hacerle desear, con alarmante inquietud, que ni a él mismo quería confesarse, porque la consideraba un pecado, una indignidad en aquella situación, un poco siquiera de lo que se había quedado atrás, sin precisar qué fuera —¡qué sabía él!— de aquel jocundo vivir de su juventud, que se había cortado de golpe, como esas canciones que suenan en la noche y se acaban cuando mayor es nuestro deseo de oírlas.

Ilustración: Roberto Silva, La Prensa, 16 de noviembre de 1941, página 32.

Magdalena era nomás el incidente que le hacía recordar y desear con fuerza las alegrías de su juventud perdida. No la deseaba a ella. Tenía curiosidad, eso sí, de oír de su boca muchas cosas muy gratas de saber. Pero ¿cómo podría charlar en el tono amistoso y alegre de otros tiempos si iba decidido a ser conciso y seco para cortar de golpe cualquier devaneo de la mujer galante?

No podía ni debía ser de otra manera. No había ni siquiera poderosos motivos sentimentales que le obligaran a flaquear. Ni amor, que jamás había sentido, ni deseo ni gratitud u obligación de cualquiera otra naturaleza, mediaban a forzarlo. Nada difícil era, después de todo, la entrevista.

Con todo, le preocupaba un poco y le producía cierta emoción. ¡Era cosa tan rara para él ver antiguos conocidos desde que saliera de México, metido como había vivido en aquel rincón donde sólo tenía contacto con los trabajadores de sus campos! Sus amigos y compañeros de armas, los políticos que habían salido al mismo tiempo que él de su país, la gente de su condición, de su mundo, jamás asomó por su retiro de Bellavista. Solamente una vez estuvo en San Antonio, la metrópoli de la colonia de los desterrados, como la llamaban éstos, y tuvo que abreviar su permanencia, desilusionado. Ofrecía tan triste espectáculo…

Prolongábanse en tierra extraña las disputas que hacían arder de pasión y de cólera a la patria. Los refugiados se veían con recelo, formaban corrillos, que representaban en cada esquina, a cada una de las facciones combatientes. Unos eran “reaccionarios”, aquellos carrancistas, los de más allá villistas. Alguna vez, un grupo bien intencionado quiso fundar un club o centro de reunión donde los mexicanos de todos los credos se juntaran para hacerse menos pesado el alejamiento forzoso de su país, y tras del entusiasmo de los primeros días y de las primeras fiestas, vino la inevitable separación, el rompimiento, el fracaso. Cada quien tiraba por su lado. Parecía que le hubieran inyectado a la raza un virus disgregante.

Aun los de un mismo bando se miraban con recelo, inculpándose de las derrotas sufridas o anticipando las intrigas para disputarse las futuras y problemáticas preeminencias.

Y por andar todos tan ocupados en esa lucha nadie se acordaba de las cosas alegres que se quedaron en suspenso el día que se encendió en México la guerra civil. Nadie se juntaba, como los desterrados de Israel en la dura Babilonia a recordar a la patria perdida.

Era más agradable el olvido de Bellavista que la inquietante esperanza de estos desterrados que estaban tristes y amargados de esperar.

Esta locuela, a la que vería de un momento a otro significaba más para él ¡qué remedio! que sus antiguos amigos, no por lo que ella misma fuese, por lo que hubiera sido, sino por lo que pudiera traerle en sus triviales palabras, en sus relatos descosidos y ligeros, en memorias y recuerdos, de lo mucho que había dejado… atrás y anhelaba volver a ver con toda su alma.

Grove street... ¿Por dónde quedaría eso?

Sacó el reloj para ver la hora. Las nueve y media. No era muy propia para hacer visitas. Además, quería demostrarse a sí mismo que no tenía prisa de encontrar a Magdalena. No parecía sino que ya le importase más que nada esta mujer y que hubiese hecho el viaje con el solo objeto de verla. No se daba cuenta de que, libre momentáneamente de la obligación de atender a su esposa y vagando al azar por una ciudad que le brindaba la tentación de asomarse, bien fuese sin malicia y sin pasión a una antigua aventura, volvía a ser por un momento el muchacho voluntarioso y débil de otros tiempos. ¡Mentira que pudiera librarse nadie para siempre de los hábitos y de los impulsos de una juventud atolondrada!

Los cines empezaban a ser desalojados por la concurrencia que llegó temprano. A falta de mejor diversión, pues no le tentaba ni mucho menos la que ofrecían su interior esos salones cuyos grandes anuncios eléctricos atraían a la multitud con la promesa de novedades siempre renovadas, Alfaro se detuvo a presenciar la salida de la gente que acababa de ver, seguramente, una “tanda” y abandonaba en masa, el resplandeciente teatro. En cada contorno de mujer joven le parecía ver a Magdalena y ¡cosa curiosa! el primer impulso era de esquivar el encuentro. La ilusión duraba muy poco porque, de cerca, ninguna tenía el garbo, la arrogancia, los ojos negros y la piel morena de su amiga. Nunca como ahora le parecieron las norteamericanas más frías, más incapaces de la comunicación dinámica que se establece entre hombres y mujeres de las razas latinas, que en el tráfago de las calles van dejando una estela de miradas incendiarias.

Siempre que se mezclaba con una multitud yanqui advertía que le rodeaba una infinita soledad. Mexicano y latino, sentíase más extranjero que ningún otro en esas cosmópolis donde nadie hace caso de nadie. Un gran poeta de su raza, sensitivo y romántico, José Juan Tablada, había experimentado tal aislamiento en el desierto poblado de Nueva York y lo había expresado en un verso magnífico:

“tan cerca de mis ojos, tan lejos de mi vida…

mujeres que pasáis por la Quinta Avenida” [sic].

En Kansas, por cierto, no abundan los mexicanos. En las ciudades fronterizas, en las de Texas, especialmente en San Antonio, puede estar uno seguro de encontrar rostros amigos —por el color y por la expresión— en todas partes, y aunque de tales encuentros resultan a veces desilusiones hondas, porque hace mucho que el alma mexicana huyera de esos cuerpos de belleza criolla y tentadora, y ya no se puede hallar en sus dueñas, ni por los gustos ni por el temperamento a la mujer dulce y enamorada, de las tierras del Anáhuac, de todas maneras es un consuelo para la vista cansada de mirar frialdades y durezas, recrearse en algo amable.

Fastidiado de presenciar el desfile de tandófilos, siguió Alfaro caminando por las calles del distrito comercial. Los escaparates, convertidos en un museo de las riquezas de la industria del país, proporcionaban una distracción agradable. Debido a eso la caminata del ex oficial del ejército mexicano, era lenta en extremo. Cualquiera otro que hubiera llevado prisa, habría recorrido la misma distancia, muchas veces, en igual tiempo.

Al doblar una esquina llamó la atención de Luis una pareja que, aun vista de espaldas, denunciaba con un no sé qué inconfundible a dos paisanas elegantes. Apresuró el paso para verlas de cerca. La pareja entrevista tampoco llevaba prisa y también mataba el tiempo examinando los aparadores. Le fué fácil, por lo tanto, a Luis darle alcance. Cuando llegó junto a las dos mujeres, miraban ambas con femenil empeño los ricos trajes exhibidos con arte. Antes de ver el rostro, Alfaro reconoció la voz tantas veces oída. Sintió que le corría por las venas una extraña frialdad, pero al mismo tiempo le pareció la cosa más natural del mundo aquella casualidad que le deparaba, a las cuantas horas de llegar a la ciudad populosa, el encuentro que deseaba y temía al mismo tiempo.

Fingió no haber visto a su amiga y se acercó a ella mirando fijamente las elegantes tualetas del escaparate.

Ella, en cambio, sin fingimientos, roja de placer y de emoción en cuanto vió a Luis, se fué hacia él con las manos tendidas...

—Tú...Tú...—fué cuanto pudo decirle.

Desconcertado y sin encontrar sus antiguas maneras refinadas, Alfaro se quitó el sombrero para saludar confusamente:

Magdalena… Perdóname... No te había visto... Señorita—continuó dirigiéndose a la acompañante de su amiga.

La reserva de Luis enfrió un tanto las efusiones de Magdalena, que se dispuso a hacer las presentaciones:

—Don Luis Alfaro —dijo a su amiga señalando al mencionado—. La señorita Alicia Curiel.

Hubo un momento de embarazoso silencio que al fin rompió Luis comprendiendo que debía decir algo.

—Acabo de llegar y estaba dispuesto a buscarte mañana, pero desde ahora estoy a tus órdenes—dijo sin abandonar su aire de respetuosa ceremonia.

—Mil gracias—respondió Magdalena que había recobrado ya su serenidad y estaba arrepentida de su alborozado saludo.

Era Magdalena una espléndida morena de más de treinta años, en la plenitud de la vida. Alta, bien formada, de rostro apiñonado, boca pequeña y ojos negros, representaba admirablemente el tipo de la mexicana fuerte y alegre, capaz de vivir muchas juventudes. Su acompañante era una rubia de pelo ensortijado con todo el aire de las muchachas de nuestra raza que han vivido mucho tiempo en los Estados Unidos o nacieron allí, y de su nacionalidad antigua sólo tienen el tipo y los escasos hábitos que en el hogar conservan sus familias.

La señorita Curiel comprendió que allí sobraba una, y esa una era ella y con la franqueza propia de aquellas regiones manifestó deseos de retirarse.

Magdalena y Luis trataron de oponerse; éste último dijo que en todo caso quien debía retirarse era él, pero Alicia, que no entendía mucho de escrúpulos ni de finezas, les tendió la mano con la irrevocable decisión de marcharse, asegurando, de paso, que el tren eléctrico que cruzaba por la esquina la dejaba en la puerta de su casa.

—¿Te esperamos a cenar?—preguntó a Magdalena al despedirse.

—No la esperen ustedes, señorita, porque, ya que usted se ha empeñado en dejarnos solos, aprovecharemos estos momentos para hablar y se me ocurre que en un restaurante estaríamos mejor que en parte alguna.

Cuando Alicia se hubo marchado, Magdalena y Luis se miraron largamente, como examinándose, detalle por detalle y tratando de descubrir, el uno en el otro, todas las cosas que hubieran pasado por sus vidas, en tan larga ausencia.

La muchacha sonrió con amargura y dijo al fin:

—Pero qué cambiado estás, Dios santo...

—¿Viejo? —preguntó Luis, también sonriente.

—No, triste—repuso, Magdalena.

Luego agregó:

—¿O es que te ha molestado la imprudente carta que te puse y estás enfadado conmigo?

Luis movió la cabeza negativamente y no queriendo dar más explicaciones en sitio tan visible propuso a Magdalena entrar a un restaurante. No había peligro de que los viera conocido alguno, pero consideraba él que aún en aquellas circunstancias le debía inquebrantables respetos a su esposa y no era conveniente permanecer, de manera tan ostensible en aquel lugar con otra mujer que no fuera la suya. A la vista de Magdalena sintió renovarse sus escrúpulos, y echó de ver, con una amargura mezclada de placer que ya su corazón no respondía a las llamadas casquivanas de la vida.

Echaron a andar hacia el restaurante más próximo. Les daba lo mismo éste o aquél sabiendo que no va gran diferencia de la mejor a la más humilde fonda norteamericana. Lo que les importaba era un sitio tranquilo donde poner en claro sus cosas.

Entraron al “Delmónico” que no ofrecía más comodidades que las que puede apetecer quien va de prisa a tomar cualquier refrigerio. Lo más reservado que tenían eran unos asientos semejantes a los de los carros pulman, que separaban a los ocupantes en grupos, pero los dejaban visibles para el que pasaba frente a ellos.

Ninguno de los dos sentía gana de comer. Pidieron un ligero manjar para adquirir el derecho de permanecer en el asiento. Les poseía una vaga inquietud, la de aquellos que después de mucho tiempo de no verse, tras de haberse visto mucho, se cruzan fugazmente en el camino y saben que se van a separar otra vez, acaso para siempre.

Habían bastado los cortos momentos del encuentro para dejarles aquella desconsoladora impresión.

Insistió Magdalena en su pregunta y quiso dar algunas explicaciones:

—Perdóname que te haya escrito en ese tono —comenzó diciendo—. Creí tontamente que eras el mismo de antes, que no habrías olvidado cómo soy y entenderías la broma que encerraba mi amenaza. Vine a los Estados Unidos a ver a Marta mi hermana, casada, no sé si lo sabes, con un médico establecido ahora en San Antonio. Allí encontré a Pepe Sarmiento, amigo tuyo y mío y compañero de aquellas inolvidables noches de “arte y alegría” como las llamaba el pintor Mora, en que nos reunimos a “beber el vino de la juventud en copa de oro”, según la expresión de otro de los del cenáculo; Sarmiento —guárdame el secreto, por favor— me dió tu dirección y yo que, aunque no habrás de creerlo tengo un terco recuerdo de ti vine a esta ciudad de Kansas, tan fría y tan ardiente, te escribí aquellas tonterías, suponiendo que acudirías corriendo, no porque juzgaras cierta mi exigencia, sino porque nunca rehusaste una invitación mía... Pero desde que pasaron días y semanas sin que te presentaras me imagine... la verdad: que ya eres hombre formal, acaso cargado de hijos, serio; y si no fuera porque en la casa donde me alojan me han hecho muy agradable la permanencia; porque estoy más contenta aquí que en la casa de mi hermana, donde parece que temen que alguien le vaya a decir a su marido lo que soy, pues él me tiene por una buena mujer, y porque contaba con la vaga esperanza de que vinieras, me hubiera ido hace mucho, sin darte el prometido escándalo.

Ante la trivialidad de la aventura, Luis sintió disgusto y también una amarga desilusión. No tenía más remedio que admitir que su vanidad le había dado al asunto más importancia de la que merecía. Magdalena —debió haberlo recordado—, no era capaz de querer a nadie. Pero al mismo tiempo echaba de ver que la muchacha sufría un desengaño semejante. Había creído ella que el apuesto oficial correspondería entusiasmado a su insinuación y en lugar del alegre camarada de otros días se encontraba con un hombre taciturno, que se esforzaba en vano por sonreír y mostrarse afable, con un afán parecido al de los que tienen sueño y quieren a todo trance sacudir la pesadez que los embarga.

Ilustración: Fulgencio Corral, La Prensa, 23 de noviembre de 1941, página 29.

A la esplendente luz de las lámparas del salón, Luis y Magdalena se consideraron sin reparos. Ella vió que él tenía muchas canas y un aire de cansancio en el rostro y él advirtió que Magdalena, bella y fresca aún, llevaba en los ojos la tristeza recóndita, la fatiga de los que han vivido muy de prisa.

—Pero ves que me he equivocado redondamente —siguió diciendo la muchacha—. No pasan en vano los años y los que llevamos encima desde que dejamos de vernos han hecho su efecto… Ya no eres el Luis que yo conocí. Tienes la seriedad de estos gringos con quienes has tratado tanto tiempo.

Luis protestó. Ayancado [sic] no estaba. Como creyera que debía explicar las causas de su tristeza, le contó a su amiga los infortunios que sufría. Le habló de la amenaza de muerte que tenía encima su esposa de la ansia que les había entrado, de pronto, a los dos, por regresar a México y del dolor que le producía a él la idea de que no pudieran volver juntos del remordimiento por haber estado tanto tiempo lejos de la patria, agotando su juventud en su aislamiento, que, ahora podía verlo, les mató la alegría.

Seguro como estaba ya de no ofender sentimientos íntimos de su amiga, le confesó que había deseado verla porque en ella volvía a ver su juventud. Y rotas ya las reservas de sus primeros momentos, le habló con la efusión de un camarada. Libre de recelos, respecto a las intenciones de Magdalena, se acercó a ella sin pasión, pero con simpatía, con ese cariño que sentimos por los que estuvieron con nosotros en las horas inefables de la alegría absoluta, profunda, de la vida que comienza...

“Cuéntame, viajero, que vienes de allá…” le daban ganas de decirle con el verso de otro poeta que ahora recordaba.

Y Magdalena, reconciliada con él y compadecida de su tristeza, se puso a contarle todo lo que él deseaba saber, cosas que en final de cuentas vinieron a ser también tristezas y malas noticias.

—Casi todos los de tu época se dispersaron al mismo tiempo que tú. Otros se han muerto. A algunos los han matado. Si vas a México ya no lo conocerás. ¡Así está de cambiado! A mí me parece más triste que entonces, con todo y que tengo tantos amigos como cuando estabas tú allá; pero es una pena asistir a la transformación de una sociedad, ser de los de la otra época y entenderse con gentes nuevas, no importa que sean jóvenes y alegres. Yo hubiera preferido salirme con todos ustedes, vivir en el destierro...

—¡Qué disparate!

—¿Por qué?

—Porque abandonar la patria como la abandonamos nosotros es arrancarse de ella de raíz; cambiar por completo el curso de una existencia. Después de oírte... y después de verte, creo que vamos a pagar muy cara esta soberbia que nos trajo al extranjero. Es como si nos hubiéramos sepultado vivos, y quisiéramos, en un momento dado, volver al mundo para ir vivir entre gentes que ya no nos conocen ni nos entienden.

—Vamos, hombre —dijo Magdalena tratando de darle otro giro a la conversación para alentar a su amigo—. Estamos exagerando las cosas influidos por la melancolía de vernos y no encontrarnos como suponíamos. No hay que pensar que el mundo se haya puesto definitivamente gris porque se nos presente así en un momento de tristeza. Cuando regreses, si al fin vuelves, hallarás todavía, muchos motivos de alegría, tendrás días lozanos, disfrutarás de los paisajes que decoraron tus momentos felices, tendrás amigos...

—¿Amigos? Oye lo que voy a decirte. Muchos de los que tuve viven como yo, en la tierra extraña, por las mismas causas que yo. Los vi alguna vez y parece que a todos se nos hubiera salido el alma y la trajéramos penando en los lugares a donde queremos volver. Estamos ausentes de allá y aquí también parecemos ausentes. Por eso no nos juntamos ni tratamos de vivir nuestra vida antigua; comprendemos que a todos nos falta algo. Somos como aquellos semidioses de una alegoría de Jules Lemaitre, que en el mundo de las sombras y en calidad de sombras recobraron un día la memoria y la facultad humana de pensar y de vivir y por sentirse tan débiles y tan tristes pidieron nuevamente la muerte. Y en cuanto a los amigos que quedaron allá, déjame que te pregunte: ¿qué me cuentas de Carlos Álvarez?

—No sé. Nadie ha vuelto a saber de él.

—¿Y de Rafael del Castillo?

—No me lo recuerdes… Pobrecito. Murió en la voladura de un tren. Agobiado por la necesidad se había metido —¡quién se lo dijera a él, todo alma y espíritu, romántico y nervioso! — a pagador de unas fuerzas y le cogió la tragedia brutal que a todos nos acecha allá abajo, en nuestra tierra...

—¿Y de Antonio del Moral qué me dices? —preguntó Luis, esta vez con cierta ironía.

—Ya sé por qué me lo preguntas. Ese se fugó de “nuestro bando”. Es ahora figura prominente en el gobierno revolucionario. Y dicen los que le han visto que ya no reconoce a sus antiguos amigos.

—Ya lo ves. Los que no se han perdido, se han muerto o ya no son de los nuestros—exclamó el oficial con infinita melancolía.

—Entonces, ¿no piensas volver más? —preguntó la muchacha, olvidando o fingiendo olvidar el entusiasmo con que le había hablado del regreso su amigo.

Luis saltó del asiento como si le hubiera tocado una corriente eléctrica.

—¡No volver! —gritó arrebatado, llamando la atención de los clientes cachazudos que comían en la mesa circular del centro del restaurante sentados en altos banquillos—. ¡No volver! Si lo que me desespera es esta ironía del destino que, junto con el despertar angustioso de mi alma, con este anhelo torturador del regreso me ha mandado el obstáculo que nos retiene aquí. Si no fuera por la enfermedad de mi esposa a estas horas estaría ya en camino.

—Pues yo, si fuera tú, me quedaría aquí para siempre.

—A ver, dime por qué. ¿Te parece esto más bello que México? ¿Te gustaría vivir eternamente aislada, sin los afectos que te fueron formando la amistad, los hábitos, la costumbre, el recuerdo, ¡qué sé yo! y sentir la vida vacía, inútil, sin objeto?

—Mira tú qué coincidencias... Parece que estás hablando de mi vida cuando haces esa pintura. Así la siento desde hace mucho. Y pensaba que olvidando todo aquello, viviendo en un lugar de estos, donde precisamente por sernos todo tan extraño parece que acabará uno de nacer en otro mundo y principiase una existencia nueva, se rejuvenecería también el alma y podría volver eso que se nos va yendo poco a poco: la alegría; eso que a ti y a mí nos ha faltado ahora y que, por faltarnos, apenas nos ha permitido reconocernos.

Al fin y al cabo comprendieron el mozo enamoradizo de otros tiempos y la que fuera una locuela muchacha, que estaban atribuyendo al eterno panorama de la vida, igual desde la creación, tintes sombríos que no se hallaban sino en el opaco prisma de la desilusión a través del cual veían ahora todo. Ella venía de aquel mundo cuyo recuerdo llenaba de amargura y de esperanza el corazón del ex militar; Luis vivía en el engañador bullicio que despertaba en el alma de la muchacha las ilusiones de quien ambiciona, como el navegante español que le dió gracias a Dios por haberle deparado “algo nuevo” cuando vislumbró las costas de la Florida, otro mundo y otra vida que habrían de curarla del hastío; y ante la mutua desilusión de lo que formaba el anhelo de cada uno, quedándose con el alma encogida, como dos viajeros que se encontrasen en la mitad del camino y supieran, el uno del otro, que lo que iban persiguiendo, el palacio encantado en cuya busca corrían, era una ruina desolada...

Aquel doloroso descubrimiento los dejó silenciosos y sin ánimo de saber más. Les parecía que a medida que tratasen de ahondar aumentaría su desencanto.

En súbita reacción quedáronse callados. Ninguno de los dos aceptaba el fallo despiadado contra la ilusión que les alentaba. Una desconfianza acabó por cerrarles la boca, con la reserva egoísta que es como una defensa contra las asperezas de la realidad. Guardaron sus efusiones como si fuesen un tesoro y estuviesen frente a un ladrón que les acechara en plena noche. La entrevista había servido para darles las reticencias que separan y disgregan; para decirles que se había ido definitivamente la juventud confiada y optimista.

—¿Quieres acompañarme a mi casa? —dijo al fin Magdalena rompiendo aquel penoso silencio.

Trató Luis con un rudo esfuerzo, por cortesía y con una vaga piedad con un anhelo infinito de revivir por un momento el pasado, prolongar la entrevista, pero no pudo decir nada. No sólo por un impulso de nobleza que le obligaba a ser sincero, sino también porque sentía que aquella desilusión pesaba como un muerto sobre su alma, subrayó con un silencio más elocuente que todos los discursos, aquel momento amargo, inevitablemente huraño.

Y al llegar a la casa donde se hospedaba su amiga, en un lejano barrio que a aquellas horas se escondía en una impenetrable tiniebla, los amantes se despidieron sin exaltaciones y sin reproches, espantados de su frialdad, sin poder ver, a causa de la oscuridad, el gesto de sus rostros, como dos sombras que se cruzaran en la sombra...

VI

No por esperado fue menos abrumador para Luis Alfaro el diagnóstico que hicieron en el hospital de Kansas City de la enfermedad de Ana María. Se trataba, como había previsto el médico de Arley, de una tisis pulmonar perfectamente declarada y cuyos progresos rápidos en unas cuantas semanas, afirmaban su carácter maligno.

Ningunas esperanzas quiso dar, con esa despiadada honestidad de los doctores norteamericanos, el que atendía a la enferma. Había algunos tratamientos que en determinados casos producían resultados sorprendentes, pero él no quería asegurar nada en vista de la gravedad de su paciente. No se atrevía a aplicarla, a causa de su debilidad, uno de los más eficaces. Consistía en insuflar el pulmón afectado para agrandarlo hasta que quedara casi aprisionado, sin movimiento en la cavidad toráxica. En muchas ocasiones se lograba curar males muy avanzados; en otros, proporcionaba un alivio notable que, con una vida higiénica, mucho sol, aire libre y espíritu tranquilo, hacían menos penosa la vida del enfermo y la prolongaban.

Ana María, ignorante de su verdadera situación, tenía ya esa propensión de cuantos padecen del terrible mal, de considerarse siempre mejor y de esperar el alivio con una fe ciega. Las palabras consoladoras de su esposo, que le dió una versión muy distinta de la real y tremenda, proporcionada por el médico, la habían llenado de alegría.

Y en realidad, parecía que la influencia de aquel sanatorio resplandeciente, lleno de luz y de limpieza, fuera bastante para alejar el más ligero temor de la muerte. Aquella mañana del tercer día que llevaban en Kansas y en la que había tenido lugar el reconocimiento, era una esplendorosa mañana de mayo. Desde el último piso del hospital, donde estaba el cuarto de la infortunada mujer herida de muerte, se veía la ciudad con la radiante claridad de un día primaveral.

Kansas, como todas las ciudades norteamericanas, que parece que fueron fundadas ayer, por su renovación constante, bien en el capítulo de las construcciones o del simple remozamiento de las casas que se adecentan con pintura flamante año tras año, tiene la gracia acogedora y confortante de lo nuevo. Su extenso caserío, tendido con indolencia sobre colinas suaves, como arregladas por ingenieros expertos para mostrar mejor los panoramas, y escondido entre arboledas, da la sensación de bienestar y tranquilidad de los albergues hechos para las vidas felices.

Reclinada en una silla de enfermo Ana María miraba ahora complacida la insinuante perspectiva. ¡Ella quería vida, y vida intensa era la que se precisaba afuera...! El fresco aire matinal traía las emanaciones de los bosques lejanos, de la profusa arboleda que envolvía en amoroso abrazo la ciudad. La ventana por donde entraban el aire y el sol, miraba hacia el sur, y por aquella lejanía verde extendíase la mirada de la soñadora mujer queriendo descubrir lo que quedaba en el abierto horizonte inundado de luz, el México de sus sueños, al que tenía ya la seguridad de volver.

En vista de aquella aferrada ilusión de su esposa, Luis sintió, de pronto, el deseo de no retardar ni un momento la partida, para que viera ella su tierra por última vez. Era un crimen engañarla hasta el grado de dejarla morir en suelo extraño, cuando todo lo que le restaba de vida se consumía condensándose en la esperanza del regreso.

Bruscamente hizo la proposición, como encadenándola con el pensamiento que se adivinaba en la grata somnolencia de la enferma, que ya en distintas ocasiones había manifestado su preferencia por aquel sitio que tenía la misma dirección de sus anhelos.

—¿Qué te parece que en cuanto estés mejor, que será muy pronto, nos marchemos de aquí mismo a México?—dijo Luis.

Con visible repugnancia rechazó ella la idea.

—No —repuso—, no quiero volver como una inválida. Para disfrutar de todo lo que allá me espera, quiero toda mi salud, mi fortaleza, mi vida íntegra y cabal.

—Eso es justamente lo que te estoy proponiendo. He dicho: “en cuanto estés mejor”.

Luis no quería despertar ni la menor sospecha. Le parecía que la fina susceptibilidad de su esposa podría interpretar el verdadero sentido de la oferta.

Ana María, contrariada por haber tenido que considerar la dificultad que la obligaba a permanecer contra su voluntad en los Estados Unidos, suspiró penosamente y dió muestras de perder en un momento el buen ánimo de que disfrutaba. Tales volubilidades eran propias de su estado y Luis se iba acostumbrando a ellas.

—No, no quiero que hagamos todavía el viaje —siguió diciendo con un mohín de niño disgustado—. Yo te diré cuándo debe de ser, cuando me considere fuerte. No ha de pasar mucho tiempo. Además, ¿cómo podríamos irnos ahora que Luisito va a salir del colegio y vendrá a pasar con nosotros las vacaciones?

—Es cierto, no había pensado en ello —admitió Luis.

—¡El pobrecito niño que no tiene a nadie, más que a nosotros en el mundo...! Sufro tales ansias de verle... Hace mucho que no nos escribe. Me parece que estas largas ausencias destruyen toda mi labor maternal y me lo vuelven indiferente. Ya se ve: como solamente está cuatro meses con nosotros y el resto del año lo pasa en el colegio, y como no nos conoció en esa edad en que despiertan el corazón y la inteligencia de los niños, no somos para él lo que deben ser todos los padres para sus hijos.

—No digas eso. El pequeño nos quiere.

—Nos quiere, sí; pero a su modo, con su temperamento un poco frío y razonador. No como yo he soñado, como soñé que nos quisiera el hijo nuestro, tuyo y mío, el que no tuvimos... como lo quiero yo a él, que le dí todas las ternuras que tenía reservadas para el otro…

En efecto, el hijo adoptivo de los Alfaro era otra víctima de aquellos dos seres desorientados y sin rumbo que quisieron improvisar un hogar, sin darse cuenta de que es lo único que debe establecerse definitivamente, afianzándose e identificándose para siempre con lo que ha de ser en el futuro la base y la travazón, la prolongación de nuestra propia existencia. Al adoptar un niño de otra sangre y de temperamento distinto, que no podía ser modificado por el ambiente, porque al seguir viviendo en su país, la gente de su propia raza le hizo preferible y aceptable todo lo que era contrario o adverso a la casa que lo había amparado: idioma, hábitos, tendencias, orgullos históricos y hasta prevenciones contra los mismos que habían asumido el papel de padres; al adoptar aquel niño, no se habían dado cuenta de que depositaban su cariño en algo vivo de aquella tierra sobre la que pensaban reposar provisionalmente para emprender después el vuelo; sobre una tierra que no querían, a la que no podían dedicarle toda su vida.

Y la tierra, que, acaso por ser la materia de que estamos hechos también tiene alma, y es dulce o torva, amorosa o huraña; la tierra, que es cuna que nos mece y madre que nos abriga para dormir el último sueño, aquella tierra se les negaba negándoles el cariño del hijo que era suyo y no podía ser de los que no la querían.

El pequeño Luis había sido retirado de un orfanatorio católico (que había exigido, conforme a las reglas del establecimiento, una fuerte limosna además de las severas formalidades de la adopción), cuando tenía cuatro años. Era rubio y hermoso como un ángel de los que decoran las bóvedas de las catedrales. Ana María disfrutó de una maternidad muy especial enseñándole a hablar el castellano que el pequeño aprendió muy pronto, con esa facilidad que tienen los de su edad para adquirir idiomas, especialmente si se les hace vivir entre gente que no se comunica sino en la lengua nueva. Al cabo de dos años y sin más sociedad que la de sus padres recién hallados, a los que muy pronto aprendió a querer, de Gabriela, la criada, que estaba enamorada del “gringuito” y tenía para él esa devoción del indio para el blanco de ojos azules, y de los niños de los trabajadores, Luis se convirtió en un mexicanito en cuanto a la manera de hablar, sus gustos, sus juegos y hasta sus devociones. No había olvidado el inglés, porque con no poca frecuencia venían a participar de sus juegos algunos niños americanos que vivían en las cercanías; los del italiano Pantusa entre ellos.

Cuando se encontraba con éstos se acercaban con recelosa cortedad, pero tentados por el irresistible espíritu de sociabilidad de todos los niños, los de los trabajadores de la granja. Luisillo los admitía entonces a regañadientes, como quien tiene que hacer concesiones, pero sin descender a la camaradería franca de otros momentos, que sólo otorgaba a los de su condición, ¡En aquel querubín de seis años se marcaban ya los atávicos antagonismos de dos razas que por instinto se desconfían y se repelen...!

Al cumplir ocho años el pequeño, sus padres pensaron mandarlo a un colegio del norte del país. Hasta entonces, sus maestros habían sido Luis y Ana María, que le enseñaron las primeras letras; después, precisamente en la época en que el alma de los niños adquiere nociones y la inteligencia empieza a razonar, el rubito anglosajón volvió a vivir exclusivamente entre individuos de su raza, de su idioma de las costumbres que le habían sido comunicadas desde la cuna.

Y poco a poco, sin él sentirlo, fueron entibiándose los afectos que le conquistaron el corazón por el breve espacio de su permanencia en Bellavista.

Cierta vez, en una de las temporadas de vacaciones que pasaba en la granja, al lado de sus padres, Luisito les hizo esta pregunta, mientras comían, y en un español en que el inglés suplía los olvidos de un idioma que se le iba de la memoria con la misma facilidad con que lo adquirió:

—A ver tell me the truth ¿ustedes, no son mexicans, no es así?

Ana María rió de buena gana, pero no así Luis que en aquella pregunta reconoció la que le habían hecho a él mismo, muchas veces, los norteamericanos, mal informados acerca de las cosas de México, y que no reconocen más tipo de nuestra raza que el de las películas ofensivas y de las leyendas donde aparecen los mexicanos en el “attire” (según su propia expresión) de los antiguos moradores del imperio azteca.

A la pregunta del niño respondió con otra, dejando ver en su rostro la pena que le causaba aquella ofensa inocente, heredada o aprendida de labios malquerientes:

—Y tú ¿por qué nos preguntas eso? ¿Ya no recuerdas las veces que te hemos dicho que somos mexicanos, que México es nuestra patria y que esa patria es la más bella del mundo y que por eso nos sentimos orgullosos de nuestra nacionalidad?

Y por centésima vez comenzaba la lección más interesante y más interesada de las que componían el curso de mexicanismo que los Alfaro trataban de meterle en el alma a su hijo adoptivo.

—México —volvía a decirle Luis con entusiasmo no fingido y como respondiendo a una necesidad de recordárselo a sí mismo; como quien da una lección muy grata de recitar—, México es una linda nación donde el aire siempre es tibio, el cielo siempre azul, las montañas grandiosas e imponentes, el campo lleno de flores y la vida suave, agradable, quieta. Las ciudades no son tan ricas como las de Estados Unidos, pero tienen un encanto que en vano puedes buscar en estos hormigueros humanos que se llaman Nueva York o Chicago y el cual contribuyen a formar la historia, la leyenda, la suavidad del clima y el carácter alegre y pasional de la gente. También hay allá palacios, mujeres hermosas —así, como tu madre—, teatros, paseos, niños, bien vestidos y bonitos como tú... Hay también pobres, muy pobres por cierto, que habitan chozas oscuras y hay grandes campos desiertos y tristes, que un día habrán de tornarse en grandes centros habitados y prósperos, porque la tierra es pródiga y fecunda... ¿Por qué, pues, nos preguntas si somos mexicanos? ¿Por qué crees que un hombre como yo o una mujer como tu madre no pueden ser mexicanos?

Se quedaba el pequeño sin responder, desorientado, con los ojos muy abiertos, mirando alternativamente a Luis y a Ana María, manifestando la desconfianza del que no puede disimular sus sentimientos, del que no cree lo que le están afirmando.

No se compaginaba aquella descripción con la que había adivinado en las burlas sangrientas de algunos de sus condiscípulos, que no podían admitir que estuviera viviendo en la casa de unos mexicanos y que éstos se hicieran llamar sus padres. Cuando él les aseguraba rabiosamente, que los dueños de Bellavista, los que lo habían adoptado eran un hombre apuesto y una mujer bella, ricos, que habían viajado por Europa y eran respetados y considerados en la comarca, los burlones, dando la vuelta al círculo vicioso, hacían la excepción:

—Bueno, es que entonces no deben ser mexicanos esos señores…

—De allí la pregunta que el niño se había atrevido a hacer; de allí su desconcierto, aumentado ahora por esa preferencia que su padre mostraba por la tierra incógnita y misteriosa, que él hacía aparecer superior o más bella que los Estados Unidos, realmente “el primer país del mundo”, como le habían asegurado, repitiéndoselo hasta el cansancio, en el colegio donde se educaba.

Cuando Luis hizo esa pregunta tenía diez años; ahora contaba doce y como era precoz e inteligente reflexionaba como un niño de mayor edad. Estaba ya en plena posesión del complejo problema de su vida; y aunque seguía sintiendo cariño por sus protectores y consideraba que les debía respetos y gratitud, no podía sobreponer esos sentimientos al orgullo de su raza, avivado a todas horas por la educación extremadamente nacionalista que recibía y la cual le estaba poniendo siempre en el pensamiento ideas contrarias a las de sus benefactores.

De allí que sus cartas fueran menos frecuentes que en los primeros años y menos efusivas. Le costaba ya gran trabajo escribir el español y comprendía que sus palabras denunciaban el estado de su alma.

Ana María y Luis —aquélla menos que éste— no alcanzaban a comprender toda la intensidad de la lucha que sostenía el muchacho. En eso tenían la ceguera de los padres de verdad que juzgan el corazón de sus hijos por el propio, y ni por la fuerza de los desengaños ni por la evidencia de los hechos admiten nunca que quienes les deben el ser no los quieran con el mismo cariño que reciben. Creían que todo eran rarezas del carácter del niño, a quien, por no haber conocido desde que nació, no podían entender todavía. Cuando se quejaban, como ahora se había quejado Ana María, era con la esperanza de encontrar consuelos, de hallar razones de antemano admitidas y de otorgar perdones de antemano concedidos.

El pequeño no estaba enterado de la enfermedad de su madre; por eso no había qué culparle de falta de solicitud. No habían querido decirle nada para no inquietarle. Por lo demás, acaso hubiera escrito a Bellavista en los últimos días y la carta viniera en camino, reexpedida de la granja.

Se habían quedado silenciosos por largo tiempo, agobiados por sus pensamientos, Ana María estaba triste otra vez, después de aquellas horas de buen humor que le trajera la mañana. Luis sentíase materialmente agobiado por todos los acontecimientos, por las realidades amargas que iba tocando a medida que avanzaban aquellos días llenos de negrura. Hechos y pensamientos llevaban el mismo rumbo; el de un fatalismo que lo conducía a un abismo de melancolías. Después de su entrevista con Magdalena desconfiaba de todo lo que antes le infundía alientos para sobrellevar sus penas y la sentencia del doctor echaba una losa sobre sus más hermosas ilusiones.

Entró el médico a reconocer a la enferma llevando en la mano el informe detallado de las alternativas de la temperatura rendido por la “nurse”. Era un joven rubio de cara inexpresiva de hombre metódico y serio. Saludó con un escueto “good morning” y se puso a leer atentamente el informe. Aunque Luis conocía ya su opinión, no dejaba de mirarlo atentamente.

Ana María, bajo la impresión de que no estaba grave, ya no mostraba gran interés por aquellas visitas. Manifestaba más bien la displicencia de ciertos pacientes que culpan al doctor de la lentitud de la curación y se aburren con su presencia.

La cara del joven profesional no decía nada. Tenía la frialdad de los instrumentos con que curaba. Preguntó por conducto de Luis si le habían puesto ya la inyección a la enferma y cómo se sentía. Le dijeron que no había experimentado trastorno ni mejoría visibles, con lo que se dió por satisfecho y abandonó sin más ceremonia el cuarto.

Uno y otro día pasaron con igual monotonía. Luis no se separaba de su esposa, en parte porque no quería perder un solo minuto de los que le restaban a ella de vida y, también, porque sentía aversión por la ciudad que no supo proporcionarle consuelo alguno.

Ana María protestaba algunas veces por aquella asiduidad y le pedía que fuera a divertirse, a andar por la ciudad.

—Me das la impresión de que me estoy muriendo —le decía.

Luis replicaba cariñoso asegurando que lo único que le interesaba en el mundo era ella y que se sentía feliz acompañándola.

De la granja llegaban cartas del administrador Compean que daba cuenta de los trabajos. Anunciaba que la cosecha prometía un rendimiento superior a todos los cálculos.

Al cabo de varias semanas Luis tuvo una larga conferencia con el director del hospital y con el médico de cabecera para saber qué pensaban después de observar el curso de la enfermedad. La opinión del facultativo no se había modificado: por el contrario, ante la rebeldía de la dolencia a los fuertes y modernos tratamientos aplicados creía inútil la permanencia de Ana María por más tiempo en el establecimiento.

En la hacienda podían seguir atendiéndola y el aire del campo resultaría más favorable para su condición.

Arreglóse, pues, el regreso a Bellavista, que Ana María aceptó gustosísima tomándolo como prueba segura de su mejoría. Llevaba la ilusión de ver a su hijito y de estar en los lugares donde, a pesar de todo, había vivido feliz.

Y como sucedía siempre que estaba contenta, le llegaron fuerzas nuevas para aquel viaje que ella no sabía que iba a ser el último de su vida.

VII

Ilustración: Roberto Silva, La Prensa, 30 de noviembre de 1941, página 28.

Aquellos campos cercanos a Bellavista, llenos de nieve, mustios y tristes en plena primavera, azotados por las últimas acometidas del invierno, se han transformado completamente y son una gloria de verdor y lozanía. El aire que hace dos meses congelaba, ahora abraza y quita la respiración. La naturaleza ostenta el pujante esplendor de las tierras que desde el principio del mundo no han hecho más que adornarse con salvajes vegetaciones y sólo a cortos trechos fueron forzadas a dar el cultivo que les exige la mano del hombre.

Desde Bellavista, colocada sobre cierta ligera eminencia que forma la ondulación del terreno, se domina perfectamente la inmensa planicie perdida en el horizonte, sin mayores sinuosidades.

Desde allí se ve blanquear el camino, asfaltado en una gran extensión, hasta llegar al poblado de Arley, y aplanado nomás en otros trechos, en aquellos que sólo sirve para comunicar caseríos sin importancia o pequeñas congregaciones de campesinos, como Bellavista; pero en todas partes vibrante de vida, cruzado a todas horas por el incansable automóvil, la bestia de carga de los rancheros de un país donde la máquina ha sustituido al esfuerzo animal, y acelerado en la proporción de su velocidad y de su resistencia las actividades de todo el mundo.

En toda aquella gran llanura podíanse ver más o menos distantes unos de otros, pero acusando siempre una alerta vigilancia y testimoniando la inquietud trabajadora de los pueblos, caseríos y caminos. El espacio vacante para las futuras generaciones era inmenso; los caseríos no lograban todavía quitar la traza de desierto a la extensión inalcanzable adonde se perdían, minúsculos y consoladores, los “cottages” de madera, de techos grises y paredes verdes, que semejaban haber sido puestos allí solamente para señalar una propiedad y afianzar un dominio, una posesión que en el porvenir habría de ser disputada por la impetuosa corriente de emigrantes que se agolpaba todavía en los puertos norteamericanos a pesar de las restricciones recientes para la entrada.

Escarabajeaban los negros cochecillos por los caminos llevando productos a los mercados cercanos y aprovisionando las colonias tendidas estratégicamente en la llanura sin fin. Servían para todos los transportes; hasta para acarrear pesados animales, vacas ubérrimas, ruidosos cerdos, toda la caterva de bestias que antaño iban a paso tardo por las veredas. Llenaban una importante función comercial, vaciando rápidamente en los mercados los frutos del campo. Los domingos, el Ford dejaba sus trajines rurales para conducir a la familia al poblado, a la iglesia, a los oficios y prácticas religiosas. Volaban con toda la fuerza de sus caballos de gasolina las máquinas ligeras, con su carga endomingada, inundando las carreteras. Entonces adquiría especial animación la comarca. Rubios alemanes, de cabelleras de color cáñamo, italianos morenos, judíos narigudos, norteamericanos de todas las extracciones, reunidos momentáneamente por la necesidad de aquel viaje semanal, representaban a todas las razas de la tierra en el desfile dominical hacia el poblado. Se saludaban a gritos los conocidos y veíanse con suprema indiferencia los que no estaban relacionados. Aquellos que no salían el domingo porque se quedaban cuidando la casa, se ponían a ver la caravana, sentados en los porches, leyendo a ratos la Biblia o las voluminosas ediciones semanarias de los periódicos.

Aquí, como en todos los caminos de los Estados Unidos, no se andaba una milla sin encontrar un signo de vida: la casa solariega, con pujos de palacete rural, la alquería un poco apartada, pero que se comunicaba con el “high road” (camino real) con su senda particular; la estación de gasolina, atenta a las necesidades de los caminantes, o el tenducho de comestibles o refrescos; y en los largos trechos en que todo eso faltaba, los anuncios comerciales que salían al encuentro del caminante en todos los recodos como queriendo meter por sorpresa en la mente de quienes los viesen, los dibujos de colores vivos y las frases insinuantes e ingeniosas que proclamaban las excelencias de los mil productos de la industria nacional.

Abundaban las casas de mexicanos a lo largo de aquellos caminos. Eran éstas, de traza más modesta que las de la gente del país. Veíaseles también más aisladas. Exhibían detalles típicos, que hablaban a leguas de dos cosas: de la procedencia y de la pobreza de sus dueños.

Estampas de la Virgen de Guadalupe, banderas mexicanas, de los tres colores que alegran el alma del nacido en la tierra del sur, una guitarra colgada de las paredes, palanganas de Olinalá, jarros de Guadalajara, grises o rojos; todo eso, puesto en los lugares más visibles, decía que allí vivía un emigrado del país vecino. Lo decía también el sello de la raza, inconfundible: los hombres, de pelo negro y tez morena, y las mujeres, apacibles, de ojos melancólicos, saudosos Dios sabe de qué, de algo que no encontraban a pesar de estar siempre muy abiertos, como buscando mil cosas que asumían a todas horas distintas formas y variados anhelos, pero que en el fondo no eran más que una: la patria, la tierra florida y bella o reseca y hosca, pero suya; el rancho gris y semimuerto, pero lleno de recuerdos, la pobreza disfrutada entre fugaces alegrías, ya nunca más gustadas, y acaso las privaciones y la muerte, pero aún éstas deseadas en los momentos en que la aspereza de los dueños del país les hacía recordar su condición de extranjeros admitidos a regañadientes.

Todo aquel panorama se dominaba perfectamente desde Bellavista. La granja de Luis Alfaro estaba en uno de los lugares más o menos eminentes de aquellos contornos. Las casas de los colonos —mexicanos todos— eran alegres, distintas de las otras, de las de aquellos paisanos que trabajaban sin el aliciente de hallarse en una comunidad agradable y bajo el cuidado vigilante y paternal de un hombre de la raza que se había propuesto a ayudar a los suyos al mismo tiempo que trabajaba para sí.

¡Qué distinto aspecto de Bellavista, en este mes de julio, lleno de sol y de vida, del que tenía en invierno!

La “casa grande” como llamaban a la de los Alfaro los colonos, está casi al borde del camino, aunque defendida de las miradas curiosas y de la proximidad molesta de los caminantes, por un amplio jardín, donde la mano cuidadosa de Ana María plantó profusamente rosales, claveles, enredaderas que suben hasta los techos formando macizos de verdura florecida, sombreando, protegiendo, abrazando la casa. En los prados, plantas de procedencia mexicana, y que allí resultan de llamativo exotismo, recrean la vista y dan color al paisaje y perfume al ambiente.

Cómoda y grande es la casa, como de gente acostumbrada a vivir bien. En primer término, y formando un pabellón saliente está el salón donde los dueños reciben a sus amistades y viven sus horas de descanso. Por una amplia puerta se pasa al comedor, amueblado con lujo y provisto de lo necesario para el comfort indispensable en lugares donde veranos e inviernos son igualmente rigorosos: chimeneas donde en inviernos arden alegremente los leños que proporcionan calor, y ventiladores que refrescan el aire cuando éste caldea la atmósfera, ardiente como un horno encendido, en la primavera y el estío. Inmediatamente después está la cocina, toda luciente de esmaltes, blanca de pintura de aceite, imponente como un laboratorio a causa de las estufas eléctricas, de las máquinas refrigeradoras, de toda la complicada utilería que simplificaba la operación de cocinar e hizo a Gabriela prescindir de sus bromosos braseros, de sus jarros ventrudos, de los combustibles sucios y humaredosos, por los que, a pesar de todo, suspiraba, porque no iban con ella estos remilgos ni esta labor silenciosa, taimada, de las máquinas que enfriaban o hacían hervir los líquidos “como si tuvieran el demonio adentro”, y que le quitaban a la cocina la traza clásica, la de las paredes negras de hollín del fogón donde se levantaba la viva llama para cocer, de la noche a la mañana, los frijoles y los guisos de la tierra...

Un corredor largo en que invisibles closets ahorraban espacio y le daban mayor comodidad a la casa, dividían ésta en dos secciones. En la otra, opuesta a las habitaciones descritas, se alineaban tres alcobas amuebladas con lujo y toda suerte de regaladas conveniencias. Dos de ellas eran para los dueños de la casa, y la otra, arreglada con primor, decorada con infantiles dibujos y respondiendo en sus más nimios detalles al mimado personaje a quien se destinaba, era la del pequeño Luis. En el fondo de la casa, un amplio porche protegido con finos alambrados y vidrieras movibles servía de dormitorio en los días de gran calor, y hacía pendant al porche delantero. Aun en estos días abrumadores corría allí un vientecillo fresco y por eso se le prefería en verano para sitio de reunión o de descanso.

Dejando un gran espacio que servía de patio, atrás, se hallaban los cuartos de la servidumbre, los garages que guardaban los camiones para los transportes, y el automóvil de la familia. Había también los amplios galerones que ya conocemos, vacíos ahora del producto de la cosecha, y que como ya sabemos, en estas temporadas sirven alternativamente de escuela, de capilla, de salón de espectáculos, además de ser el despacho de la hacienda.

Las casas de los colonos alineábanse a un lado y otro de la mansión señorial, como protegiéndola. Componíanse de dos piezas pequeñas, cocina, cuarto para los aperos, y todos los demás servicios higiénicos indispensables. Extendíanse hasta los corrales y los establos; y cerrando aquella muralla protectora, el cerco que guardaba a toda una colonia de mexicanos, había un “play ground” o lugar de recreo para los niños, provisto de modernos aparatos de gimnasia, de trampolines y rampas por cuyos canales tersos se deslizaban, haciendo gran algazara, los pequeños.

Rodeaban el alegre caserío terrenos cultivados y arboledas incultas. Ahora estaban a punto de rendir aquéllos la cosecha del trigo de primavera, como llamaban a la de los primeros meses del año, y los campos eran un encrespado mar de espigas doradas.

No poco trabajo le había costado a Luis hacer productivas aquellas tierras que estaban semiabandonadas cuando él las recibió. Había abierto al cultivo la mayor parte de las que ahora formaban la granja, y a su esfuerzo se debían las costosas obras de irrigación derivadas de un canal que pasaba a milla y media de distancia.

Los primeros años, por falta de experiencia y de gente que trabajara con empeño, los resultados habían sido muy medianos, pero hacía tres que aquello era coser y cantar, esto es, sembrar y cosechar. Cada cosecha representaba buenos miles de dólares. La fortuna volvía a sonreír al hacendado que jamás atendió su hacienda en México y que ahora, obligado por las circunstancias se había vuelto hombre práctico, a quien el éxito le devolvía en bienestar lo que había puesto en constancia, inteligencia y entusiasmo en su afortunada empresa agrícola.

Hay en la granja, ahora, con motivo del regreso de los señores, inusitado movimiento. Los trabajos que estaban en suspenso por falta de dirección ocupan a toda la gente.

Luis Alfaro es el centro de aquella agitación. Quiere aturdirse, sacudir su pena. Anticipadamente ha mandado hacer todos los preparativos de la siega.

Bajo la dirección de Vallejo los trabajadores aceitan máquinas, arreglan los camiones para los acarreos, limpian los bodegones que recibirán el rubio grano y acondicionan las prensas que servirán para empalar la paja; y mientras van y vienen con alegre ajetreo, hacen cuentas galanas de lo que les espera para cuando vuelva a reinar la alegría en la casa de los señores.

Luis ha hecho saber sus trabajadores que la señora vuelve “muy aliviada”. A nadie había querido confiar la verdadera noticia. Quería que la sugestión de las buenas gentes que tanto amaban a Ana María sirviera para crear un ambiente de optimismo, necesarísimo para la conservación del ánimo de ésta.

Alfaro ha hecho correr otra noticia halagadora: este año celebrarán con más solemnidad que nunca el aniversario de la independencia política de México, una fiesta que nunca faltaba en Bellavista y constituía una ilusión para los trabajadores.

Era un empeño de Ana María; una idea que le había entrado con la obsesión de un capricho de niño enfermo. Contando ya con la vuelta a México, la fiesta sería como una gran despedida de aquel pedazo de suelo amigo que les había alojado cariñosamente, y de los paisanos que les ayudaron con su trabajo y les hicieron amorosa compañía.

No habían resuelto todavía el serio problema de realizar sus bienes, de desprenderse de toda aquella buena gente que, de haber conocido estos planes de sus señores, no tendrían tan grande entusiasmo por la simbólica fiesta en perspectiva. Bien era que Luis no consideraba, con la seguridad doliente de su esposa, aquel regreso entre cuya realización veía interponerse la sombra de la muerte, pero, alejado a veces de la realidad de la situación, confiando en un milagro desconcertado por su desaliento, y solicitado ya, con una desesperación cercana a la locura, por el mismo deseo de volver a su México, cualesquiera que fueran los acontecimientos escondidos en aquel futuro próximo y negro, se asociaba al deseo de Ana María y aceptaba aquella fiesta de despedida que con tanto afán quería ella.

Los médicos habían recomendado que no la contrariase, que cumpliera todos sus deseos y no había más remedio que afrontar aquella situación increíble, haciendo sonar fanfarrias de alegría en medio de la tristeza que a él le laceraba el alma.

Dos mocetones de grandes sombreros negros y rojos paliacates al cuello, que sacan del garage una palizada que ostenta la huella de marchitos adornos de papel, y otros trebejos de disímbolo uso pues con ellos lo mismo se armaba un altar que se formaba un kiosko para los músicos en las fiestas, hablan con entusiasmo de las anunciadas celebraciones patrióticas. Aquellos chirimbolos, que “el amo” Don Luis quería ver para darse cuenta de lo que había y de lo que faltaba,
saliendo al aire después de haber estado tanto tiempo arrumbados, son la primera nota alegre de la temporada. Hablan los muchachos del “dieciséis”, cifra que no necesitaba más explicaciones para significar que era el día de la explosión tierna y sentimental de un pueblo esencialmente amoroso, enamorado de su país, dispuesto a todos los sacrificios, propenso a todas las exaltaciones, cuando le hablan de su nombre. Estos muchachos que habían nacido en tierra extraña no consideraban haber perdido sus derechos para querer a México por más que supieran que tenían obligaciones con su nueva patria. Alfaro les había prometido una gran celebración y ellos la esperaban con ansia.

Un anciano nonagenario que arrastra los pies se acerca a los mozos carraspeando y haciendo visera de mano para proteger de los rayos del sol sus ojillos de párpados sanguinolentos. Era Don Máximo, el jefe de una larga familia de trabajadores. Había salido de México cuando gobernaba don Benito Juárez y desde entonces nunca había vuelto, pero conservaba un recuerdo tan vivo de las cosas y de los hombres de su tiempo, que oírle hablar era como volver a ver todo eso.

Llegóse a los mozos preguntando, con el aire autoritario y confianzudo de los viejos:

—¿Quiénes son ustedes?

El buen hombre sólo distinguía personas y objetos a muy corta distancia, y como le flaqueaba la memoria necesitaba identificar a los que encontraba especialmente a los jóvenes.

—Somos nosotros, don Másimo; Pancho y yo Enrique, el hijo de Don Victoriano, el que vive en el número 22.

—Y, ¿qué dicen? volvió a interrogar, indiscreto, sin importarle mucho saber con quién hablaba.

—Nada. Le contaba yo a éste lo que se ruge por el rancho; que vamos a tener unas fiestas del dieciséis más bonitas que nunca.

El viejo, que había tomado asiento en un poyo cercano al garage, buscando el sol con fruición, a pesar de que quemaba en aquellos momentos, contrajo los labios con una mueca que quería ser una sonrisa irónica y que le dejó al descubierto los encías desdentadas.

—Bonitas, ¿eh? recalcó con su voz chillona; y volvió a reír silenciosamente, bajando la cabeza y moviéndose a compás de la risa, silbando a intervalos para darle aire a sus pulmones.

—Sí, ¿por qué lo duda, don Másimo? —insistió Enrique, dejando a un lado lo que traía en la mano para sostener su afirmación. ¿Qué, no será capaz el amo don Luis de hacerlas?

—Ah, vamos, —repuso el anciano—. Si se trata del amo don Luis ya es otra cosa y no he dicho nada. Ese sí es un hombre y no como todos estos picos de oro que nos salen aquí cada rato queriéndonos hacer creer que fueron la grande en su tierra nomás porque se pusieron gorra y pantalones al venir aquí...

—Pues sí, agregó Enrique, él las va a hacer. Como la señora recobró ya su salú ora viene la de nosotros, lodo el mundo anda ya voladísimo, Dinero nos va a faltar pa comprar banderas, libros de discursos, adornos pa nuestras casas, flores pa los altares de los héroes. Vamos, si le digo—agregó guiñando el ojo maliciosamente a su compañero— que estarán mejor estas fiestas que las que hacen en México.

Se levantó don Máximo con toda la rapidez que le permitieron sus piernas anquilosadas, golpeó el suelo con su bastón y gritó con verdadero enojo:

—Pero, oye tú, pedazo de animal, ¿sabes lo que estás diciendo? ¿Tú, que seguramente ni siquiera sabes dónde queda México?

Los muchachos sabían que aquella era la debilidad del viejecito e intencionalmente habían llevado la conversación hasta el punto de hablarle de algo que era mejor aquí que allá. En parte por maldad y en parte por oír hablar de su tierra a aquel anciano que la recordaba con la melancolía de un expulsado del paraíso, de un vencido que ya nada podía contra el destino que lo sujetaba a la tierra extraña y sabía que en ella habría de morir, la gente joven de la colonia no perdía ocasión de irritarle para que repitiera la historia mil veces oída de sus campañas, de sus aventuras, de sus andanzas por medio México; en las filas del ejército liberal, a las órdenes del General Escobedo.

A picture containing text, book

Description automatically generated

Ilustración: Roberto Silva, La Prensa, 30 de noviembre de 1941, página 30.

Había estado en Santa Gertrudis y en el sitio de Querétaro. Se lo llevaron de leva muy joven, una de tantas veces que las fuerzas republicanas pasaron por “su punto”, un rancho tamaulipeco, cercano a Ciudad Victoria. Estuvo a las órdenes de muchos jefes, pero sólo recordaba a Escobedo, como si todos los otros servicios prestados con oficiales de menor categoría no tuvieran importancia. Conoció a Juárez y a Maximiliano, y aunque juarista de corazón, hablaba con mucho respeto del Emperador. Le había visto subir al patíbulo, en el Cerro de las Campanas, sereno y firme, como si fuera a revistar las tropas formadas en la falda de la colina para presenciar la ejecución.

—Era bragado el “güerito”, solía decir en homenaje al infortunado Habsburgo que pagó con su vida la errada creencia de que había sido llamado a hacer la felicidad de un pueblo.

Hablaba de las acciones guerreras en que estuvo, con una admiración y un entusiasmo que transmitía fácilmente a sus oyentes. Salpimentaba sus relatos con anécdotas interesantes. Una vez en cierta ciudad fronteriza, cuando los franceses se retiraban seguidos por los liberales, en fuga ya hacia el centro del país, en pleno desmoronamiento del Imperio, le habían hecho subir con otros soldados a una azotea para defender la plaza, amagada de nuevo por los imperialistas que acababan de abandonarla pero, que habiendo encontrado en su camino una respetable fuerza enemiga que trataba de cerrarles el paso, se volvían buscando salida. Los “traidores” (como llamaba don Máximo a los franceses) se acercaban haciendo exploraciones y el sargento que mandaba ordenó: ¡preparen!, operación que en sus tiempos consistía en morder el cartucho de pólvora para romper la envoltura de papel, vaciar el explosivo en la boca del rifle, “retacar” con lo que hubiera a la mano aquella carga, poner luego la bala, volver a rellenar de papeles o de lo que fuera el cañón, sebar con pólvora la chimenea, revisar la piedra que había de dar la chispa al ser golpeada por el gatillo, y esperar la orden de “fuego”. El enemigo se retiró sin atacar y los rifles descansaron sin haber soltado su carga mortífera. A los pocos momentos fué avistada de nuevo la tropa extranjera en actitud hostil. El sargento volvió a dar la orden de “preparen” y don Máximo, sin darse cuenta de lo que hacía, a causa de una borrachera tremenda, volvió a cargar su rifle. Dos veces repitió el enemigo la maniobra de acercarse y retirarse y, a la tercera orden del sargento el rifle del “chinaco” tenía ya carga hasta la boca.

Por fin, los franceses iniciaron el ataque. Entonces el sargento dió la orden de disparar y el arma del soldado de la República voló hecha pedazos, llevándose parte de la cara de su dueño. Todavía ostentaba el anciano aquellas “gloriosas”‘ heridas, de las que no se avergonzaba, porque en sus tiempos se bebía tanto como se peleaba. Los soldados iban al combate después de haber tomado su ración: de aguardiente con pólvora. A veces no sabían contra quién peleaban ni cómo terminaba una acción, pero si les mandaban escalar una pared, subían destrozándose las uñas y ni pedían ni daban cuartel.

—Así éramos nosotros en aquellos tiempos, acababa diciendo el soldado de Escobedo, que suponía que ningún ejército podría enfrentársele al mexicano. Y sí “redotamos” a los franceses, que son los primeros soldados del mundo ¿quién nos va a levantar gallo? Que vayan a México estos gringos que creen que son la grande y verán cómo les va...

En esto era don Máximo como la mayoría de sus coterráneos, cuyo patriotismo, tan fácil de exaltar con unas cuantas notas bélicas o con un discurso lleno de retórica tricolor, rodeaba a los hombres de su país de un prestigio legendario, de una virtud inmaculada; de un valor sin claudicaciones, de una grandeza superior, con esa fe de los pueblos, ciegamente patriotas que no discuten personalidades... y se entregan al primero que les llama con una clarinada..., para encumbrarse con su ayuda.

Este viejo que había alcanzado épocas en que se conocieron en México hechos de acendrado heroísmo, era feliz, como todos los viejos, hablando de su pasado. Comenzaba por la relación de sus aventuras guerreras y acababa por contar toda su vida. Una vida triste, incolora, si se le quitaban las pintorescas notas de sus hazañas de soldado; vida de dolores que se soportan con una resignación cercana al estoicismo, en razón de que quien la ejercita no se da cuenta de ella creyendo que la vida es así y no puede ser de otra manera. La vida de toda una raza que viene cargando desde muchos siglos con un fardo de violencias, de injusticias, de miserias, de desigualdades, arrojado todo eso sobre ella lo mismo por los suyos que por los extraños.

Había nacido en la árida tierra tamaulipeca, muy semejante a la de todo el norte del país, que sólo a trechos, en oasis relativamente pequeños es fértil y pronta a dar de sí el sustento de que tan avara se muestra en su inmensa área.

Su rancho era, por aquellos tiempos de su infancia remota, tan desolado y triste como ahora, como siempre, como lo fueron eternamente las rancherías mexicanas unas cuantas casas techadas con “puyas” de palma, de paredes de piedras amontonadas sin arte ni concierto y sin asomo de argamasa o siquiera del lodo con que construyen sus nidos los pájaros. Por los intersticios del jacal entraban el viento, el frío, la lluvia, terribles elementos que diezman a la pobre infancia nacida en tales condiciones, pero que vigorizan de tal manera a quienes viven a pesar de ellos que sólo por virtud de ese “curtimiento”, —como llaman con orgullo de hombres fuertes a tan dura prueba los recios campesinos para quienes es desconocido el cansancio, el hambre, la sed y aun el martirio de los amos crueles y de chinacos y mochos de su tiempo— podían llegar, como él, como don Máximo, a los noventa años, después de soportar la mayor parte de ese tiempo trabajando como bestias de carga.

No había tenido escuela ni letras de ninguna clase. A los ocho años le habían colocado como “colero” en uno de los ganados de cabras de la Hacienda de Santa Engracia, labor penosa que consistía en vigilar la retaguardia de aquel millar de animales bulliciosos, muy dados a disgregarse y a los que había que incorporar mediante un aviso de su honda certera, que donde ponía el ojo ponía la “bala”. Le pagaban tres pesos al mes y ración, que sus padres cobraban, y de cuyo producto sólo veía él la desabrida tortilla de maíz, de su alimentación diaria, la ropa que cubría su cuerpo, los huaraches que protegían en parte sus pies de las asperezas bravas del monte, la cobija que lo mismo le servía de colchón que de cabecera y de abrigo, de protección contra las lluvias, de tienda de campaña o de cobertizo para defenderse del sol en las largas siestas, a la hora en que el sol caía a plomo sobre la montaña el ganado buscaba también el consuelo de la escasa sombra de los raquíticos arbustos nacidos en los riscos, donde los animales se ingeniaban para hallar, a duras penas, el pasto que los mantenía.

En el monte había crecido y, según podía recordar, haciendo un recuento de las peripecias de su vida, ningunos años fueron mejores que aquellos vividos en contacto íntimo con la naturaleza, alejado de los hombres, sin más compañía que la de sus padres, pastores y vacieros del a hacienda, y sin otra aspiración que la de no perder una cabra y de bajar, dos o tres veces al año, al pueblo, donde las tiendas de comestibles y ropa, las músicas que tocaban en la plaza y las campanas que llamaban a misa, le parecían cosa del otro mundo.

En el monte se casó con una muchacha hija de pastores y al entrar en la mayor edad abandonó su vida rústica y se estableció en una estancia de la hacienda nuevas, le quitó la ingenuidad y la dulzura del carácter, pero sin hacerle sentir mayormente su dureza. Del amo de la hacienda pasaba al amo del cuartel. La eterna servidumbre que nunca le había abandonado y sin la cual se sentía vacilante y desamparado...

—Allá por el 72, hombre maduro y con hijos grandes —decía Don Máximo— me dió la locura de venir a los Estados Unidos. Estábamos pasando una hambre de todos los diablos. Llevábamos diez años de perder las cosechas y las gentes se morían de pura necesidad. Había unos que vivían de nopal y quelite hasta que un torzón se los llevaba. En vista de eso y sabiendo que acá pagaban buenos sueldos por cultivar los algodonales, que entonces empezaban a ser explotados, me vine a pie desde mi casa hasta la frontera, con mis hijos mi mujer y mis trastes. El viaje duró catorce días y por poco no llegamos, pues en todo el camino no había quien nos diera un jarro de agua. Pero después ya todo fué distinto. De pronto nos establecimos en un pueblito del condado de Zapata, cerca de Laredo, y allí nos remendamos, esto es, empezamos a ver la nuestra, y supimos lo que era comer a tiempo y vestirnos regularcito. Poco a poco nos fuimos metiendo más y más, padeciendo, a veces, malos tratamientos, encontrando, otros, buenos amos, pero viviendo bien, porque, aunque nos esté mal el decirlo, siempre hemos sido trabajadores y honrados y donde quiera nos han apreciado por eso.

—Hasta que por fin dimos con el amo Don Luis. Por cierto que yo ya no trabajaba entonces. Me mantenían mis hijos y mis nietos, esos muchachos compañeros de ustedes que tampoco saben dónde queda México y creen que esto se puede comparar con aquello.

El anciano seguía queriendo con un amor irracional a su país. Había salido expulsado de su propia tierra por el hambre y, según él mismo lo admitía, con el cambio ganó seguridad, bienestar y un nivel mejor para familia. Sus nietos ya entendían el “mormullo” de los gringos, como él decía queriendo expresar que ya hablaban el inglés, con frase muy suya; sus nietas iban vestidas de señoritas y se llevaban las miradas de los orgullosos moradores de la patria nueva, porque eran bonitas, con la belleza perturbadora de las mujeres que tienen en sus venas la sangre de dos razas fuertes, la española y la india: pero con todo, él seguía creyendo que sólo “allá abajo” había gentes dignas de verse, ejemplos de valor y de inteligencia, panoramas atrayentes, música melodiosa y “algo” en fin; que él no sabía explicar, pero que era como el elemento propio de mexicano, fuera de cual languidecía y llevaba una vida doliente de desterrado.

De todos sus amos, como él llamaba a cuantos lo emplearan, conservaba un agradable recuerdo, y cada época de su vida estaba vinculada a una servidumbre. También añoraba a los que dejara en México. Solía decir: “Oh, el amo don Joaquín… aquel sí era bueno”. El amo don Juan tenía su geniecito, pero uno le sacaba lo que quería. Al “mister” de Corpus Christy, donde servimos siete años, sólo yo le daba gusto. Y ahora aquí estamos con el amo Don Luis...

VIII

El amo don Luis y la señora vinieron a interrumpir la charla del veterano de las guerras de la libertad, y de los mozos que se divertían oyéndole hablar.

Seguida de su esposo, salía la enferma por primera vez, después de tanto tiempo de encierro y de ausencia, a ver su casa, su jardín, los rincones queridos, los rostros familiares de las buenas gentes que la veían con respeto y ternura.

La vista de todas esas cosas y la compañía de aquellas almas ingenuas y cariñosas la reanimaba. Gabriela, desde la ventana de la cocina miraba el vacilante caminar de su señora con embobada sonrisa. Ella creía, como todos, que ya había pasado el peligro y que comenzaba una segura convalecencia.

Alfaro mismo llegaba a pensar, por momentos, que se obraría el milagro con que a veces soñaba. Le daba alientos para confiar aquella entereza de Ana María, quien, por su parte, animosa y casi alegre sólo pensaba en su restablecimiento en la vuelta del pequeño Luis, en el viaje de todos a la patria.

El proyecto y los arreglos de la fiesta constituían otro elemento de distracción y de alegría. Nada ni nadie podían disuadirla de su noble empresa. Por ningún motivo—argüía a los que trataban de poner algún reparo a su idea —quería dejar sus colonos sin la celebración, sin el festejo marcado en el calendario de sus Ilusiones, de sus melancólicas saudades, con un vivo calor de ensueño. Por ella, por esa fiesta —aseguraba Ana María—, se sentían más mexicanos, esto es, dueños de una patria, más simbólica que real, pues de cerca se les mostraba huraña y desde lejos les sonreía con la divina seducción del recuerdo.

Sostenida por esas ilusiones, iba de aquí para allá, tratando de arreglar pequeños detalles para recibir a su hijo y preparar las fiestas. Luis la seguía por todas partes, con la persistencia de una sombra, temeroso de que le faltaran las fuerzas o de que la asaltara el traidor zarpazo en cualquier momento.

A la joven señora la molestaba la cariñosa tutela. La enfermedad la había llenado de susceptibilidades y desconfianzas. En medio de su optimismo percibía algo extraño en la actitud de su esposo. ¿Por qué la vigilaba a toda hora? ¿No estaba a punto de recobrar su salud por completo? ¿Por qué le parecía hallar en el fondo de las miradas de Luis una secreta angustia, semejante a la de los días en que ella estuvo a las puertas de la muerte?

Alfaro la llenaba de mimos y se esforzaba por prestarle a su solicitud la apariencia de una ternura exagerada a causa de la enfermedad.

—Déjame, déjame sola, que ya puedo ir por todas partes, protestaba la muchacha, sacando fuerzas de su languidez para caminar con un vigor que no tenía. Pálida, enflaquecida, era como una sombra de lo que fuera. Las mujeres de la colonia, con la imprudencia propia de su condición, la alarmaban con sus aspavientos. Precisamente para librarla de tales alharacas iba tras ella Luis, con el corazón oprimido, como en una fúnebre procesión.

Para hacer más fuerte el contraste, todo era vida y lozanía en torno de aquella angustia. El aire encendido de los primeros días del verano traía emanaciones de las campiñas lejanas, en plena floración. Al beso del sol ardiente subía la savia de la tierra virgen haciendo reventar por todas partes la fecunda naturaleza. Así como en el invierno las blancas llanuras de nieve daban la impresión de la muerte, ahora todo anunciaba una gloriosa resurrección.

Ana María experimentaba la influencia del cambio en el espíritu, más su agotado organismo no respondía a la vibrante llamada de la vida. Con todo, aquel afán con que se aferraba instintivamente al mundo le permitía asociarse al radiante misterio del universal resurgimiento.

Así era como iba de aquí para allá, deseosa de enterarse de todo, visitando cuanto había dejado de ver en su ausencia. Se mezclaba a los grupos de trabajadores y de sus mujeres que, en su cariñosa rudeza, no ocultaban la curiosidad un poco triste por aquel espectáculo de la pobre señora que en tan poco tiempo perdiera la lozanía de su madurez esplendorosa.

Don Máximo percibió con sus ojos cegatones la presencia de la enferma, a quien veneraba porque nunca había sido mejor tratado por boca de mujer bella que por la “amita” de Bellavista, como él la llamaba.

—Buenos días, amita, dijo quitándose el sombrero y tratando de ver mejor el objeto de su devoción. —¿Ya tan buena por aquí, no?

—Aquí me tiene ya don Máximo, respondió con una dulce sonrisa. Aquí me tiene muy aliviada y lista para platicar con usted de sus cosas de guerras y aventuras… ¿Cuándo comenzamos?

—Cuando quera mi amita. Orita nada menos les estaba contando a estos muchachos la mera historia de mis buenos tiempos y muchas cosas de aquel México hermoso que estos pobres agringados no conocen. ¿Verdá, mi amita, que él no conoce a México, no conoce lo bueno?

Aquello era tocarle una herida sensible, por lo que Luis intervino en la conversación para llevársela de allí

—Ya irá usted a platicar un día de estos con nosotros, don Máximo.

Siguieron adelante, bajo los ardientes rayos del sol que también a Ana María, como a Don Máximo, le hacían falta para sentir el calor que ya el organismo no sabía producir.

Entraba la recién llegada a las casas de los trabajadores regañando cariñosamente a las mujeres que descuidaban la limpieza de aquellas, halagando a las que tenían todo en orden y bien presentados a sus niños, que eran especial objeto de sus ternuras.

—Ya va a venir Luis, Jorgito le decía a un rapaz morenucho que la veía con sus ojos negros llenos de asombro. Prepárense a divertirse de lo lindo; y dile a tu mamá que vaya para decirle cómo ha de arreglar tu vestido para la fiesta.

La visita general a las casas de la gente de la granja tenía por principal objeto prepararla para la celebración. Precisaba buscar “artistas” entre los jóvenes, arreglar cuadros plásticos, organizar coros y no dejar alma viviente sin una importante comisión.

—Déjame ese trabajo a mí, suplicaba Luis, comprendiendo cuánto iba a agotar a la enferma aquel esfuerzo extraordinario.

Pero ella a su vez rogaba con tal dulzura, que no había más remedio que dejarla con su propósito, como a un niño que pidiera, en su cuna de enfermo, su juguete predilecto.

No hubo que esperar mucho, sin embargo, a que se rindiera. Antes de que terminara su recorrido por los vastos departamentos de la granja fué preciso llevarla a su cama, presa de un gran cansancio y de un desaliento que trataba empeñosamente de ocultar todavía. ¡Y ella quería verlo todo! Ahora, por la ventana de su cuarto miraba tristemente hacia los lugares a donde no había podido ir: a los corrales donde procreaban con regularidad científica las incubadoras y bandadas de polluelos de todos los tamaños picoteaban el suelo con voracidad; a los corrales que guardaban la vacada… ¡Y los rosales que necesitaban en aquellos momentos de cuidados prolijos…

¡Un afán de vida y de orden duramente sostenido por un organismo que se derrumbaba…!

IX

Todo un acontecimiento fué la llegada del colegial a la finca de sus padres.

Cuanto ocurría ahora en esta, participaba de la exaltación en que vivían sus dueños; de aquella afectación que era el resultado del deseo de la enferma de darle a todo un carácter extraordinario, de hacerlo solemne, ponderativo. No sabía Luis si esto era porque el espíritu de la desterrada sufría el desconcierto de su vida toda, agitada por tan encontrados anhelos, por tantos temores y esperanzas, o porque se sintiera realmente dichosa y tuviera necesidad de esas explosiones de la alegría acumulada por el obsesionado imaginar del regreso a su país.

Fué necesario que Luis se pusiera intransigente para convencerla de que no podía ir, como quería, a la estación de Arley a recibir al pequeño.

Marchó Luis solo. Como si fuera a hacer un viaje lleno de peligros y de él dependiera toda la seguridad del pequeño, le recomendó la mimada señora:

—Cuídamelo mucho...

Se dedicó, por su parte, a darle carácter de recepción solemnísima a la que iban a hacer a su hijo, ella, sus amigos, los colonos, cuantos le conocían.

Desde la mañana habían llegado los Pantusa con sus hijos, Markowsky, su esposa y el francés Martin. Este se preparaba como para una fiesta diplomática, tratando de establecer categorías, pero Ana María se opuso: quería que desde el último de los hijos de los paisanos humildes hasta los que mejor representaban allí la “aristocracia” tuvieran el privilegio de estrechar la mano del príncipe que estaba por llegar.

De pie, en el porche, sostenida por su entusiasmo y rodeada de sus amigas; la gordísima alemana Pantusa, que siempre prefería estar sentada, de la delgadísima señora Markowsky y algunas de las mujeres de los servidores de la granja, parecía, en efecto, que estuvieran esperando a un personaje de lúcida prosapia, a uno de esos hombres extraordinarios que llevan por delante la estruendosa trompetería de la publicidad.

Se habían suspendido los trabajos aquel día, y la gente que pasaba por el camino se detenía curiosa a ver la causa de aquel alboroto. Los niños mexicanos, vestidos con lo mejor del baúl, daban guerra tratando de escaparse del cercado de la casa para explorar la carretera, y ser los primeros en descubrir el cortejo, la llegada del “patroncito”. El viaje a Arley era cuestión de un cuarto de hora y si el tren venía a tiempo no tardaría en aparecer el coche por el camino.

Formaban corros aquí y allá los trabajadores. El italiano Pantusa, que no podía estar quieto ni callado se mezclaba con ellos hablándoles en su media lengua, empeñado en perfeccionar su “spagnol”. El francés atendía con solicitud a la señora de Alfaro, más a señas que con palabras porque padecía una ignorancia absoluta del idioma de ésta, cosa que también les pasaba a la polaca y a la alemana. Cuando faltaba en las reuniones Luis, que servía de intérprete entre su mujer y las de sus amigos, las conversaciones eran a media correspondencia, con ayuda de las escasas palabras que una y otras sabían de los idiomas extraños, apelando a una mímica expresiva, a veces angustiosa, pero ya lo suficientemente experimentada para que todas quedaran satisfechísimas del resultado de las visitas, y manifestaran grandes deseos de comunicarse, de “platicar”, de contarse todas las cosas que les ocurrían durante el tiempo que dejaban de verse.

Markowsky sólo charlaba cuando estaba presente Alfaro, pues era de suyo reservado, hermético y no teniendo necesidad de hablar, se callaba.

La mujer de Compean, la de Vallejo, Amparito, (una muchacha que servía de maestra de escuela cuando buenamente había tiempo, local y alumnos), y otras de la granja, sentadas en los escalones del pórtico, hablaban en voz baja, por respeto y por cortedad, sin atreverse a tomar parte en la conversación de las damas.

A lo lejos veíase a los hijos de Pantusa que cortaban flores silvestres, acaso con el fin de apartarse de los niños mexicanos, con quienes no congeniaban.

Cuando sobre la cinta gris de la carretera se hizo visible el coche de Luis y se pudo ver la aristocrática figura del muchacho rubio y blanco, la muchedumbre amontonada en la casa prorrumpió en exclamaciones de júbilo. El niño, al ver aquella extraña demostración se sintió molesto. Sus mejillas se tornaron rojas. Luis lo bajó del vehículo en brazos, como si se tratara de un recién nacido y lo puso de pie en el suelo después de besarlo.

Ana María estaba intensamente pálida, sin saber dar rienda suelta a su emoción y a su alegría. El niño, desentendiéndose de todas las manos que se le tendían, corrió hacia ella, pero al llegar a su lado se detuvo, extrañado, confuso, y como con el pavor invencible de quien ve un espectro. Obligaron a la enferma a sentarse, porque a ojos vistas perdía el vigor que la mantenía en pie:

El niño dió suelta al llanto gritando:

—Oh, mother, mother...

Aquellas sencillas palabras, dichas en inglés, produjeron un raro estupor entre la colonia mexicana. Eran como la valla de siempre, que con el más leve detalle separaba de las dos razas.

Algunos de los trabajadores se veían entre sí como diciendo:

—Ya no es el mismo.

El recién llegado, sollozando convulsivamente en el regazo de su madre, donde se ocultara como para no verla, sentía sobre sí el peso de un formidable desconcierto. Le habían dicho que estaba enferma, pero no llegó a pensar que se le hubiera acabado de tal manera la hermosura, de que él estaba tan orgulloso, y que ella misma fuera otra, como una sombra de la mujer enérgica, arrogante, aristocrática que dejó al marcharse. La idea de aquella belleza, de aquella distinción, de aquella juventud amparadora y fuerte, eran un consuelo y un argumento contra los inconscientes y crueles enemigos de sus afectos y eran también la certidumbre de una protección futura, de una compañía grata. Instintivamente advertía que el consuelo y el amparo se le escapaban. El amor de su padre se le presentaba sin el calor, sin la devoción y la ternura de Ana María a la que, si había llegado a olvidar un poco por obra del alejamiento que entibia los más grandes cariños, ahora, libertado del ambiente frío del colegio, readquiría de pronto sus fueros de madre verdadera, que había arrullado con besos y caricias su niñez desvalida.

Ana María, por fortuna para ella y por obra de la debilidad que la privaba de su extraordinaria lucidez, no percibió la causa del desconsuelo de su hijo ni pudo ver la tormenta que pasaba por su alma ni la impresión que el espectáculo producía entre la gente de la colonia.

Con el heroico esfuerzo de todas las madres, sacó alientos de su debilidad para acariciar y consolar al niño.

Este la veía hablar, con los ojos muy abiertos, sin entender ya claramente las palabras que salían atropelladamente de la boca tan amada.

Los camaradas de Luis se acercaron para saludarle, hablándole en inglés.

Sintió el pequeño colegial un extraordinario consuelo al escuchar el acento familiar que era como un eco del que acababa de oír en su colegio.

Con la volubilidad propia de los niños se puso en pie de un salto y todavía con los ojos llenos de lágrimas y la boca iluminada de sonrisas, habló cariñosamente a sus amigos.

Los colonos se fueron retirando poco a poco, como si experimentaran la frialdad del ambiente. Los niños hablaban entre sí, en inglés, olvidados de la gente que les rodeaba. Ana María pretendía en vano sobreponerse a su debilidad para atraer a su hijo y se concretaba a mirarle, sonriendo con débil sonrisa, contenta a pesar de todo y sin tener a su vez, más pensamiento que para el recién llegado.

Luis Alfaro presenciaba aquella escena con el corazón oprimido. Resultaba más dura para él que para nadie. Volvía a sentir en toda su intensidad el peso de su desventura. Su esposa, herida de muerte, su hijo, muy lejos de ser el compañero que hubiera sido el que naciera de su amor y de su raza, su casa, la de sus afectos, amenazando ruina, la patria lejana, casi perdida en una bruma de recuerdos...

Ni siquiera podían entender su tragedia aquellos amigos extranjeros que de tan buena voluntad se le acercaban tratando de comprenderle y de hacerle llevadera la existencia, que ellos suponían sencilla y fácil como las suyas propias, ajenas a la complicación sentimental y a la inadaptación que sufría el mexicano, hijo de una sola tierra e incapaz de querer a otra patria que no fuera la suya.

Le sacó de su ensimismamiento y de la situación embarazosa en que se hallaban colocados los que habían ido a una fiesta y se encontraban de pronto con aquella fría escena, el verboso Pantusa, que no sabía estar callado mucho tiempo.

—¿No cree usted que a la señora le haría bien recogerse a sus habitaciones? Podríamos hacerle compañía en el interior de la casa.

Ana María protestó. A ella, lo único que le hacía bien era la presencia de aquel muchacho fuerte, de ojos vivos, de rostro angelical, que hablaba cada vez con mayor animación a sus amigos, como si al hallarlos le hubiera pasado el temor de no encontrar seres simpáticos que le hicieran agradable su corta permanencia en la granja.

—Aquí estamos bien —aseguró Ana María. Que traigan sillas para instalarnos todos en este lugar, que es el más fresco.

La tertulia se fue animando poco a poco. Los niños hablaban de sus respectivos colegios con entusiasmo, contando sus proezas de deportistas, exagerando sus triunfos de estudiantes, prometiéndoselas muy felices para cuando regresaran.

Monopolizaban la conversación los chicos. Los Markowsky, como siempre, sin hablar, aunque visiblemente satisfechos con la juvenil algazara, cruzados de brazos, oían embelesados. M. Martín asentía gravemente a las más nimias cosas. Los Pantusa respiraban satisfacción por todos los poros dándose cuenta de que sus hijos eran admirados. La enferma, pasada la fuerte emoción de los primeros momentos, se incorporaba para acariciar la rubia cabeza del pequeño, que de cuando en cuando se esforzaba por corresponder con una sonrisa.

Solamente Luis Alfaro espaciaba sus miradas por una lejanía remotísima y se pasaba la mano por su espesa cabellera, tratando de animar sus propios pensamientos.

Como ocurre siempre a los que reciben por primera vez la visita del dolor, ese huésped terco que cuando llega tiende a instalarse definitivamente, Luis no hacía más que explorar el porvenir. No podía acostumbrarse a la oscuridad del horizonte. Ahora, con la presencia del niño, veía un nuevo motivo de desconsuelo, otra complicación cuya intensidad no había calculado cuando la mirara desde lejos.

¿Qué iría a ser de esa criatura? ¿Tenía derecho para retenerla e imponerle la paternidad legal sin haber podido darle un alma comprensible, sin haberlo conquistado por medio de una paciente labor de acercamiento, y habiendo permitido que lejos de él se lo cambiaran, le tornaran desconfiado, y huraño, lleno de prevenciones y frialdades?

—Pero los niños son susceptibles de cambiar tantas veces… pensaba Luis con esperanza. Si lo llevo a México, olvidará estas cosas ya estas gentes y sus prejuicios; aprenderá el idioma y será lo que hemos querido que sea: el hijo que lleve el hombre próximo a extinguirse el compañero de mi vida.

Esta idea animó al desterrado, que solía pasar, con su espíritu voluble, de las mayores desesperaciones a los más exagerados optimismos. En aquel momento, por obra del entusiasmo que le proporcionaba la ilusión, olvidaba también la enfermedad de su esposa.

Trató de animar la tertulia preguntando a sus vecinos las mil cosas que se relacionaban con sus trabajos. Todos prosperaban en sus empresas agrícolas. La tierra daba matemáticamente las cosechas y ellos aumentaban su capital con una regularidad un tanto monótona. Solamente Pantusa andaba buscando con su actividad incansable, negocios nuevos en la ciudad. Tenía muchos proyectos, contaba ya con el capital que se requería para afrontarlos y estaba abocado a ser el millonario, el multimillonario que una vez puesto en el camino del éxito no para hasta que la mano se cansa de acumular dinero o la muerte viene a suspender la tarea fácil de aumentar el peculio por medio del trabajo, la constancia y la fe en la prosperidad del país donde se desarrolla esta prodigiosa labor de los modernos reyes Midas.

El silencioso Markowsky, que mostraba desde hacía mucho tiempo el deseo de decir algo, se animó por fin:

—Quisiera preguntar a usted una cosa, señor Alfaro.

—Diga usted.

—Es el caso que... desde hace mucho hemos estado pensando la señora Markowsky y yo en... bueno, queremos pedirle informes, esto es, deseamos ver si es posible ir a México a establecernos…

Los colegiales se mostraban inquietos dentro de aquella reunión de hombres graves. Ana María tenía cogido a Luisito y este, aunque cariñoso y cortés trataba de corresponder a los halagos, no podía disimular el deseo de disfrutar de la compañía de sus amigos.

—¿Quieres ir a jugar con los niños? —le dijo su padre antes de contestar a la pregunta del polaco.

Con estruendosa vocería, olvidado ya de sus llantos y de sus penas, bajó Luis la escalera del pórtico y se perdió con sus amigos en la arboleda cercana a la casa, dejando una estela de risas y de alegres voces.

Alfaro se disponía a responder a la pregunta de Markowsky cuando advirtió que la reunión había perdido todo el interés para Ana María desde que se fuera el niño.

La señora seguía con los ojos la ruidosa ruta del grupo juvenil y sin poder disimular, propuso a las vecinas dar un paseo por la arboleda.

Aceptaron gustosas. Se quedaron solos los cuatro hombres y por fin pudo Luis responder al polaco, que esperaba atentamente.

—¿Ir a México a trabajar? exclamó Luis con la efusión que ponía en sus palabras siempre que hablaba de su país. —Buena idea. Creo que no hay punto igual en el mundo para hacer fortuna rápida y disfrutar al mismo tiempo de la incomparable bendición de un clima único, de la naturaleza más amable, de las gentes más fáciles de conquistar y de una vida, en fin, que parece haber sido hecha para gozarla intensamente, como una copa de buen vino.

Hizo después el militar retirado el elogio ardiente con que solía acompañar los recuerdos de su patria. Era una tierra de promisión. Aún en aquellos lugares que parecían más áridos, las “haciendas” que no rendían producto por medio del cultivo de la tierra, lo daban sus montes donde pastaban ganados abundantes, con sus plantas textiles que crecían a la buena de Dios y desde hacía muchos años proporcionaban la materia prima para mil industrias europeas. Donde faltaba la naturaleza exuberante, la tierra pródiga en flores y frutos, había las minas que igualmente dábanle al mundo la plata en proporción mayor que cualquier otro país, el oro, toda clase de metales. Costaba muy poco esfuerzo triunfar, hacer fortuna. No se necesita nada para vivir holgadamente.

Markowsky, aunque visiblemente confuso por la calidad de la pregunta que iba a hacer, no pudo evitarla, tratando de obtener la explicación de algo que le parecía incongruente.

—¿Cómo es, entonces, señor Alfaro, que hay en su tierra tantos pobres? ¿Por qué existe ese tipo de mexicano que viene a los Estados Unidos y que semeja haber sufrido todas las miserias y no haber disfrutado jamás de los bienes que usted asegura que Dios le dió en abundancia a su país?

—Es que mi patria, Míster Markowsky, como todas las tierras jóvenes, está en el periodo angustioso del crecimiento, de una niñez atolondrada, en que sus hijos no ven siquiera la oportunidad que el propio suelo les ofrece. Desde hace un siglo vivimos en revoluciones y los que las hacen cogen el fruto de rama y se olvidan de cultivar, de regar el tronco que da la rica floración. Y el tronco son esas razas abandonadas para quienes no existe la abundancia que los extranjeros aprovechan y sólo unos cuantos nativos, mejor instruidos, o privilegiados por una educación superior, alcanzan a ver y disfrutan, la mayor parte de las veces por herencia, y otras merced a un esfuerzo fructífero y consciente. Ha de pasar mucho tiempo para que los nuestros, esos trabajadores que usted y todos los que no conocen a México suponen que proceden de un país empobrecido y miserable, se vean arrastrados por la impetuosa corriente.

Comprendíase que Markowsky estaba deseando ser convencido. Formaba parte del número de los poquísimos extranjeros que no consideran a los Estados Unidos como la tierra prometida. Su carácter adusto y reconcentrado no se avenía con la ligereza del carácter yanqui. Era de los que buscan en la vida un rincón para vivir y la Unión Americana le parecía demasiado amplia, excesivamente abierta. Suponía que pasando el tiempo habría tal congestión de emigrantes en aquel país, que, seguramente, viviría molesto. México, para él, era algo tan exótico como su nombre, un punto olvidado del planeta, lugar legendario en el que aun podía un hombre vivir solo, aislado, sin vigilancias molestas ni forzosas vecindades, como la de M. Martin, excesivamente ceremonioso y como la de Pantusa, notoriamente ruidoso. El carácter de Luis, su afabilidad, su bondad, su cortesía, antojábansele magnífico indicio Había de ser una delicia vivir en un pueblo donde las clases superiores eran como Luis Alfaro y como su esposa y donde los de abajo tenían la humildad, la dulzura de los trabajadores que iban, a veces, a pedirle trabajo, como quien solicita una merced inefable.

Con su voz grave declaró:

—Pues créame usted que un buen día realizo los bienes que tengo aquí y me voy a México.

El italiano y el francés le dirigieron una extraña mirada en que había compasión, burla e ironía. No se atrevían a expresar claramente su sentir delante de Luis porque le habrían ofendido, pero sin gran esfuerzo se advertía que consideraban un despropósito la resolución del polaco. Ellos estaban convencidos de que no había en el mundo otro lugar tan bueno para vivir como los Estados Unidos y que no podían menos de ser ciertas todas las historias que publicaban los periódicos acerca de las atrocidades que se cometían en México. Llegar a la frontera mexicana y tener en peligro la vida o exponerse a perder el reloj, era todo uno. Las gentes como Luis constituían una excepción. Su educación europea le había redimido del pecado original de ser mexicano. México no era más que un gran país productor de “peones”, donde la gente vagaba triste entre selvas inextricables y vivía en chozas míseras sin más anhelo que emigrar a los Estados Unidos o hacer una revolución. En cambio, ¡qué vida la del que tenía el privilegio de contar con la carta de ciudadanía norteamericana! “American Citizen” era el título de la moderna nobleza o cuando menos, sí había que tomar las cosas democráticamente, el mayor orgullo y la aspiración suprema de los que querían salir de la condición vegetativa de los agotados pueblos europeos y de las convulsionadas razas de la América española. Y era curioso: mientras una buena parte de los mexicanos pugnaban por abandonar su país e imploraban la entrada a los Estados Unidos, un europeo bien establecido en la Jauja milagrosa de las máquinas y de los millones, trataba de cambiar este portento por aquella tristeza llena de inseguridades y peligros. ¿Había quien pudiera excusar herejía tan grande?

Luis comprendió lo que pasaba por el espíritu de sus visitantes y aunque tuvo el deseo de salir, como siempre, a la defensa de su país, con aquél exaltado amor que le hacía agradabilísimas tales campañas, porque era darle un tema que despertaba su orgullo racial, calculó que nunca lograría convencer a aquellos hombres cogidos ya por el dogmatismo de los Estados Unidos, el país de las ideas hechas, de los prejuicios y de los errores basados en el fundamental disparate de que nada hay semejante a la tierra del Tío Sam y de que todo debe medirse con el cartabón de su bienestar material, aun la felicidad y la espiritualidad de los otros pueblos. Comprendió también que era empresa extrahumana querer librar del peso de la campaña de desprestigio a un pobre país calumniado, codiciado y explotado, y cuya vida llena de peripecias políticas, de asechanzas extranjeras, ha servido admirablemente para darle una fama internacional de inadaptado e irredimible.

Del fondo del bosquecillo donde sólo se oían risas infantiles vino de pronto un rumor extraño. Se oyeron gritos de angustia y llantos de niño. Uno de los trabajadores, que había seguido de lejos al grupo para observar los juegos de los pequeños, llegó corriendo para dar la mala nueva:

—Señor, Señor, la señora se ha puesto mala...

En un momento transladáronse los hombres al sitio de donde venían las voces.

Ana María, en los brazos de la señora Pantusa y tendida sobre el césped semejaba estar muerta. Tenía una lividez amarillenta en el fino rostro y abría penosamente los ojos. Luisito se abrazaba a ella lleno de una aterrorizada congoja. De él eran los gritos que se oyeron hasta la casa de la granja. Los otros niños contemplaban, pálidos y amedrentados aquel cuadro. Iban llegando de todas partes grupos de campesinos que daban muestras de gran desesperación al percatarse de lo que ocurría. La enferma acariciaba levemente, con su mano blanca y sin fuerzas la cabeza del niño.

Alfaro tenía una palidez casi igual a la de Ana María. Con ansiedad terrible se acercó a ella y cogió con las suyas su yerta mano. Ella recobró un poco sus facultades. Tuvo una sonrisa para su esposo con la cual parecía alentarle. Había sido víctima de un síncope a causa de las emociones del día y por el esfuerzo que hiciera para acompañar a su hijo. Todos se aprestaron a conducirla a la casa, pero Luis la tomó en sus brazos y la levantó levemente, sin hacer ningún esfuerzo, y por primera vez se dió cuenta de lo poco que quedaba de materia en aquel organismo que parecía exhalarse lentamente, como un perfume, marchitarse como una flor agostada por el sol del mediodía.

X

Era admirable la resistencia de aquel cuerpecito débil. Si bien cada vez más agotada, Ana María, sin rendirse a la dolencia, sin admitir nunca que ésta pudiera ser mortal, volvía de cada recaída animosa y resuelta, asegurando que el peligro, si existió, había pasado. Esta vez, al cabo de la postración causada por las emociones de la llegada de su hijo y que la tuviera dos semanas en cama se mantenía en pie por un prodigio de voluntad y por un milagro de fe y de esperanza. Demacrada, casi lívida, mostraba a las claras que estaba ya cerca del término de la lucha. El médico, que cada vez que venía a verla apenas podía disimular esa incertidumbre de todos los médicos ante los casos desesperados, esa manifestación de la humana impotencia ante lo inevitable, recetaba de mala gana y ni siquiera se tomaba la molestia de consolar a Luis. Con sajona y ranchera cachaza apretaba los labios, encasquetábase el sombrero, salía del cuarto de la enferma sin decir palabra, se despedía de Luis con un sencillo ademán y montaba su ruidoso cochecillo.

Por su parte, Ana María, contentísima con la presencia de su hijo, elaboraba futuros planes como si tuviera una larga vida por delante. Los principales eran el arreglo de las fiestas patrias, que habían de celebrarse dentro de pocos días, y el regreso a México. Aunque apenas podía salir de su cuarto, desde allí organizaba y disponía, secundada con entusiasmo por el chiquillo, que se había acostumbrado sin tardanza a verla enferma, a sus nuevas condiciones de vida, al trato de los muchachos campesinos, a todo, con esa divina conformidad y esa adaptación encantadora que constituye uno de los privilegios de la feliz edad de los niños.

Sin desaparecer del todo, se habían atenuado sus recelos antimexicanos del colegio. Por primera vez se interesó por la historia del país de sus padres. Como quien refiere un cuento, Ana María le había hablado de las proezas de Hidalgo, de su resolución al enfrentarse con el poder español que sojuzgó a México por tres siglos, del arrojo de Morelos, de la nobleza de Bravo, de las grandes batallas en que habían resultado triunfantes los insurgentes, cuya traza pintoresca deslumbraba la imaginación del niño al examinar las láminas a colores del “México a través de los Siglos” donde veía a los indios tapando las bocas de los cañones con sus sombreros o derribando a lanzazos a los apuestos realistas. Equiparaba a Hidalgo con Washington, les encontraba semejanza, y México readquiría algún respeto en su concepto. Se le despertó un entusiasmo tan inocente como el de muchos de los mismos mexicanos que en la tierra extraña sentían nacer la idea de la patria al oír hablar de ella con una devoción y una ternura jamás oídas ni sentidas cuando vivieron en el suelo nativo.

Colaboró, pues con su volubilidad de mexicano por temporadas, a los arreglos de las fiestas. Se encargó de notificar a los que resultaban con alguna comisión en los programas que elaboraba Ana María, y de llamar a los que debían desempeñar trabajos materiales en el arreglo del salón. La fecha de la celebración se acercaba a más andar. Era en los primeros días de Septiembre y sólo quedaban dos semanas para poner todo en orden. El galerón se hallaba ya limpio de los trabajos y semillas que guardaba. Sus paredes de madera estaban siendo tapizadas con anchos listones tricolores de papel y multitud de banderas con el verde, blanco y rojo, que alegra el alma de los mexicanos. En uno de los extremos se improvisaba un escenario donde tendrían lugar los actos solemnes de la fiesta y se instalaría la música, la Junta Patriótica y demás elementos dirigentes. Grandes retratos de los héroes habían sido traídos de San Antonio y estaban siendo enmarcados a gran prisa para adornar con ellos los muros del espacioso salón.

Ana María estaba empeñada en que aquella fiesta fuera “como ninguna”, y su esposo, triste, la dejaba hacer, adivinando y sintiendo en el alma la causa de aquella ansia patriótica que antes no tuviera y que ahora se externaba envuelta en el incontenible y obsesionante deseo de acercarse, aunque fuera espiritualmente, a la tierra que ya nunca volvería a ver.

La ventana de su cuarto daba precisamente al salón de la fiesta y para mejor dirigir el arreglo, hacía acercar su sillón al sitio aquel, desde donde observaba la mayor parte de los detalles. Su hijo explicaba, yendo y viniendo como una devanadera, de la ventana al salón y del salón a la ventana, aquello que su madre no podía ver. Estaba imposibilitada para dirigir personalmente los trabajos, como ella quisiera. Aseguraba que si la dejaran podría hacerlo, pero la verdad era que no podía moverse de su asiento y que con gran dificultad abandonaba el techo todas las mañanas. No demostraba, sin embargo, ninguna flaqueza de ánimo ni tenía las horas de melancolía de sus primeros días de enferma. Para ella, la fiesta era como una medicina. Sin explicárselo ni dar razón ninguna, tenía la certeza de que una vez satisfecho su deseo y contentos los colonos con el fuerte recuerdo que les dejase podría emprender el viaje de regreso sin más demoras ni dificultades.

Casi se habían paralizado en la granja todos los trabajos que no tuvieran relación con los famosos preparativos. Los colonos de todos los sexos, edades y condiciones mostraban igual empeño para prestarle solemnidad a la gran celebración. Las mujeres arreglaban trajes para sus hijos, los hombres le ponían mano a las improvisadas construcciones y hombres y mujeres tenían alguna habilidad artística la ensayaban para presentarla en las lucidas fiestas. Unos tocarían o cantarían, otros recitarían, y un nutrido número de colonos aprendía discursos tomados de los libros que año por año proporcionaba el mismo material.

Y quien hacía mover aquella máquina de animación y de entusiasmo era una mujer moribunda. Los colonos se olvidaban de esa circunstancia, en parte porque no comprendían la terrible naturaleza del mal de su señora y en parte porque la corriente de su entusiasmo, una vez suelta y arrebatada no se paraba en observaciones. México, el nombre seductor, la tierra atrayente y brava, el recuerdo obsesionante ponía ráfagas de amor en los espíritus y era señuelo y esperanza, premio de una labor dura, para los que veían cercano el regreso, motivo de una dulce tristeza para quienes sentían enredarse en sus vidas las realidades que les ataban a la tierra extraña y causa de un dolor lacerante para los que comprendían que ese México adorado, ya no era para ellos sino un recuerdo que se iba hundiendo en lo imposible, el recuerdo de un grande amor que ya nunca habría de ser gozado; mas, para todos, algo tan fuerte e imperativo, que imponía como un mandato inflexible el culto, la devoción, el amor.

La pobre enferma experimentaba a un mismo tiempo todos esos sentimientos. Pasaban por su alma las penas y las exaltaciones que sufrían todas las gentes de su raza, las que anhelaban volver, las que decían, desde el fondo de su alma, adiós a la tierra de sus amores, porque sabían que nunca más la poseerían, las que vagaban, recorriendo una órbita de dolor, alrededor de la atracción inalcanzable. Ella sufría por todos y por todos esperaba.

En estas tibias noches del otoño, cuando se apagaba el rumor de los que trabajaban en el arreglo de los festejos, y caía sobre la campiña un dulce velo de sombras y de silencio, la doliente señora hacía que acercarán su sillón a la ventana por donde llegaban las fuertes emanaciones de la tierra cargada de flores y de frutos. Allá arriba parpadeaban las estrellas invitándola a soñar. Y ella se olvidaba de todo, se reconcentraba en su esperanza y como por obra de un suave sortilegio por una fuerte sugestión de su anhelo, veía lo que quería y vivía en un mundo fabricado con todas las cosas idas, con los anhelos rotos, con cuanto se le escapaba de las manos y se tornaba rebelde y engañador.

Se miraba de nuevo en su finca de Valle Umbroso, tal como ella la había dejado, con las mismas gentes, las mismas caras y los mismos afectos emocionados y maternales. Nadie había muerto ni el tiempo destructor había pasado sobre los seres y las cosas. Ella regresaba casi en triunfo después de tan larga ausencia y todos los brazos se le tendían y todos los pechos palpitaban. Gabriela, la criada que en aquellos momentos la miraba en silencio, con sus ojos enternecidos y abismados, de bestezuela que presiente el peligro y huele la tragedia, no estaba allí, arrinconada, vigilándola y sosteniéndola con su mirada constante y dolorida sino que se amontonaba, bajo el arquerío de la “casa grande” con los que acudían a verla bajar del coche, grande como una embarcación —¡todo allí era grande, Dios Santo!— y estruendoso como un tren de guerra, tirado por cinco caballos que jadeaban después de la carrera tendida desde la estación del ferrocarril hasta la finca; Simón, el mozo, siempre adusto y grave, tenía en aquellos momentos una imperceptible sonrisa de contento. Todos la decían:

—Niña, niña…

Y ella corría al interior de la casa, después de besar a sus padres y reconocía cada sitio, cada mueble las flores del jardín, el agua de la fuente, su alcoba de virgen en donde todo estaba como siempre, la capilla donde soplaba un aire húmedo y donde los mismos ángeles de las bóvedas y los santos de los altares la daban la bienvenida con un delicado gesto que ella entendía. Visitaba después los establos y los corrales, seguida de los canes fieles que brincaban de gozo, e iba después por las casas de los peones donde la esperaba la misma sonrisa acogedora y agradecida. Y ella preguntaba por todos porque a todos reconocía y no se le escapaba ni el nombre de un rapaz ni el detalle de un noviazgo ni la fecha de un nacimiento.

Después, sin transición, transportándose con el mágico poder del pensamiento, iba a Pátzcuaro, donde también había una casa suya tan llena de recuerdos como ésta de la hacienda. Cuantos conocía en el pueblo salían a recibirla, como si su regreso fuera un acontecimiento que todos estuvieran esperando por largo tiempo y que al fin se realizara. Y ella recorría atenta los lugares queridos y pasaba lista, sin una falla, a todos los que amó, a cuantos tuvo cerca. Y en la romántica peregrinación por aquel camino de su juventud, por la blanca senda de la mañana feliz de su vida, veía y oía desfilar sus recuerdos, frescos y fragantes, como si fueran cosas de ayer, con tal exactitud, que sólo una imaginación enfermiza, exaltada por la dolencia, podía reproducir. Hasta creía sentir el frío de los hierros de su ventana, a los que se afianzaba para explorar la calleja sombría por donde, en las noches, llegaba Luis, paso a paso, para una de las dulces pláticas de su noviazgo feliz.

A través de los árboles altísimos y copudos que ocultaban los muros de las casas se asomaba la luna, por el mismo claro, que se le representaba como si lo estuviera viendo. A lo lejos brillaban las lucecitas tenues de las tiendas que en torno de la plaza principal servían más que para las operaciones del comercio, para la tertulia de los notables del pueblo. De una charca cercana al lago venía un croar de ranas y a lo lejos se oía el silbato del tren que se alejaba…

Todo como entonces...

De estas alucinaciones venía a sacarla Luis, temeroso de que el aire, que refrescaba a medida que avanzaba de noche pudiera hacerle daño. Ella volvía pesarosa a la realidad. En aquellos momentos la abandonaba su optimismo y lloraba desolada. Era muy brusco el descenso de aquel castillo de sueños a la dolorosa realidad del momento en que vivía.

Las noches resultaban fatales para ella. Pero con la luz de cada mañana volvía la esperanza que le infundía alientos para seguir cabalgando en el torbellino de entusiasmos que desataba todos los días su exaltada imaginación.

XI

A picture containing text, book

Description automatically generated

Ilustración: Roberto Silva, La Prensa, 14 de diciembre de 1941, página 29.

Bellavista trepidaba de entusiasmo. La tranquila granja se había convertido en un centro de alegría. De los lugares comarcanos, de todos aquellos en que el viaje era posible para los recursos de los que sabían de la fiesta, llegaron en grandes caravanas los romeros. La bondad inagotable del dueño de la finca y la hospitalidad de los colonos, característica de la raza, exaltada por el motivo de la celebración, facilitaba el acomodo, en aquel espacio relativamente pequeño, a la avalancha de mexicanos, que se había transportado por todos los medios imaginables.

Era gente, toda ella, acostumbrada a las grandes caminatas para ir a las fiestas del santo de su devoción de un extremo a otro del país. Ir en tren, a la ciudad de México, a la Villa de Guadalupe, a visitar a la virgen morena, no era hazaña considerable, desde el punto de vista del Sacrificio. Muchos habían hecho la peregrinación desde las poblaciones fronterizas del norte hasta San Juan de los Lagos, en el Estado de Jalisco, al paso tardo de las recuas de burros que llevaban a las mujeres, caminando semanas y semanas, bajo el sol y bajo la lluvia, acampando en despoblado, sufriendo privaciones, pero alegres y satisfechos por aquello que era para ellos, de todos modos, una fiesta pues les sacaba de la rutina de su vida y les cambiaba por un momento la perspectiva gris de su horizonte estrecho.

Fiesta extraordinaria, suntuosa, era, por lo mismo, la que se les ofrecía ahora en un lugar donde sabían que les esperaba una conmemoración que les juntaba, en una sola, todas las devociones. Recordar a México, en una gran reunión de mexicanos, exclusivamente, en un pedazo de tierra que por ser poseída por un mexicano parecía la propia, y lejos del aparato de la refinada civilización extraña, que con su sola grandeza y su ruido ensordecedor les excluía, a ellos, que eran pobres y tristes; recordar a México en tales condiciones, era sentir, con un gran descanso dentro del alma, la caricia del recuerdo lejano, en que venía envuelto todo la que allá abajo fuera grato y amable.

De allí la extraordinaria animación. Luis Alfaro había querido complacer cumplidamente a sus paisanos y les había dejado obrar a su antojo. Así se logró que la noche de la celebración tuviera los colores de un gran cuadro mexicano auténtico, pintoresco, con todas las características de las fiestas vernáculas, en que sobre las densas sombras se destacan las luminarias de las candilejas y rayan el azul oscuro del cielo, salpicado de estrellas, los cohetes silbadores, con su fugaz estela de chispas; y hay olor de fritangas, rasgueo de guitarras, ofertas urgentes de comerciantes improvisados, enrevesados gritos de los que anuncian loterías mediante comparaciones, a veces ingeniosas, a veces incomprensibles, y con el sonsonete más gracioso que se pueda pedir: “butagó mi compañeró”; el qué te esperá en la esquiná”; “quien ha vistó el sol de noché” (así, recargando el acento en cada sílaba); gritos de alegría y explosiones llenas de amenazas, y el runruneo y el ir y venir de una multitud que se divierte a su modo, tristemente en apariencia, pero sintiendo en el fondo del alma, con toda intensidad, el goce de vivir y el orgullo de pertenecer a una tierra llena de leyendas, de heroísmos de generosidades...

Bellavista había perdido un poco de su aliño de finca rural, pero había ganado en aspecto mexicano. Toda ella estaba rodeada de los vehículos en que llegaron los visitantes. Tenía algo de aduar y de vivac. Carromatos destartalados, fotingos que sonaban como un cascabel al andar; algún coche de lujo de los pocos mexicanos acomodados que había en la comarca, caballos y mulas que se metían por todas partes, pulular de chiquillos curiosos, tiendas de campaña mandadas levantar por Luis para dar alojamiento a sus huéspedes que llegaban en montón, sin ser invitados; todo ello, en confusión pintoresca, le daba nueva traza a Bellavista.

Algunos de los colonos hacían servicio de vigilancia para evitar intromisiones a la casa de los amos. Se estableció la consigna de no molestar. Allí adentro había una señora enferma que gozaba con el trajín, pero cuya delicadeza había que considerar.

En el “play ground”, bien lejos de la casa, se armaban puestos para vender guisos y chucherías mexicanas.

Los recién llegados andaban un tanto cohibidos con la noticia de que en la casa había un enfermo. Después de acomodar sus coches, de alojar a su gente y de dar un vistazo a la granja, se desparramaban silenciosamente por la verde campiña. Formábanse grupos aquí y allá. Muchos no se conocían, pero bastaba poco tiempo para que surgieran las amistades, mediante ese afán de los paisanos que se encuentran en tierra extraña y quieren saber de dónde vino él otro, por qué vino, cómo le va, en qué trabaja, cuánto gana.

—¿Y usté, de ónde es?, le pregunta un hombre de edad inmadura, curtido por el sol, seco por los trabajos y las privaciones a otro que es su polo opuesto: un mozo robusto, vendiendo salud por los mofletudos carrillos sonrosados a pesar de su color moreno subido.

—¿Yo? Uy... de muy lejos. Fíjese. Del Estado de Guanajuato. De Cuerámaro...

El otro sonríe socarronamente:

—Y a eso le llama usté lejos? Yo vine de Guerrero; de Zumpango del Río.

—De la tierra caliente...

—De la mera tierra caliente, donde hay alacranes y cocos y fieras y changos y pericos. Pura sierra y ríos y árboles grandes que crecen a la voluntá de Dios hasta que se caen de viejos.

—¿Y desde allá vino? repone el muchacho, viendo de arriba a abajo a su interlocutor, como considerando la locura de abandonar aquella abundancia para venir a esta aridez. Y ¿por qué vino?

—Lo de todos, Aquello se puso duro y nos dijeron que aquí se barría el dinero con escobas. Las escobas sí las hallé, pero el dinero no. Yo barro las calles en Arley. Y usté, ¿qué hace?

—Trabajo en un restaurant de Kansas.

—¡Oh! a usté le va bien. Con el agua hasta el cincho y el pasto hasta la barbada... Y ya les he de entender bien la averiguación a estos gringos.

—Pues sí, ya hablo inglés, pero ni crea que encontré la cosa tan fácil. Se pasan trabajos en esta tierra. A toda ley la de uno. Ni las comidas saben bien aquí. Mucho aceite, muchas yerbas babosas, mucha carne refrigerada. No hay que darle vueltas: ya tenemos el paladar hecho a otras cosas.

—El paladar y todo lo demás, termina sentenciosamente el viejo, mientras se aleja, sin despedirse de su nuevo amigo y en busca de otro a quien hacerle las mismas preguntas que acaba de largarle al que dejó.

Hay muchos forasteros sentados en las lomas vecinas divertidos con la animación que ofrece la finca. Se las prometen felices para aquella noche de fiesta y disfrutan anticipadamente, con esa melancólica alegría mexicana, del agasajo que se les prepara.

En tanto, en la finca le dan los últimos toques al decorado del salón y a los números del programa. Habrá un desfile solemne, con teas, pendones, retratos de los héroes y la comitiva oficial que presidirá la ceremonia. Han sido invitados los europeos amigos de Luis, que tienen curiosidad de ver una fiesta mexicana y consideran un deber asistir a aquel homenaje a la patria de su amigo.

Balbina, la mujer de Vallejo, asesorada por Amparito, la maestra de escuela, en aquellos detalles literarios e históricos que la antigua ranchera no entiende, no para, a pesar de sus noventa kilos, disponiéndolo todo. Tiene huéspedes en su casa, como todos los granjeros, entre quienes se distribuyó buena parte de la foránea concurrencia; y con esas obligaciones, el arreglo de los niños y la organización de la fiesta, lleva muchos días de fatiga que, por lo demás, no la rinde.

A medida que pasan las horas y se da cuenta de la dolorosa incongruencia del momento, Luis se siente alarmado, inquieto. Lo menos a propósito para la dolencia de su mujer, que requiere soledad y silencio, es aquella fiesta en que seguramente no irán a faltar las explosiones de alegría, a veces bárbaras, de una gente que no saben expresarlas de otro modo. Pero ella fué la que se empeñó en tan desatinada reunión. ¡Y cómo iba a negarle nada! Mas, ahora que ve de cerca el acontecimiento, tiene que admitir que ha sido demasiado consecuente e irreflexivo. Al menos, para su espíritu acongojado, no puede haber peor tortura que la de una fiesta junto a una tumba abierta.

Ana María sigue animosa, aunque cada vez más débil. Hállase en ese trance, de los enfermos de su condición, en que el espíritu arde como una llama mientras el cuerpo se consume. Ya había admitido, después de muchos ruegos de Luis, que no asistirá a la fiesta. Se resignaría a verla desde la ventana de su cuarto, a percibir el ruido, a darse cuenta de la animación de los demás. Lo que a ella le importaba más que nada, era no declararse sin fuerzas, no rendirse a la enfermedad, ni volver definitivamente al lecho, al lecho, al que le temía con una instintiva desconfianza de enferma incurable.

Aferrada a la ventana, que era ya todo el mirador de su vida, contemplaba con afán la actividad de sus colonos y de sus visitantes. Estos habían recibido indicaciones de no molestarla con conversaciones ni preguntas. La saludaban respetuosos o pasaban frente a ella, mirándola de través, con su característica cortedad.

Para que presenciara los preliminares de la celebración la habían llevado, Gabriela, su criada, que no se retiraba ni un momento de su lado, y las señoras “extranjeras”, como les decía, (aunque ella fuera más extranjera que nadie en los Estados Unidos), a la parte trasera de la casa, al porche, desde donde se dominaba perfectamente el gran espacio abierto que, formando una plazoleta, estaba frente a las casas de los trabajadores. Allí se iba a formar la comitiva que vendría en solemne procesión hasta la sala donde se alzaba el “altar patrio”, el granero que ya todos conocemos.

Desde allí se veían los afanes de Vallejo y de Luis para organizar el dichoso desfile. Negreaban los trajes de los colonos más distinguidos, que, ajenos a los ardores de la temperatura, no habían perdonado este detalle de la fúnebre y, para ellos, elegante indumentaria. Un tanto contrariado andaba Luis, a pesar de su magnífica disposición para pasar por todo y hacer una excepción en su vida de hombre refinado, con aquella ceremonia que en ninguna otra ocasión habría tomado con igual solemnidad. Sus amigos europeos que semejaban ir resueltos a ver cosas extrañas e inevitables, tenían un aire de ávida curiosidad, una sed de exotismos que interiormente hacía sonreír a Luis. En ninguno de sus países se acostumbraba, seguramente, a vestir de traza tan lúgubre en una fiesta patriótica. Los yanquis —y ellos lo eran ya, por nacionalización y por todo— no gustaban de los discursos, ni de los homenajes serios y solemnes. Sus desfiles por las calles en las grandes conmemoraciones, tenían algún detalle cómico, presentaban pintorescos conjuntos, con sus logias vestidas de los más extraños disfraces, sus “elks” uniformados con trajes orientales, tocados con rojos gorros; sus “lyons” enlevitados; y las muchedumbres, distinguiéndose por el descuido en el vestir, semejante al alegre descuido con que tomaban la festividad, ingenua toda ella en sus espectáculos, en sus diversiones, y rayando más bien en molesta y chabacana en fuerza de hacer payasadas, de tronar cohetes para producir pequeños pánicos de embadurnar de harina al transeúnte, como en las mascaradas de los carnavales europeos; de chillar con multicolores silbatos de cartón que también servían para hacer cosquillas en las barbas del primer prójimo que tuviera la mala suerte de cruzarse con el primer chusco.

En cambio, nuestros hombres observaban un recogimiento religioso. Por nada del mundo hubieran roto la pompa ritual con que marchaban de dos en fila, llevando los estandartes con la denominación del gremio a que pertenecían: “Sociedad Benito Juárez”, “Orden de Amigos del Pueblo” ,”Benemérita Asociación Miguel Hidalgo”, de Arley, Kansas, “Junta Honorífica de Kansas”, “Cruz Azul de Señoritas Mexicanas” y otras más, semejantes a las que en toda la Unión Americana congrega a los mexicanos en organizaciones mutualistas, indispensables para su vida desde que pisan tierra extraña. Sin ellas se morirían de tristeza viendo al vecino asistir a las juntas, participar de las festividades, llevar sobre el pecho los grandes listones tricolores con relucientes medallas que ostentan con orgullo el emblema de la asociación. La idea de esa asociación no implica, sin embargo, una necesidad absoluta de protección mutualista, que a veces vale poco, excepto en el trance de la muerte, que da motivo para veladas desfiles, suntuosos féretros e imponentes oraciones fúnebres. El ingreso a una sociedad mexicana significa ser algo, perder el anonimato del rancho y disfrutar de uno de los privilegios que ofrece la deslumbradora emigración.

Cerca de doscientas personas componían la columna patriótica, entre hombres y mujeres y niños. El orden del desfile era el siguiente: en primer lugar, los chicos de la escuela, vestidos de blanco, llevando flores en la mano y bandas tricolores en el pecho; después los miembros de la Directiva de la Junta Patriótica, que habían cedido el lugar de honor a Luis Alfaro y a sus amigos; en el centro la banda de música que al iniciarse la marcha atacó un aire marcial y enardecedor, y después, en apretada confusión, el resto de la concurrencia, hombres y mujeres que se atropellaban por llegar en primer término, sin hacer gran caso de los estandartes que marcaban la corporación a que pertenecían.

A picture containing text, book

Description automatically generated

No fue cosa fácil instalarse en el salón. En el tablado que a manera de escenario se había levantado colocáronse los notables de la reunión, teniendo el Presidente de la Junta, qué era nada menos que Compean, una mesita al frente, con un timbre y unos libros que ningún servicio prestaban, pero que resultaban indispensables como elemento decorativo. Todo el que pudo subió al “altar patrio” a pesar de las protestas de los que trataban de imponer alguna organización. Difícilmente se podía andar en aquel estrecho sitio que, desde lejos, era un revuelto cuadro donde contrastaba fuertemente el negro de los trajes de ceremonia, el blanco de los uniformes escolares, el dorado de los estandartes, el tricolor alegre y exultante de las banderas patrias y los rostros morenos y sudorosos de los mexicanos junto a los rostros blancos de los europeos americanizados.

Abajo, en lo que se pudiera llamar el lunetario de aquella sala hubo un asalto para apoderarse de los asientos que crujían y chocaban. No había suficientes sillas para todos, y al cabo de la confusión se pudo ver que quedaban muchos invitados invadiendo los pasillos, adosados a las paredes, empinándose sobre las puntas de los pies y tapando con apretado racimo humano las entradas. Cada familia llevaba a sus niños y éstos empezaban a protestar por el calor y el amontonamiento.

Después de varios campanillazos logró Compean imponer silencio.

Dió principio el programa, un programa de treinta y seis números, donde se alternaban las piezas de músicas con las recitaciones, los discursos y las evocadoras canciones mexicanas, que generaban mayor cantidad de entusiasmo que todos los discursos.

El Presidente de la Junta y maestro de ceremonias, Compean, anunciaba los números con voz solemne, y Amparito, la maestra de escuela, llevaba a la tribuna a los niños. Una comisión especial compuesta de los muchachos mejor presentados de la granja, se encargaba de escoltar a los oradores adultos hasta aquel lugar de tribulaciones que era la misma tribuna, donde todos sudaban y decían a trompicones la pieza que llevaban, siempre sobre el mismo tema: el recuerdo de la tierra lejana, el valor de los héroes “que nos dieron patria y libertad”, el relato de las acciones militares que tenían dimensiones de epopeya, los juramentos de morir por la libertad.

La banda tocaba en los intermedios una música belicosa y ardiente; viejas composiciones que eran como el alma de otra época, el alma misma de muchos viejos que las habían escuchado en sus mocedades, y sentían revivir ahora con aquellos motivos vulgares y brillantes su vida entera. A pesar de la vigilancia de los organizadores de la fiesta, no se pudo evitar que circularan, escondidos Dios sabe cómo, los fuertes licores que se vendían de contrabando, y en los ojos ardientes de casi todos se veía brillar el fuego de la embriaguez. Los discursos, que no dejaban de exaltar ni un momento el recuerdo del país amado y remoto y de ofrecer como un señuelo ilusionado y brillante el retorno a una tierra ideal, donde todo sería amable cuando ellos volvieran, contribuían a caldear el ambiente, a acelerar el ritmo de los corazones y a mecer las almas en un dulce sueño.

¡La patria! Esa palabra vibraba en todos los labios y se apoderaba de todos los pensamientos. Un fuerte amor enconado como un dolor, surgía de pronto en todas las conciencias, donde estuviera aletargado mucho tiempo se alzaba avasallador, como una epifanía y como una revelación a un tiempo mismo. Porque para muchos de aquellos pobres campesinos que sólo conocieron de su país la miseria y la tiranía, la explotación de los “patrones” y la voracidad de los políticos, la patria se les revelaba allá afuera, como una madre a la que nunca conocieran, a la que nunca vieran y que así, a la distancia se precisaba con los contornos vagos y dulces de una deidad prometedora. Cuando ellos volvieran sería otra cosa. Ya habían aprendido a verla. Ya sabían amarla. Cuando regresaran, después de la dura lucha del destierro más terrible y dolorosa que su miseria nativa, pero más fecunda, volverían armados de otras armas, no tendrían el ahogo aplastante de su pobreza, que les obligaba a vivir inclinados sobre la tierra sin poder levantar nunca los ojos. Llevarían algunos ahorros, irían vestidos de otro modo, se les tomaría en cuenta y así, podrían dedicarse a la contemplación de las bellezas que les pagaron inadvertidas; disfrutarían de la posesión de un suelo que por haber ellos vivido en otro inhóspito y ceñudo ya era, sólo con eso, suave y holgado como una prenda hecha a nuestro cuerpo, como una caricia en una frente abrazada por la fiebre.

Don Máximo, el veterano de las guerras rememoradas en los discursos, el decano de los emigrados, sufría en aquellos momentos un recrudecimiento de sus exaltaciones de siempre y golpeaba el suelo con su bastón, excitado también por las frecuentes libaciones. Pedía, con la obstinación de un niño que apetece un dulce:

—¡Que me toquen un jarabe! sin dársele un ardite de las interrupciones que ocasionaba con su ritornelo.

A medida que avanzaba la velada se iba haciendo más cálido el ambiente. La sala toda era como un gran corazón que se asfixiaba dentro de un gran anhelo. Los pechos se ensanchaban como si fueran a estallar. En los ojos había una dureza extraña. Temblaban los labios de algunos y había muchas cabezas de cabellos hirsutos por donde la emoción pasaba muy a menudo como un viento sobre una selva.

Los deseos del viejo don Máximo se vieron pronto satisfechos, cuando subieron al tablado, un charro y una china para bailar el jarabe, el baile nacional en cuyos sones y mudanzas cantaban los recuerdos la raza errante. Un mocetón moreno y bien plantado y una dulce muchacha de ojos negros y cuerpo cimbrea formaban la hermosa pareja. Todos los colores del iris danzaban en el sarape saltillero que llevaba al hombro el muchacho y en la blusa de dril, en cuya espalda se veía, también multicolor y brillante el escudo mexicano en el “castor,” la falda lentejuelada que describía raudos círculos sobre las finas piernas de la china, en los listones tricolores que sujetaban las negras trenzas, en los zapatos de los mismos matices, que aprisionaban el pie pequeño y juguetón, como pajarillo jubiloso, y en todos los afanes y en todos los deseos que brotaban, como lamas, del baile sensual, intencionado, igual a todos los bailes de las tierras tropicales, en que no hay otra cosa que solicitaciones rendidas del macho y coqueteos y desafíos de la hembra evasiva que se junta y se retira para hacer más fuerte el ardor amoroso del que la persigue.

El charro y la china, sobre aquel tablado y en aquella reunión evocadora y ardiente, eran un símbolo, eran México, la patria misma. Nadie ha visto esos bailes ni ha sentido lo que pueden inspirar si no los oyó ni los vió en tierra extraña. Cada etapa de la danza, que tiene cambiantes y matices, como un poema de ritmos diversos y de cadencias varias, sugiere un júbilo nuevo, nacido del alma ingenua del pueblo, una risa que brota de un goce primitivo, una queja apasionada, una burla, una ironía; toda la gama de las sensaciones de un espíritu sencillo que se despierta a veces con un loco afán de vivir. Deja ver panoramas, presenta regiones con su olor y color peculiares y es como un libro de alegría en el cual fueron escribiendo su capítulo las generaciones, con sus poetas y sus rápsodas de cada tiempo, que vinieran, cada, uno, con un sentido nuevo del amor y de la vida.

Y todo aquel conjunto de emociones, de sugerencias precisas y fuertes, requieren el contraste de la vida opaca del destierro para brillar con toda su cegadora luz. Cuando en una fiesta mexicana suenan las notas del himno patrio o se oyen los saltarines motivos de un baile regional, de los revuelos mismos de los sarapes saltilleros o de las rojas faldas de las chinas poblanas, salen como un enjambre, haciendo mucho daño, los recuerdos.

Algunos, los que estaban muy ebrios, aplaudían furiosamente y daban gritos destemplados, pero la mayor parte de los hombres, inmovilizados y con la rigidez de la emoción en los rostros de color de tierra, seguían con ojos atentos y enrojecidos por una especie de angustia que los volvía brillantes y próximos al llanto, las evoluciones del baile. Un individuo de duras facciones, alto, casi un gigantón, que había sido revolucionario villista y tenía, sobre todas sus derrotas, la de ver muy lejos y perdidas para siempre las grandes fiestas del vivac, donde las “Adelitas” alegraban sus tristezas y sus cansancios con danzas semejantes, parecía próximo a lanzarse sobre la muchacha, en un rapto desesperado y como en un deseo de recuperar, a su, modo lo perdido, con un golpe de mano. Las mujeres, envueltas en la caricia sensual de la música, que a veces tenía la tristeza infinita de una despedida, de una renunciación, lloraban en silencio, en una aceptación resignada de su suerte, siempre contraria, que las había privado eternamente de lo que más amaran.

Don Máximo estaba como deslumbrado. Sus ojillos grises y sin luz se clavaban en la escena como ante la aparición de un fantasma... el fantasma de su pasado remotísimo, casi olvidado, el espectro de la historia de su vida que no parecía que pudiera sacudirse el peso de aquellos sesenta años vividos en una tierra extraña y que ahora, a la evocación de la música familiar y maternal, como canción de cuna, volvía íntegro y preciso para estrujarle el pecho con las emociones agudas y lacerantes del hombre que define su vida en un momento sabiendo que la perdió sin haberla vivido, porque ni siquiera tuvo en sus años mozos la alegría de aquellas fiestas deslumbradoras. En su mente oscurecida por la ignorancia y por los años escuchaba confusa y burlona la imprecación de su suerte que le decía: “estas son cosas de tu tierra, es tu tierra misma que se te ofrece en un baile y en una canción; la tierra que nunca viste con esas galas amables y multicolores. Tú sólo supiste del hambre y de la pobreza, del panorama gris de la estrechez en que ni siquiera pueden medrar los afectos. Ahora que has perdido todo: energía, vigor, memoria y voluntad, viene a ofrecérsete, como una tentación…”

El viejo lloraba…

Y siendo como era jefe de tribu, hombre de historia, cuya leyenda arrastraba todavía los entusiasmos de los que sabían de sus andanzas guerreras, al verle llorar muchos le imitaron.

El villista aplaudía siguiendo el ritmo de la música y las lágrimas caían sobre sus manos bastas y se despedazaban con el brusco movimiento.

Satisfechos de su triunfo, la china y el charro bailaban embriagados. Ya la orquesta había agotado todos los temas del jarabe, pero como si nadie quisiera romper el encanto de aquella hora inefable los músicos habían vuelto a empezar. La muchacha, roja de entusiasmo y de cansancio hallaba mayor gracia para sus movimientos en el calor de aquel ambiente de adoración que la rodeaba. El mozo, sin mayor expresión en el rostro, que más bien se tornaba sombrío en algunos momentos, tenía la firme decisión de morir antes que declararse agotado.

Pocos habían reparado en las figuras extrañas que resaltaban en aquel cuadro de fuertes colores mexicanos. El pequeño Luis se había ido acercando poco a poco a su padre, mitad por sentirse protegido dentro de la sublevación de entusiasmos y mitad por hallarse más cerca del baile que le subyugaba. Luis. Alfaro, casi sin darse cuenta y rompiendo protocolos, abrazó al muchacho como sí todo fuera permitido en aquel momento de efusiones. El colegial miraba la escena con rostro confuso, pero su confusión era pequeña ante la de los otros “extranjeros” de la reunión. Estaban desconcertados porque no podían explicarse tal exaltación. Empezaban a sentirse molestos. Todo era extraño para ellos: la música, las decoraciones, la reunión misma. Cada uno entendía el amor patrio a su manera: en el italiano era efusión meridional, verbosa exageración de las bellezas, de las leyendas, de la historia, para deslumbrar al oyente; en el francés, orgullo reconcentrado y concepto de superioridad racial que ponía a Francia sobre todas las patrias del mundo; en el polaco un sentimiento de tristeza, en el que se resumían los infortunios de su raza, sujeta por siglos a los caprichos de las potencias que la sojuzgaron; para todos ellos, la patria era ahora, así, a la distancia, un recuerdo melancólico, el recuerdo de una madre a la que se abandona para ir a buscar la fortuna y por la que se siente la pena de que no fuese rica para que pudiese conservarnos dentro de aquel predio que sería el predilecto si diera lo que da la patria nueva, que comparte ya con la nativa cariño, afán esfuerzo. ¿Recordar a la patria? Sí. Pero sólo con la obligación que imponen los afectos maternales y la escondida vena del orgullo racial que responde, ante las injusticias y los amagos, con la fuerza misteriosa, impulsiva y momentánea, de un instinto. Halagábale el italiano saber de la fuerza de Mussolini; aplaudir, como cosa muy suya a los grandes cantantes de su raza, o leer los elogios de las mil bellezas de la tierra italiana. El francés consideraba su origen, su nacionalidad, como un certificado de superioridad individual: ser francés era ser ciudadano del mundo, como lo fué en otros tiempos el ciudadano romano; pero franceses, italianos, germanos, todos los europeos emigrantes que formaban la extraña nacionalidad norteamericana ponían, fingida o sinceramente; sobre todas las admiraciones, la de su patria nueva. En caso de una agresión, la defenderían a ella contra sus propios hermanos. ¿No habían ido los germano-americanos a pelear contra los países centrales en la gran guerra? Y lo mismo al celebrar algún acontecimiento relacionado con su país de origen que al rendir culto a los grandes hombres o los hechos notables de su nueva nacionalidad, era con el mismo tranquilo gesto, copiado de la flema sajona, con que festejaban todas sus alegrías, las íntimas y las públicas.

Pero este amor enfermizo del mexicano que al rememorar a su patria se exaltaba como al recuerdo de una pasión avasalladora, de un gran bien lejano o perdido, no lo entendían, no se lo podían explicar.

No se lo explicarían nunca, por la simple razón de que el mexicano no había dejado de serlo jamás; porque de todos los emigrantes que vivían sobre suelo americano, sólo él seguía conservando íntegra la devoción, el amor, la adhesión a su tierra nativa. Sólo él no se había fundido ni se fundiría nunca en el “melting pot” de que tan ufano estaba el Tío Sam; sólo él se sentía desprendido del gran país hostil que se le negaba siempre, que sí le daba, acaso, con el altanero ademán de quien dá una limosna, el jornal que iba buscando, en cambio, nunca le concedía acceso a su vida, ni jamás lo tomaba en cuenta como ente social, ni lo aceptaba con la amplitud que concedía a los demás extranjeros. De ese divorcio providencial —porque México, que necesita más que ninguna patria de sus hijos, ha hallado su salvación en la barrera que pone el egoísmo yanqui a la emigración mexicana— resultaba aquel fenómeno de linterna mágica, que mientras mayor era la distancia que separaba al hijo de su madre, más agrandaba la imagen proyectada.

Terminado el programa y como si los concurrentes a la fiesta no quedaran satisfechos con la orgía de emociones de que habían disfrutado, alguno propuso, deseando instintivamente oír algo nuevo, original, salido de los patrones patrióticos que habían inspirado los discursos.

—¡Que hable el amo don Luis!

El solicitado tuvo el impulso de negarse, pero le pareció una crueldad suprema, un egoísmo sin nombre, una disonancia en aquella noche tan grata, dejar prevalecer sus tristezas ocultas, que a él y sólo a él le acibaraban el anhelo y el recuerdo.

Habló sin orden ni concierto, como quien se deja arrebatar por las corrientes que brotan del alma y, sin saberlo, su voz adquirió el acento emocionado de las despedidas y ante sus ojos se precisó el cuadro de la nueva decoración de su vida.

—Que no se borre nunca de sus memorias —dijo a sus colonos y a sus invitados— el recuerdo de esta noche. Estoy seguro de que ha sido tan intenso, que les servirá para reencender a todas horas el culto de la patria. No olviden que tenemos la obligación de querer a México sobre todas las cosas, de honrarlo, de vivir de tal modo que conquistando el respeto para nosotros, lo conquistemos para él. Saquemos de esta aventura del exilio el provecho de ser más mexicanos que ninguno por haber vivido fuera de México. Aprovechemos las lecciones de dolor que nos ha dado el destierro, con la conciencia de que no hay patria: como la nuestra, y con la esperanza de que al reintegrarnos a la casa paterna hallaremos en ella más calor y más cariño, no porque allá nos den todo eso sino porque lo llevaremos dentro y se hará el milagro de encender un fuego que vive latente, y que allá abajo nadie percibe. México se nos va a presentar con un rostro nuevo cuando volvamos. No se puede vivir muchos años lejos de lo que más amamos, aún de lo más santo e íntimo, sin que sintamos que se han roto muchos vínculos, que chocan y repelen muchas cosas que parecían naturales. Pero también habremos de apreciar mejor muchas otras que no supimos cuánto valían hasta que las perdimos. Bendeciremos el clima, el cielo, los panoramas divinos, los sitios “donde dejamos escondidos recuerdos que son carne de nuestra carne y sangre de nuestra sangre”; pero junto a ellos se alzarán, con la aspereza del rosal que guarda sus flores con sus espinas los nuevos aspectos, las costumbres nuevas que tratarán de acusarnos de inadaptados para vivir en nuestra propia casa. México tendrá para nosotros extrañas reservas. Habrá cambiado de tal modo, que por momentos no lo reconoceremos. Nos ha tocado vivir en una época de transición, de vertiginosas mudanzas, de transformaciones tan radicales, que habrá de parecernos que no es el mismo, porque llevaremos en el alma, fuertemente grabada, la visión del que dejamos y ante el gesto de extrañeza que hagamos, alguien habrá de sospechar que es desamor o menosprecio lo que sentimos…

Y no. Será nada más que no entenderemos a los que dejamos y ellos, de pronto, no nos comprenderán. Pero todo será momentáneo y lo nuestro habrá de prevalecer. “Lo nuestro” será el amor al trabajo, a la disciplina, al método, y disgusto por cuanto contraría este concepto estricto del deber, lleno de sacrificios y obligaciones, seco y huraño, desprovisto de alegrías, pero más humano y patriótico que ese otro que norma, allá abajo nuestra vida. Bien cara hemos pagado esta enseñanza. Todos hemos perdido aquí algo. Algunos, lo más caro y lo más dulce. Los más, el jocundo y mexicano sentido de la vida. Nosotros sólo sabemos ya que la vida es deber, porque hemos presenciado esta lucha de todas las razas de la tierra en que cada individuo es un soldado con la obligación estricta de conservar un puesto; una lucha que no deja lugar para otro placer que el de sentir que vamos siguiendo el ritmo de la pelea por el bienestar humano, que comienza en el bienestar individual, en el de la familia, en el decoro de los que dependen de nosotros, en el orgullo de sentir que somos centros de acción de donde irradia el movimiento que transforma el esfuerzo y la idea en vitales y constructores elementos; y que no hemos sido, que no seremos nunca ya, parásitos que todo lo esperan del esfuerzo ajeno, de la iniciativa providencial, del gobierno, de la política”.

Los invitados estaban pendientes de los labios del orador, y sus entusiasmos, aplacados por un momento, convertíanse a una reverente atención. Las palabras de Luis habían sido como una clarinada que detiene una dispersión y por el salón, antes revuelto, no se oía, durante la pausa que se había abierto, un solo ruido. Todos tenían el busto echado hacia adelante para no perder ni una sílaba, Don Máximo hacía audífono de su mano, poniéndola detrás de la oreja que mejor oía. Y aunque por causa de su sordera y del vino, no percibía ni entendía perfectamente lo que “el amo” decía, como debía ser algo muy interesante, según él, y definitivo e inapelable, “escuchaba”, haciendo grandes esfuerzos, la improvisada arenga.

Se dió cuenta Luis del cambio, y, sin arrepentirse del curso que había llevado, alejado un tanto del espíritu de la fiesta, quiso reintegrar a sus oyentes al júbilo sin reservas de aquella noche suya, de remembranzas y de alegrías.

—Pero de cualquier modo —dijo, venciendo su dolor, que le enseñaba otra cosa en el lejano panorama— ¡qué dulce será el regreso tras de la dura lucha! Una palabra lo condensa y lo explica todo: ¡Volver del destierro! ¡Vivir con los nuestros! ¡Trabajar para nuestra patria! Este “viva” que voy a dar ahora, en memoria de otro “grito” memorable no será, cuando pisemos suelo propio, reto inútil ni bárbara explosión de guerreros arrebatos, sino filial y enternecido saludo que sintetice un amor consciente y depurado y exprese el sentimiento de los que, por haberlo visto de lejos, conocieron mejor a su país: ¡Viva México!

Con aquella palabra mágica se encendió con más fiereza que nunca la rescoldada hoguera. Hombres y mujeres, de pié, con los rostros descompuestos por la emoción, la repitieron con todas las fuerzas de sus pechos. La banda tocó el Himno Nacional y por la sala inflamada de juramentos de amor al terruño, pasó un enardecido viento marcial que llenaba de rabiosa alegría los corazones.

Acallados los aplausos y las exclamaciones, terminada la fiesta cívica, los convidados iniciaron la desbandada para ir a disfrutar de la fiesta popular arreglada en las cercanías de la granja.

Desde su lecho, al que había sido llevada desde temprana hora por su criada y sus amigas, que también se habían recogido en la casa donde iban a pasar la noche, Ana María había escuchado el rumor de la fiesta, teniendo a sus pies, como a un perro fiel, a Gabriela. Sentía que se le iba, sin alegrarla, la ilusión tanto tiempo acariciada; la ilusión de la fiesta que esperó con el terco afán de quien confía en una medicina salvadora…

Segunda parte

Dos meses hace que la pobre desterrada duerme el eterno sueño en el Memorial Cemetery de Kansas. Las primeras rachas de heladas de octubre soplaron sobre su vida como sobre una débil llama que crepita con los últimos chisporroteos de la materia que se obstina en arder.

Fué una muerte dulce y sin zozobras; sin la amargura que la estuvo consumiendo durante la enfermedad. Tres semanas pasaron todavía después de la fiesta, moviéndose como sombra, siguiendo como sombra a su hijo. El muchacho regresó a su colegio antes del fin de Ana María, sin que ella misma pensara en detenerlo, sin que Luis se atreviera a proponer que retardara su viaje para no hacer más trágico el ambiente con aquella permanencia expectante de un niño que aguardaba una muerte. Sobre todos sus sentimientos, aun los más íntimos y tiernos, predominaba en la enferma la esperanza de la vida, y por eso, a pesar del dolor de separarse de aquella criatura en quien había puesto sus afectos maternales, la dejó ir para no alterar nada, para evitar, que por causa suya se suspendiera el curso corriente de los acontecimientos. Seguía esperando. Y por eso, la muerte, piadosa, se la llevó ledamente, en un momento, sin estremecimientos ni congojas, en una mañana espléndida y radiante, cuando ella prendía su diario y renovado anhelo de vivir del primer rayo de sol que entraba por su ventana.

Pensaba Luis que el horrible momento, tan temerosamente esperado, habría de llegar con sordo rodar de cataclismo y no así, con aquella traidora levedad. De pie, junto al lecho de la enferma, de la que ya no se apartaba nunca, la vió palidecer súbitamente; vió, mejor dicho, que su palidez intensa se convertía en lívida y terrosa sombra, precursora de la muerte. Le tendió ella sus manos transparentes, en ademán de despedida, le sonrió triste y dulcemente, dejando ver la serenidad de su alma, la conformidad con el mandato divino que de aquella manera los separaba cuando llegaban apenas al remanso, tras la tumultuosa corriente, y sus labios se agitaron, tratando tal vez de hacer una última recomendación…

Se fué como había vivido: siento hasta el último momento armoniosa y suave, como esas flores que ya agotadas siguen dando perfume y dejando la huella apacible de su belleza y de su lozanía.

Ilustración: Fulgencio Corral, La Prensa, 21 de diciembre de 1941, página 29.

El dolor de los colonos, de aquella buena gente que adoraba en Ana María e instintivamente veía desaparecer con ella la próspera finca mexicana, el centro de trabajo donde la noble señora desempeñaba tan importante papel, fué ruidoso y sincero. Hombre y mujeres se posesionaron de la casa, atropellando conveniencias, como quien adquiere el derecho de acercarse a un muerto merecedor de un culto. Hombres y mujeres, todos los habitantes de la granja quisieron disfrutar del privilegio de pasar junto a ella la última noche para velarla, para verla en su ataúd, virginal y espiritualizada por la muerte. La colonia entera la acompañó en el último viaje a Arley, en cuyo lugar debía embarcarla para Kansas, al cabo de la lúgubre maniobra de embalsamar y guardar los queridos despojos en una caja metálica, cerrada con grandes precauciones, con todas las exigencias sanitarias que se requerían para transportar un cadáver.

En el cementerio de Kansas, en un departamento especial que reservan los panteones americanos para los muertos que esperan la disposición final, depositó la caja con el cuerpo adorado. Su primer impulso fué cumplir la voluntad de la muerta, llevándosela a México para que descansara, como ella quería, a la sombra de los árboles paternos, bajo la tierra suya que habría de estremecerse de placer al recibir en su seno la bella flor caída en tierra extraña: al reintegrar, en el misterio de una palingenesia divina, la materia donde alentara una alma blanca, a la floración exuberante de los caminos michoacanos; pero tras de breves reflexiones llegó la conclusión de que no era posible realizar aquella manda sin allanar obstáculos ni hacer indispensables preparativos.

Precisaba, primeramente, contar con los permisos necesarios para llevar de un país a otro el cadáver. Esto exigía muchos días para vencer rutinas, esperar tardadas respuestas y llenar enojosas fórmulas.

Pero tales formalidades no le hubieran hecho detener de una manera casi indefinida el viaje de su muerta. Pensaba que no sabía siquiera a dónde habría de llevarla.

¿A la hacienda que fuera de sus padres, poseída ahora por gente extraña y en donde había soplado con furia el huracán revolucionario dejando sólo unas paredes ennegrecidas de la que fuera una suntuosa “casa grande” junto a la cual estaba el panteón de la familia, en la iglesia también destruida y profanada? De ninguna manera.

¿A Pátzcuaro, donde no quedaba nadie de su sangre, y que no le atraía con algún interés capital, para poder vivir, como ella había pedido, “donde sintiera que estaban juntos”? Sería cumplir a medias su voluntad, de la que consideraba tan obligado como de una promesa a quien mejor quisimos complacer en esta vida.

El dolor de Luis, que no tuvo en el momento fatal de la separación la angustia desesperada de un desgarramiento; aquel dolor que el mismo ex militar consideraba con espanto al ponerse a pensar en tan duro trance, se iba enconando a medida que pasaban los días. Fué como un rudo golpe, como el bote de una metralla que se lleva una parte del cuerpo sin que de pronto nos demos cuenta de la intensidad de la desgracia. Él mismo cerró los bellos ojos, amortajó el endeble cuerpecillo, lo puso en la caja, la enclavijó las manos; todo con un gesto de reconcentrada amargura que les daba más pena a los dolientes que el espectáculo de aquella juventud segada en flor.

Bajo el peso de la catástrofe andaba Luis desorientado, sin voluntad y sin pensamiento. Fué obra de muchos días poder coordinar éstos y decidir lo que debiera hacer. Puso sus negocios en manos de Compean, a quien había llamado a Kansas para darle instrucciones. No quería volver siquiera los ojos a Bellavista, que le inspiraba pena, y no quería separarse del lugar que guardaba los restos de su amada, como si temiera dejarla sola y pudiera reprocharle de abandono.

Y emprendió al fin el regreso, pero ¡de cuán distinta manera de como lo soñara! No llevaba de la mano a la mujer de su vida para compensarla de todas las amarguras sufridas, con la espléndida fiesta del retorno, donde todo cantaría y luciría para recibirlos. Con ella todo hubiera sido fácil y ligero. ¡Qué importaba haber perdido bienes, afectos y amistades, si ellos llevaban, con su amor, los materiales para construir, con sillares de ilusión y esperanza, todos los castillos que necesitaran sus anhelos!

El “vae sole” de que habla la Escritura Sagrada, se le metió en el alma al poner el pie en el tren que iba a llevarlo a México.

De Kansas emprendió el viaje a San Antonio que cuenta con un Consulado General de México, de mayores facultades que aquél. En esta última ciudad, le quedaban algunas amistades y sería más fácil arreglar el traslado de su muerta, por más que sólo quería tomar algunos informes, pues consideraba asunto principal buscar el sitio a donde fueran “a vivir” los dos; a donde ella le sintiera cerca, según había pedido fervorosamente en vida.

Hacía muchos años que no emprendía un viaje largo. Con la perspectiva de aquel gran horizonte material abierto y con el jadear de un tren que lo llevaba de nuevo hacia destinos inciertos, volvía a ser el aventurero de sus primeros años, el hombre sin rumbo que andaba en busca de sus caminos. Desprendido de lo que fué durante mucho tiempo su asiento y su arraigo, experimentó, como antes, la sensación del vacío, el desconcierto del que emprende una ruta que no sabe dónde termina.

Allá abajo estaba México, su patria, su antiguo hogar, era cierto. Pero sólo el que se alejó largamente, dolorosamente, de esos amores sabe del temor con que se vuelve a ellos. Un fenómeno ilusorio pretende conservar con rasgos fieles, mientras soñamos, mientras esperamos, el panorama entero de lo que dejamos atrás y en tanto dura el sueño, la ilusión se conserva. Pero el regreso, el regreso tardío, al cabo de un tiempo en que forzosamente hubieron de pasar muchas cosas, de entibiarse u olvidarse amistades, de transformarse sitios y vistas familiares, de ser memorias dolientes las que fueron vidas intensas, que vivieron al par de la nuestra, ese regreso, es un triste despertar.

Su encuentro con Magdalena González había sido la primera desilusión. Ahora, al volver a México como volvía y no sólo por la pena de su soledad, sino por la soledad que presentía allá abajo, empezaba a percibir un extraño malestar, algo como la presencia intangible de una desventura nueva.

Sentía miedo.

Miedo, ¿de qué?

***

San Antonio le pareció más triste, más inexpresiva que la primera vez que la visitara. Si entonces, cuando llegó a ella ilusionado y agradecido, porque era, de cualquier modo, un generoso refugio para su forzoso destierro, lo desalentó por las causas de que se ha hablado ya al retratar su arribo a “la histórica ciudad del Álamo”, como la llaman con orgullo sus habitantes, ahora que la tocaba como la primera estación de un viaje amargo, le pareció menos amable, más cerrada, más extraña que nunca.

A raíz del triunfo de la revolución constitucionalista y de la disolución del ejército federal, al que había pertenecido Luis, San Antonio fue un gran centro de refugiados. Millares y millares de mexicanos que salieron de su país para ponerse a salvo de las represalias de un partido que se mostraba implacable con los vencidos, escogieron la ciudad tejana para vivir en ella. Sin saber por qué, la consideraban el lugar indicado para reorganizarse y recuperar el poder perdido, para volver, en una contrarrevolución formidable, a desalojar a quienes les habían echado. Había muchos ilusos que soñaban con esa vuelta imposible, sin querer aceptar definitivamente la derrota, sin comprender el fenómeno político, de hondas raigambres en el alma de un pueblo, que trataba de borrar todas las huellas del pasado y se consideraba dueño del porvenir.

Asumía entonces San Antonio el pintoresco aspecto de una ciudad netamente comercial e industrial que recibía una gran corriente extraña, de individuos que no tenían que ver nada con la conocida emigración mexicana, formada de trabajadores que iban exclusivamente a buscar un jornal. Los que llegaban ahora eran políticos, militares, revolucionarios derrotados, propietarios que salían azorados después de haber dejado sus fincas en manos de los rebeldes. Aquella nueva población mexicana instalada en San Antonio formaba una multitud abigarrada y disímbola, triste y divertida a la vez. Generales que ayer no más habían sido vencidos, gloriosa o ignominiosamente —las más veces, de esta última suerte— y que entregaron su espada con un gesto de definitivo vencimiento, sentían despertar sus arrogancias al considerarse en lugar seguro y formaban parte de juntas secretas donde se discutía la revancha. Ministros de los regímenes caídos que sabían conservar dignamente su melancólica posición y aguardaban en silencio el curso de los acontecimientos, junto a funcionarios que duraron un día en el poder y suponíanse dotes de estadistas, suficientes para todas las restauraciones. Periodistas que atacaron duramente la revuelta e iban a seguir en su campaña, en improvisadas hojas que duraban “el corto espacio de una mañana”; gente de todas las condiciones que por haber tenido alguna conexión con el gobierno derrocado, aun la relación más risible e inconfesable, se agregaba a la partida con la secreta esperanza de que se le tomara en cuenta a la hora de la reconquista o simplemente para vivir de los que llevaban recursos, que no eran pocos. Y no faltaban los que no tuvieron arte ni parte en la conflagración política y que podían, haberse quedado tranquilamente en su país, pero que por aprovechar un tren en el que salía en fuga toda una población o por utilizar un boleto que dejara alguno que optó por quedarse, presintiendo las amarguras del entierro, se agregaban a la caravana y adoptaban ya en “la capital” de la colonia de refugiados, un aire de mártir y de héroe, de paladín de la buena causa, que iba a esperar el momento propicio para marchar, con los suyos, a la gran batalla reaccionaria, por la libertad y por la patria.

Casas de huéspedes, hoteles, barrios enteros se llenaron con la corriente migratoria creada por la revolución victoriosa. Y en las calles veíanse los grupos más llamativos, por el traje y por la cara, de individuos que denunciaban a leguas su procedencia y su carácter. En aquella ciudad de gente pulcramente trajeada, cuidadosamente afeitada, activa, presurosa, se distinguían los refugiados mexicanos, de indumentarias descuidadas, de grandes bigotes y caras morenas, formando corrillos durante horas enteras en los “lobbys” de los hoteles o en las esquinas, conversando misteriosamente o dando grandes voces, ante la expectación de los transeúntes nativos para quienes era motivo de admiración el accionar teatral y trágico de nuestros paisanos, que casi se hacían entender, (sin que ellos hablaran inglés ni supieran español quienes les oían), con sus ademanes expresivos y agitados. Si hablaban de una batalla simulaban la acción de disparar, con los brazos extendidos, el uno más largo que el otro, apuntando en una dirección. Agazapábanse para expresar cómo se ocultaron en un momento de peligro, y, poniéndose una mano a guisa de visera sobre los ojos, explicaban cómo vieron de lejos al enemigo.

Los de este grupo eran huertistas y miraban de reojo a los de aquel, que pertenecieron al villismo, o representaban a la facción triunfante, que tuvo también sus refugiados en San Antonio antes de dominar al país y por una u otra causa permanecían aún en la estratégica ciudad de los complots y de los aprovisionamientos guerreros. Y como todavía duraba en el aire el estrépito de las batallas recién libradas y los periódicos norteamericanos habían hablado con admiración de las duras peleas en que corriera tanta sangre mexicana, la curiosidad de los sanantonianos no dejaba de estar exenta de admiración y de respeto para los recién llegados, diputando a cada uno de ellos por un paladín de los que combatieron palmo a palmo por la posesión del territorio de tu patria.

La novedad de la vida norteamericana, aun para los que iban escasos de recursos, hacía agradable los primeros días del destierro. Discurrían refugiados por las calles admirando cuanto les salía al paso; la disciplina observada hasta en los menores detalles, como el de conservar siempre la derecha al caminar por aquellas; la omnipotencia de la policía, que fallaba sobre pequeñas disputas, sin recurso de apelación y con majestad de autoridad suprema; la limpieza, la actividad, el orden; las mil ingeniosidades de la industria del país, que no descansa inventando adminículos para facilitar todos los pormenores de la vida, hasta los más prosaicos, y con tal motivo llena almacenes con objetos de ridículo precio y sugestivo aspecto; la baratura de todo, desde los coches resplandecientes que formaban compactas filas en las amplias avenidas, hasta los artículos comestibles; el espíritu comercial de los yanquis, atentos siempre al negocio, y de quienes decía un refugiado, con esa fina sátira que es como la salsa de la mentalidad mexicana:

—A estos señores puede usted robarles todo, hasta los afectos, pero que no se le ocurra robarles un dólar, porque se arma la de Dios es Cristo…

—Y si les roba los afectos, le pedirán indemnización en dólares, agregaba otro.

No se les podía robar todo, por cierto. Mostrábanse celosos de que el mexicano pudiera mezclarse en su vida, y salvo que se tratara de personajes sobresalientes por el dinero o por el aspecto —a los de cutis blanco y porte señorial, les llamaban “spanish men” sin quererles conceder su nacionalidad mexicana— hombres y mujeres se apresuraban a mantenerlo a respetuosa distancia, con un subrayado desdén sajón que daba grima. Los periódicos escritos en español libraron enconadas campañas en repetidas ocasiones a causa de las distinciones que surgían frecuentemente, poniendo reparos a la entrada de los mexicanos a teatros y otros sitios públicos, o tratando de evitar que los niños de esta nacionalidad se educaran en los mismos planteles que los hijos del país.

Estas objeciones que se hacían palpables, a poco de llegar el desterrado a los Estados Unidos, empezaban a opacar el encanto de los primeros días y a hacer saber al contingente de recién llegados, gente de mejores condiciones que aquella que cruzaba la frontera en busca de trabajo rudo de los campos, lo que sufrían los braceros, el humilde “laborer” explotado duramente en las recolecciones del algodón, en las agotantes faenas de las vías férreas, desdeñadas por los negros, que no obstante su aclimatación y sus recias facultades de hombres hechos a los climas ardientes, no podían hacer igual jornada que el mexicano, obrero sin rival, de resistencia incomparable, adunada a una fácil comprensión y a una inteligencia clara.

Dejó de ser, pues, una fiesta, para los que llegaron en caravana interminable a la tierra del Tío Sam, la permanencia en aquella arriscada casa ajena, y como, por otra parte, los complots inocentes que fraguaban algunos ilusos resultaron ser un juego de niño, un fracaso anticipado, ante la fortaleza de los revolucionarios adueñados del país, se inició al poco tiempo una desbandada general. La “expatriación”, como se le llamaba con énfasis al nutrido grupo de los que salieron de México aventados por la revuelta, perdió el lustre que tuvo cuando se presentó en San Antonio. Ante el peligro de cierto de pasarse una larga temporada en el extranjero, pues la revolución era implacable con sus enemigos, se enconaron los egoísmos de quienes podían auxiliar a los menesterosos, que formaban legión, y todo el mundo trataba de fingir una situación peor de la que padecía. No quedaba más remedio que ir buscando la manera de vivir, y muchos emperingotados políticos o gallardos oficiales de los ejércitos derrotados se vieron precisados a apelar a los más humildes empleos para no morirse de hambre.

Sin que Luis pudiera incluirse en la cuenta de los que habían tomado la expatriación como una actitud teatral o como un recurso, ni entre los que ceñían desorientados por su falta de arbitrios y de preparación para la lucha, él fué de los que, desencantados de San Antonio se dieron lugar a buscar un lugar tranquilo, apartado de la melancólica turba desterrada.

De aquella época de adaptación databa su vida en Bellavista, en la granja mexicana que fundó con tan grandes esperanzas y que acaba de dejar presa de mortal desesperación. Desde entonces no tomaba contacto con estos caminos de México, a los que volvía ahora haciendo su primera parada en San Antonio, donde, como en un inquietante anticipo, encontraba un gesto de mudanza descorazonador.

XII

Envolvíase la ciudad texana en una niebla gris y fría. La estación del ferrocarril, el primer punto de contacto con aquella población que tiene muchos aspectos interesantes para el observador del doloroso problema de la emigración mexicana a los Estados Unidos, era distinta de todas las que acababa de ver Luis en el camino. Predominando el tipo yanqui, tan fácil de reconocer en cualquier lugar del planeta, más que por sus rasgos étnicos, fáciles de confundir con los de muchas razas europeas, por su arrogancia y su aire de superioridad, por su orgullo de ser ciudadano del primer país del mundo, era fácil percibir, también, una marcada corriente de aire, de ambiente mexicano, así como en las proximidades de las playas se perciben las emanaciones salinas que denuncian la cercanía del mar.

Había chauffeurs de taxis, mexicanos y norteamericanos, hablando unos y otros los dos idiomas, el inglés y el español, para atender a las clientelas de ambas lenguas por igual; periódicos escritos en la fabla de Cervantes, destacándose por su formato especial, entre los “Posts” y “Heralds” de todas las procedencias, que inundaban los “stands” colocados a la vista del viajero; en el lugar más prominente de la estación; servidumbre de nuestra nacionalidad, en los indispensables cafés que hay en toda parada ferrocarrilera americana, y en los servicios de transporte de equipajes y de express. Y más que todo eso; humildes viajeros mexicanos, la inacabable peregrinación del trabajador que viene y va, llevado algunas veces, de una parte a otra, por los “enganchadores,” o caminando por su propia cuenta, en una eterna busca de acomodo que dice muy claramente cuán difícil le resulta el establecimiento definitivo, y cómo quisiera hallar un sitio seguro y tranquilo. Las eventualidades del trabajo le obligaron a andar siempre con la maleta al hombro, seguido de su familia, por todos los caminos, ofreciendo la ayuda de sus brazos fuertes. Se le veía medroso, presintiendo la asechanza invisible, la persecución del agente de Migración que le exigiría a cada momento el pasaporte, la documentación que acreditara su entrada legal a los Estados Unidos y le acusaba de vagancia si no tenía trabajo, aunque hubiera hecho todos los esfuerzos por encontrarlo.

Nunca había podido ver Alfaro sin tristeza el espectáculo de estas caravanas atravesando las suntuosas galerías, los “lobbys” imponentes de las grandes estaciones, como aplastadas por la elegancia de esos edificios y por la carga de sus equipajes. Abrumadas también por la idea instintiva, que se convertía en patológico malestar, de tener siempre encima da mirada despreciativa del americano, esa mirada que las empujaba hacia el campo, hacia los subterráneos de las minas, hacía los barrios pobres, lejos de su alcance, donde rindieran trabajo barato y no estorbaran.

San Antonio, como El Paso, como Los Ángeles, que tienen, algunas de ellas más población mexicana que algunas capitales de Estado de nuestro país, seguían siendo, observaba Luis, lugar de concentración, a donde llegaba el emigrado, que vagaba sin colocación fija, al azar de lo que pudiera encontrar. De estas ciudades salían los grandes enganches para ir a desempeñar faenas de temporada en el campo, en las vías férreas, en las minas o en el mar. De aquí iban a la “pizca” del algodón a los Estados del sur y del oeste, a la cosecha del betabel en Michigan, a la pesca del salmón en Alaska. Para ellos eran las más rudas labores. Nada significaban para nuestro emigrante distancias ni climas. Marchaba a ciegas a donde lo llevaran, a donde tuviera algún pariente o conocido, que se convertía en agente de la despoblación de México llamando a los suyos. Y por esa fácil manera de concurrir a la primera solicitud, el trabajador mexicano inundó en unos cuantos años toda la Unión Americana. No había un lugar que no tuviera un hombre de nuestra raza. Por cientos de miles en Los Ángeles y por otras respetables sumas de millares en San Antonio, El Paso, Houston, Dallas, Galveston, Fort Worth, Corpus Christy y otras ciudades de primer orden del Estado de Texas. En cantidades considerables en los grandes centros como Chicago, San Luis Missouri, Detroit, Kansas City y la misma Nueva York. Y por cifras menos importantes, de acuerdo con la categoría de los lugares, en todos pueblos de todos los Estados de la república yanqui, en las aldeas más remotas, en los desiertos ardientes de Nuevo México, en las heladas tierras de Alaska, Washington y Oregón, en los grandes criaderos de ganado de Wisconsin y Minnesota. Algunos se internaban tímidamente en el Canadá, en pequeño número y con grandes precauciones. Otros se quedaban en las poblaciones mexicanas de la frontera: Eagle Pass, Laredo, Brownsville, donde predomina el mexico-texano, más inclinado a su nueva nacionalidad, y donde el tipo racial; el idioma y el pensamiento, originariamente mexicanos, se han perdido o deformado con el contacto de la raza extraña.

Pero en ninguna parte había sido tan visible el hecho de la despoblación de México como en San Antonio, viniendo por la parte central de los Estados Unidos, o como en Los Ángeles, viajando por el Oeste.

Era que, en otras ciudades más populosas, la colonia mexicana se diluía materialmente entre la población de millones de almas, o que, donde los nuestros no abundaban tampoco hacían notar la corriente migratoria que viniera del sur. Mas en esta ciudad de nombre español, que había sido mexicana, que conservaba huellas de la dominación colonial y se empeñada, por momentos, en chapurrear nuestro idioma en los títulos de sus tiendas y en las imitaciones de algunos guisotes, para hacerse típica y atractiva al turista; en esta ciudad donde todos los trenes tienen sus estaciones en el corazón del barrio mexicano la llegada daba una impresión muy especial, muy particular, de algo distinto de lo que observara el pasajero procedente del norte.

Daba también, una gran desilusión, al caminar por las primeras calles. Eran las del barrio mexicano, pobres, muy pobres, donde los nuestros viven con la pobreza del sirviente que habita en la parte trasera de la casa del señor.

A excepción de unos cuantos privilegiados que residían en los barrios elegantes: los propietarios de establecimientos comerciales, los emigrados ricos y algunos empleados con buenos sueldos, el resto de la colonia mexicana, que llegaba a cincuenta mil personas, amontonábase en el West Side, en la parte oeste, en casuchas de madera que bordeaban callejones sombríos, abandonados, sórdidos, que hacían notable contraste con las otras calles de la ciudad. Resplandecían de luz y de limpieza las del distrito comercial, proclamando su riqueza con los edificios de muchos pisos y las tiendas que ofrecían a través de sus escaparates, arreglados con gusto, una tentadora variedad de cosas de lujo y de recreo, de objetos útiles o superfluos, pero todos sugestivos y atrayentes por la disposición o por el precio. Mirábanse albeantes o lucientes en sus colores claros, con la alegre elegancia que da la pintura reciente, las casas de las secciones residenciales, alineadas en avenidas larguísimas, cuyas paralelas se juntaban en el horizonte, y donde el asfalto lucía como un espejo gris, dividido en el centro por filas de palmeras plantadas sobre recortados tapetes de verdura. Casas que daban una completa ilusión de paz y de sosiego, de orden y de tranquilidad, aunque también la dieran (es especialmente al mexicano, acostumbrado a vivir en construcciones pesadas, hechas para el reposo secular, de generaciones que se transmitieron la vieja morada, dejando en ella el alma, la historia, la tradición de la familia), de viviendas provisionales, arregladas para familias sin arraigo, que un día habrían de dejarlas porque el hogar se deshiciera con el terrible disolvente de la ambición o del divorcio. Casas graciosas, cómodas, higiénicas, coquetonas dentro de sus jardinillos tan afeitados y correctos como sus propios moradores, pero que, al mirarlas desde lejos, con su ligera armadura de madera, tendidas en las vastas planicies que sirven de asiento a todas las ciudades yanquis, parecían ser la numerosa impedimenta, las tiendas de campaña de un, ejército que vivaqueara para el placer y para el negocio, junto a Klondikes y Eldorados. Centros de riqueza transitoria que se agotarían al fin y quedarían abandonados, sin dejar la huella duradera de las ciudades del mundo antiguo, donde todavía persisten las ruinas de Partenones y Capitolios junto al recuerdo de hechos esforzados, de inmortales materializaciones del arte o ejemplares manifestaciones del espíritu.

Acá, en el barrio mexicano todo era pobre. Tenduchos de misérrimo comercio, donde la utilidad estaba tasada por la férrea organización de la industria del país, que vive en perpetua competencia y todo lo entrega empacado y marcado con bajos precios. Sucios salones de cinematógrafo de a cinco centavos la entrada. Humildes iglesias de madera, atendidas por sacerdotes emigrados. Plazuelas, donde mujeres de nuestro pueblo hacen al aire libre ese típico mercado de fritangas mexicanas, o de yerbas medicinales de que es tan pródiga la flora del país. En algunos jardines públicos, de raquítica y abandonada vegetación, veíanse sentados en bancas de madera a los trabajadores sin empleo que esperaban en actitud hierática, que les daba aspecto de figuras de códice, la visita del enganchador o del ranchero que ahora acudía a aquel mercado de brazos con menos frecuencia de la que hacía falta.

Donde el barrio mexicano tomaba contacto con la ciudad yanqui, las actividades de nuestros paisanos adquirían mayor importancia. En ese lugar, en las calles de Houston y Commerce, podía observarse que la colonia mexicana representaba, con todo, una gran fuerza. Había que convenir en que la pobreza de los nuestros era relativa. Cuestión de perspectiva, de comparación. Si se tomaba como punto de referencia para juzgar de las condiciones de vida del mexicano las del ciudadano del país, el efecto era desastroso. Pero considerando el aspecto, la traza, la situación económica general del emigrante, del día en que cruzó a la frontera a éste en que se le veía establecido en San Antonio, resaltaba la mejoría, el cambio. Hacíase visible el hecho de que su capacidad adquisitiva había aumentado y que vivía mejor, materialmente, que en su tierra.

De la potencia de la colonia, de su importancia, de lo que representaba la gran cantidad de pequeños esfuerzos reunidos, hablaba esta sección comercial de San Antonio en la que había un gran periódico diario, tan importante como los de México, que iba a todos los lugares donde hubiera mexicanos, hasta los más remotos, y era su aliento y su orgullo. Existían, igualmente, otras publicaciones de menos fuerza, pero que significaban, de cualquier modo, una aspiración espiritual de la colonia, un reducto de la lengua y una defensa y un sostén del sentimiento patrio. Había también librerías, teatros donde a menudo recalaban bien organizadas compañías artísticas, conferencistas, o llegaban cintas cinematográficas con asuntos mexicanos, para recreo y entusiasmo de quienes aplaudían hasta el delirio cuanto les recordara el suelo nativo...

En esta parte de la ciudad texana se hallaba también lo más importante de la colonia en su rama profesional y comercial: droguerías de primer orden, almacenes con artículos del país, para atender el gusto de los paladares que no toleraban la cocina yanqui, panaderías fabricantes de los exquisitos pasteles que exige la gula mexicana, restaurantes que prolongaban en aquella tierra extraña el prestigio de las complicadas cocinas, de tradición virreinal, y que no dejaban descontento al más caprichoso en material de moles poblanos, cabritos norteños, “antojos” de cada región del país, de cada época de la vida mexicana; centro de diversión casinos. Grandes edificios que anunciaban orgullosamente en sus frontis el nombre español de sus propietarios, y se decoraban con los rótulos de médicos y abogados que atendían a las necesidades profesionales de la colonias.

No faltaban los nombres ilustres, de personajes que fueron a anclar tristemente el desastre de su vida desilusionada en aquellos convencionales rascacielos, desde donde tendían todos los días la mirada hacia el sur, suspirando siempre por lo que dejaron, sin que fuera parte a consolarlos el éxito y la consideración que lograban entre la estirada gente nativa, perteneciente a la aristocracia del dinero, única que existe en aquellas tierras del trabajo y del becerro de oro.

A la primera ojeada reconoció Luis que la parte mexicana de San Antonio ya no era la misma que él había visto al pasar por allí. Así como en el semblante de una persona se dejan ver los cambios que operan el tiempo y los desengaños, en los grupos humanos y aún en la disposición de los objetos que les rodean se pueden advertir deterioros y mudanzas.

La ciudad se veía más triste, más sola. Faltaban tipos familiares que en otros tiempos se ofrecían a la vista en determinados lugares de reunión. En las plazoletas donde se aglomeraban los recién emigrados en busca de contrata, en aquellas épocas en que la revuelta que desolaba al país era como un huracán que aventara hacia afuera a toda la población rural de México, había unos cuantos hombres pensativos y tristes.

Averiguó después algo que apenas se le había hecho notar, preocupado como anduvo con los graves problemas de sus últimos tiempos y era que el huracán soplaba ahora de modo inverso, arrojando hacia a su patria, con la misma crueldad, a los que salieron de ella un día aguijoneados por la miseria. El aterrador espectro se les aparecía en la que antes fuese tierra de promisión. Todos los que carecían de arraigo o pertenecían a esa clase especial de emigrante parecido a las golondrinas en el ir y venir cuando allá abajo “invernaba” por falta de trabajo, salían ahora sin cesar. Además, las autoridades de emigración les molestaban con el menor motivo y los echaban del país. Las fronteras se les cerraban, con un decidido gesto descortés. El Tío Sam no gastaba ya tapujos en vista de la crisis que asolaba a la orgullosa nación norteamericana que si en otros tiempos tenía a gala abrir sus puertas para que vinieran a inundarla todas las razas del mundo, y dejaba entrar a los mexicanos porque eran de valor inapreciable para explotar sus riquezas, ahora que le amenazaba aquella misma pobreza que venía como una epidemia del Viejo Continente, como una peste que se levantara de dos campos de la guerra, daba el portazo sin miramientos, reglamentando la entrada para unos cuantos, negándosela en lo absoluto a los nuestros.

Todo eso le había quitado a San Antonio el alegre movimiento de los días en que la conoció Luis. Por lo que respectaba a la emigración política, el panorama había cambiado totalmente. De sus antiguos compañeros de destierro no restaban en la “metrópoli del exilio” más que unos cuantos de los que siempre quedan.

—¡Siempre, Dios mío!, pensaba Luis considerando la situación del que al fin se acomodaba en la tierra extraña, como quien cae en un abismo y no puede salir de él. De aquella marejada que México echaba por miseria o por desorden, de aquellos que venían saliendo desde hace tanto tiempo atrás, perseguidos por los gobiernos, atraídos por el señuelo del alto jornal o de a fortuna rápidamente hecha; de los que vinieron a estudiar y adquirieron un título y una posición; de los que careciendo del sentido de la verdadera belleza y de la dulzura y el porvenir de las patrias jóvenes, al fin en ellas como quien juzga más llevadero el albergue desdeñoso del palacio frío que queda frente pan frente de la choza propia, donde hay amores y recuerdos; de todos esos, quedaban siempre algunos, muchos, perdidos ya para México; quedaban todos aquellos que componían la colonia inamovible, la de las generaciones entremezcladas que sólo conservaban el nombre español en las familias, pero estaban ya tan distantes de México como el mismo, norteamericano.

Quedaban todos los que habían fincado negocios productivos y tenían ya una tradición y una historia unidas a la tradición y a la historia de la ciudad los que tras largos años de pagar en abonos una casuca —la casita propia que nunca antes tuvieron—, se habían encariñado con ella como con todo aquello que representa el sudor de la frente y el esfuerzo de una vida; los que sin saber cómo ni cuándo vieron que sus hijos se ligaban a familias largamente avecindadas e iban entretejiendo con afectos nuevos la ramazón con que la vida, irónica y sutil, nos apresa, contra lo que imaginamos, en el sitio que un poco antes nos pareció indiferente y el menos a propósito para esperar la muerte…

Al hervor de este imaginar volvió a sentir Luis el miedo que le acometiera al emprender el viaje, el miedo instintivo del que pasa junto a un peligro.

Para quitarse la preocupación, seguía viendo, con triste curiosidad, después de instalado en el hotel, las cosas nuevas que le ofrecía la ruta que llevaba hacia la patria, advirtiendo cómo a medida que se acercaba a ésta, le invadía el sobresalto, mezcla de desaliento y de esperanza, de quien está cerca de una mujer a quien amara mucho y que no sabe si habrá dejado de quererlo…

XIII

En el remolino que hacía la emigración mexicana en San Antonio, lo mismo al entrar a los Estados Unidos que al volver a México, forzosamente giraba en torno de dos puntos, de dos casas; se detenía un momento en esos lugares, antes de seguir la corriente que la desparramaba después con destinos varios.

Esas casas eran el Consulado —la representación mexicana, — y el periódico de la colonia, un gran diario que había alcanzado singular prestigio a causa de su nacionalismo, de sus campañas generosas, de su espíritu de protección para la raza, a la que auxiliaba con una mano, fundando clínicas, escuelas, asociaciones, y le pedía con la otra para mandar auxilios a México en momentos de angustia a fin de fundar, igualmente, escuelas, o reconstruir pueblos abatidos por ciclones o temblores.

Había llegado a ser axiomático en San Antonio que el periódico era otro consulado; y si bien nadie podía prescindir de los servicios del verdadero, para ciertas fórmulas legales, en cuanto se trataba de pedir orientación, ayuda, consejo, no eran pocos los que preferían acudir a las oficinas del diario mexicano.

Alfaro, sin tener noticia de estas prerrogativas del emigrado, hizo lo que todos, aunque por un motivo especialísimo y particular. En esas oficinas trabajaba Pepe Sarmiento, según acababa de averiguarlo; y como si una inducción especial e ineludible le obligara a cumplir con una formalidad de la que no podía escapar ningún repatriado, se encaminó a “La Prensa“, en busca de su amigo y compañero de colegio, bendiciendo la circunstancia que le deparaba, al mismo tiempo que el mejor amigo, el mejor medio de información, pues en un periódico deberían estar al tanto de todas las cosas de México y él andaba buscando, como un sediento, a quien le hablase de su país, como si fuera tierra desconocida y necesitase la impresión de que acabara de verla o supiera cosas nuevas de ella.

Desde lejos, se imaginaba la importancia de esa publicación, pero ahora que la veía de cerca la consideraba con cariño, porque su importancia material era como un testimonio de lo que valía la colonia. Ninguna prueba más completa de que; alejado de su patria, andaba todo un pueblo que luchaba, pensaba, amaba, y condensaba en ese tangible esfuerzo espiritual sus aspiraciones y sus anhelos de raza que quiere conservar sus características dentro de un país absorbente y dominador.

Las otras emigraciones, ricas, bien acomodadas, ocupando un sitio prominente en la vida de la nación, sostenían órganos mucho menos importantes que éste. Había, en las grandes ciudades del norte, publicaciones francesas, italianas, alemanas, polacas, judías, chinas, que en modo alguno podían equipararse con la mexicana. Y de judíos de todas las procedencias, de alemanes, franceses, italianos, eslavos y asiáticos estaba compuesta la nacionalidad norteamericana; pero ya el famoso crisol fundidor de razas había hecho su oficio y los antiguos habitantes del viejo mundo hablaban inglés, leían inglés, pensaban en ese idioma y sólo unos cuantos recién llegados o tradicionalistas sostenían el periódico escrito en la lengua materna.

Era pues conmovedor, penetrar al edificio que poseía el diario mexicano, ver su movimiento de empresa importante, de gran negocio industrial que atareaba al personal numeroso, oír el ruido de máquinas modernas: linotipos, rotativas, prensas, y suponer, desde luego, que allí palpitaba el alma de la raza dispersa; que toda aquella grandeza estaba hecha, como los bancos de coral, de pequeñas y lentas contribuciones; que allí se condensaban los sudores y fatigas de millones de seres que, por saber de su patria, por oír alabarla y bendecirla habían hecho posible todo aquello.

¡Las grandes realizaciones del amor y del esfuerzo!

El orgulloso país que se supone capaz de todo refaccionaba a los nuestros en sus necesidades más nimias y por eso no prosperaba ningún negocio mexicano, industrial o comercial, allí donde viven los reyes de las grandezas fenicias; pero lo que no había podido hacer, lo que no haría nunca, era darle refacción espiritual. Algunas empresas del país que trataron de fundar periódicos en español, fracasaron. Otras publicaciones redactadas por individuos de extracción mexicana, pero que no tenían ya nada de común con nuestra raza, porque eran, justamente, de los que se habían quedado, se habían norteamericanizado y adoptado la bandera de las barras y las estrellas, y explotaban a la colonia para fines políticos locales, se extinguieron ante el vigor y el mexicanismo del diario que fundara un muchacho entusiasta, creyente en las virtudes de su pueblo, y que había llegado a San Antonio con el maletín del emigrante ambicioso, instruido, sin blanca, pero con facultades para luchar en planos superiores.

Era digno de consideración el fenómeno. Una colonia pobre, pobrísima, que no se distinguía por ninguna actividad creadora dentro de aquella formidable competencia de esfuerzos comerciales tenía el mejor periódico extranjero. Un pueblo que apenas sabía leer, deletreaba todos los días el nombre de su país con balbuceos de niño abandonado.

En esa casa esencialmente mexicana halló Luis lo que iba buscando, Pepe Sarmiento, antiguo compañero suyo, militar como él, se había hecho redactor de periódico como otros se habían agarrado al clavo ardiente de la primera oportunidad que brindaba el sañudo destierro. No era cosa de escoger empleo en la Babilonia donde no sólo había confusión de lenguas, sino también de facultades y destinos. El que había cursado una carrera universitaria se veía precisado a aceptar una plaza de mozo de hospital; y los artistas qué gastaron su juventud en duras disciplinas alentadas por orgullosos sueños de triunfó en un ambiente refinado, tenían que ir a los campos militares (entonces en formación, a causa de los grandes preparativos para marchar a la guerra mundial) a acarrear vigas o a clavar armazones en las aladinescas ciudades campamentos, hechas en un día para alojar cientos de miles de soldados.

Pepe Sarmiento, que pasó por la amarga prueba de aserrar tablas en el Campo Travis y asistir visitantes, médicos y enfermeras en el Hospital de Santa Rosa, había podido, por fin, hallar un rinconcito en el diario mexicano, que no era muy exigente de los conocimientos de quienes lo hacían. Sarmiento, bien cultivado con la enseñanza técnica que recibiera en el colegio militar, no era, desde luego, un adocenado, pero no poseía, ni por asomo, la acuciosidad, la curiosidad siempre despierta, el afán chismoso del reportero de vocación y de profesión.

Cuando Luis Alfaro entró a la redacción del periódico con el paso vacilante del que no sabe exactamente el terreno que pisa, Sarmiento se hallaba sentado solemnemente frente a una máquina de escribir, traduciendo artículos y noticias. Conservaba sus mostachos de mosquetero; escribía con la cabeza levantada, mirando las teclas con desdén, como si fuera una formación de soldados dóciles e incapaces de salirse de las filas, y tenía ese aire de fastidio, esa falta de entusiasmo del que está desempeñando una labor totalmente distinta de la que soñara cuando escogió profesión y que durante largos años de estudio y de ejercicio le diera lo que llaman los franceses “el físico del empleo”. Aquel militar dedicado a periodista era algo tan incoherente, tan antitético, como los militares de la revolución que fueron sacristanes o covachuelistas antes de vestir los arreos marciales.

Se hallaba trabajando junto a otros, en mangas de camisa, y en una plataforma adosada al muro, donde, por necesidades de espacio se acomodaba la redacción.

A pesar de sus desazones, Luis no pudo reprimir una sonrisa al verle. Nada tenía que ver este pacífico y desgarbado tipo con el donjuanesco y atrevido muchacho que le acompañó en algunas aventuras amorosas, arrastrando la espada; que se pasaba las horas muertas estudiando libros de táctica y de historia militar y a quien vió muchas veces desafiar la muerte con valor no fingido, en las campañas libradas contra los revolucionarios en el norte del país. Sarmiento había consagrado su vida entera a la carrera de las armas, que consideraba definitiva, tan segura como cualquiera otra profesión que se sigue con entusiasmo, se aprende con empeño y se toma como fin y medio de vida, como término de una aspiración, y también como término de convenio, durante el corto tránsito por el mundo, con las obligaciones que éste nos impone.

Y ¡cosas absurdas y exclusivas del México adorado a quien no habían dejado de querer los dos militares desposeídos de sus carreras, a pesar de las ironías que gastaba con ellos!, le cortaron la carrera, lo licenciaron, unos guerrilleros que no habían estudiado y que vencieron sin conocimientos ni práctica en una campaña larga y sangrienta...

Con un discretísimo silbido que usaban para reconocerse los cadetes de su tiempo, llamó Luis a su compañero, que, de pronto no lo identificó. Púsose las gafas que se quitaba para escribir y se alzó bruscamente de la silla, con los rápidos movimientos que le granjearon el mote de “Polvorilla” en la escuela. Asomóse a la barandilla, para ver mejor a Luis, que anticipaba comentarios, desde abajo, con una expresiva pantomima en la que, el solo gesto de los brazos de solamente extendidos, parecía decir: “Mira dónde se han vuelto a cruzar nuestras vidas y en qué traza tan distinta de la que solíamos tener nos encontramos…”

Se iluminó de alegría la cara del veterano de las campañas revolucionarias y bajó corriendo la angosta escalerilla de la plataforma para abrazar a su amigo:

—Pero ¡qué bárbaro!... ¡Vaya sorpresa!… Estas cosas hacen daño, así, sin preparación...

Y lo levantaba en vilo, llamando la atención de los empleados para quienes ¡era motivo de regocijo cuanto hacía Sarmiento, siempre explosivo, detonante, gritón.

Luego, reparando en la triste expresión del semblante de su amigo y en su severo traje negro, acertó con el motivó exacto de su pena. Sabía que no le quedaban a Luis parientes cercanos por quienes llevar luto tan riguroso.

—¿Ana María? —preguntó con ansiedad sincera, pues la había conocido y la quiso en la medida de sus aquilatadas prendas.

Respondió Luis con un sombrío movimiento de cabeza, sin atreverse a hablar, para que no lo delatara su emoción. Serenado ya, le refirió su reciente tragedia y mientras hablaba, el triste ex militar volvió a sentir, en toda su molesta e inevitable curiosidad otra mirada como aquella con que le había visto, al encontrarlo; Magdalena González; mirada en cuyo fondo se veía la secreta morbosidad de apreciar los estragos del tiempo y de considerar melancólicamente cambios y mudanzas, sobre cuyas ruinas alzaban su pálido recuerdo las muertas alegrías.

Sarmiento, de carácter alegre, dicharachero, vivaz y de una fina inteligencia, capaz de comprender y de abarcar en un momento las más delicadas situaciones, supo desde luego que su amigo buscaba, primero que nada, afectos, compañía. Se propuso cumplir con la más noble de las obras de misericordia, con la más humana: la de prestar a los demás un poco de la alegría que nos queda y sin la cual este mundo es “el valle más hondo y más escuro,” según la clásica expresión el fraile salmantino.

No quiso hurgar en los detalles de los negros acontecimientos que acaban de ensombrecer la vida de Luis. Por el contrario, con una volubilidad muy propia de su carácter jocundo y de su estilo parlero, le fué arrancando de su penoso presente y lo llevó a otras épocas, amables de recordar.

A picture containing text, book

Description automatically generated

Ilustración: La Prensa, 4 de enero de 1942, página 28.

Sarmiento y Alfaro habían hecho los estudios juntos; salieron a las pruebas militares en la misma compañía, e hicieron al mismo tiempo la campaña contra los revolucionarios. De niños, de jóvenes y de hombres, convivieron intensos momentos, los que hacen las amistades fuertes e inolvidables. Si no tenían mucho que contraste de estos últimos años, pasados en la quietud y en el silencio, sí había mucho qué repasar. Y no siempre, como aseguran el Dante y Jorge Manrique, es triste recordar las cosas alegres en los momentos del pesar.

Al menos, estos amigos que habían pasado por tantas desazones, principalmente, por la muy dura de cambiar de patria y destino, de los dos acendrados amores en que habían puesto desde los entusiasmos de la juventud hasta los viriles impulsos de la madurez, sintieron extraordinario consuelo hablando de todo lo de ayer.

Alfaro le contó a su amigo cuanto se refería a su vida actual.

—Espera un momento —dijo éste después de oírle largo rato—, que no nos vamos a pasar la tarde de pie y necesitamos mucho tiempo... y mucho espacio para hablar de lo nuestro.

Subió luego la escalerilla para dejar en orden sus cosas, dijo algunas palabras al jefe de redacción, y bajó en un momento, dando un mentís a los que juzgan exigente y preciso el trabajo de un periódico. Allí no había competencias ni grandes reclamaciones de parte de un público que de antemano dispensaba al diario mexicano todas sus faltas.

Junto a la acera, en una larga fila de coches esperaba el de Sarmiento que, no obstante su salario, decente, pero limitado, tenía, como casi todo el habitante de los Estados Unidos, su automóvil comprado a plazos.

El hombre tenía prisa de ufanarse ante su amigo por aquella posesión. Siempre había sido el mismo: ostentoso, amigo del señorío, de la grandeza, de vivir fuera de sus posibilidades, pues sus recursos anduvieron siempre en desacuerdo con sus ambiciones.

No le sorprendió, pues a Luis, verle dueño de aquella máquina lujosa, a la que se acercaba pavoneándose, llevándolo del brazo, como si fuera a enseñarle una obra de arte que constituyera su orgullo, una mujer hermosa que hubiese conquistado o un hijo famoso que le llenará de gloria.

—Eh ¿qué te parece? —dijo sin poderse ir a la mano.

A Luis le parecía bien, pero más que el coche de su amigo admiraba la potencia industrial de Estados Unidos, su comercializado ambiente, la suave manera de hacer desear a todo el mundo, hasta a los demás pobres recursos cosas de lujo que en otros países sólo estaban al alcance de los ricos.

Todos los empleados del periódico tenían su coche. Se sabía esto por los postes indicadores que prohibían la permanencia de otros que no fueran los del personal de la empresa, frente al edificio del diario. Lujoso y resplandeciente, decorado de adminículos raros el del redactor regularmente pagado, y roñoso y bufador, pero útil para desempeñar la misión de transportar a su dueño, el del tipógrafo de a diez dólares a la semana.

De aquel detalle aislado podían sacarse consecuencias y observaciones interesantísimas sobre la riqueza portentosa de los Estados Unidos, sobre su fuerza de inducción para obligar a cuantos vivían en su suelo a participar de las comodidades que brindaba, aunque fueran costosas, y por último, y como resultado de todo lo anterior, sobre el mantenimiento de aquella producción incesante. Veíase el perpetuo ir y venir del dinero que salía del obrero, del empleado comprador de tantas máquinas indispensables o superfluas de tantos inventos siempre renovados, de cuanto echaba de sí la marrullera industria, con una socarronería de quincallera que deslumbra con sus géneros vistosos y seductores al transeúnte, y volvía dando una larga vuelta, al mismo obrero que fabricaba la misma quincalla, los objetos útiles y de placer, de los cuáles él era el principal consumidor, sin dejar de consumir también lo que producían los otros, los hombres de los campos, los que fabricaban telas o periódicos, cuantos se movían dentro de aquella gran fábrica de los Estados Unidos, en un formidable trueque de necesidades y, donde apenas se distinguía, porque iba de mano en mano, con rapidez vertiginosa, la especie monetaria símbolo de cambio, de una movilidad tal, que semejaba ser como una hélice en rotación, de la que se sabe que existe por el ruido, pero que nadie ve cuando está en movimiento.

Sorprendió el militar periodista a su amigo en aquella observación y anticipándose a los comentarios le prometió darle, desde luego, una conferencia sobre “la psicología del expatriado.”

—Acabas de ponerme en la punta de la lengua el tema —le dijo.

Y con ademán de orador que tiene enfrente una multitud, agregó:

—Estás asombrado ¿no es cierto? de que todos seamos aquí personajes de viso, señores de vida arrastrada, hombres de pro, gente de automóvil. Pues te encuentras ante el aspecto más seductor de la vida norteamericana... Hay un demonio familiar y anglosajón, sin la prestancia del que quiso sobornar al Hombre Dios, que todos los días nos sube... al tapanco donde trabajamos y nos dice: todo eso que miras a tus pies será tuyo si me adoras. Y nosotros, con menos fortaleza ¡con alguna menos, ya te supondrás! que el Rabí de Galilea, caemos presto en la adoración de estas endiabladas máquinas, por las que vendemos el alma, pues no es otra cosa comprometerse durante muchos meses —a veces muchos años— a distraer del dinero que podría servirnos para emanciparnos de la tutela del abonero el importe del “installement,” del pago mensual, que tenemos que dar por todas estas chácharas que son las dueñas de nuestra vida...

Alfaro le escuchaba divertido.

—Porque cuando tú crees que estás a punto de redimir con tu sangre, o con el sudor de tu frente, que viene a ser lo mismo —siguió diciendo Sarmiento— la condena del abono de muchos meses a cuenta del modelo que te sedujo hace un año y piensas que tienes coche para mucho tiempo se te presenta un agente rubio, de ojos azules, insinuante y seductor; agente rubio, que asume por unos momentos las funciones del diablo tentador de que hablábamos antes, y te dice, señalándote un vehículo de luces cegadoras y de misteriosos y novísimos mecanismos —¿Ha visto usted el último modelo?

Y ni con la treta de Odiseo te libras del encanto de la sirena de colores vivos que desde afuera te llama y te convence. Das por una bicoca el coche que te costó miles, y el sentencioso cantar campoamorino se cumple en todo su cruel rigor: “Pecar, hacer penitencia, y luego, vuelta a empezar”. Sigues haciendo penitencia durante muchos meses… Y así, haciendo penitencia a causa de las vanidades inútiles, y disfrutando del pecado, se te pasa la vida.

Sarmiento no acababa de hablar nunca. Tenía una imaginación volcánica y de todo sacaba extrañas consecuencias y graciosas figuras. Discurriendo sobre el tema de los automóviles, el primero que le había salido al paso, llevaba trazas de ocupar la tarde entera. Su amigo le escuchaba con interés o fingía interés por oírle hablar, cogido de la puerta del elegante carro, que era el cuerpo del delito en aquel proceso que hacía Sarmiento de la vida americana.

—Y por otra parte —continuó el traductor de idioma del periódico mexicano— esto que ves aquí —decía, mientras señalaba con un amplio ademán el gran número de coches que había en todas las aceras cercanas— es lo más bello del panorama de este gran país; es su flora, su fauna, su mayor encanto...

Luis empezaba a mirarle extrañado.

—Escúchame —dijo después de una breve pausa y como sobrecargado de ideas y de pensamientos que quería poner en orden—. Te quiero decir lo siguiente: En todos esos lugares del mundo que llamamos patrias, países, naciones, hay algo particular, característico, lo que pudiéramos decir que es la personalidad de la tierra, la parte típica que te atrae, o que, al menos, se te ofrece con la seducción de una mujer que muestra sus encantos. Son los paisajes mexicanos, con sus volcanes y sus desiertos, sus bosques feraces, sus lagos y sus jardines; las tardes de sol y de vino de España; los “landscapes” de Inglaterra; las campiñas de Francia, por donde pasa, a la hora del “angelus,” como en el cuadro de Millet, el aire devoto de un pueblo que trabaja y atesora y cree y adora en su patria; los “fiords” de Noruega; las blancas ciudades de Italia llenas de arte y de historia... Aquí no hay nada semejante y la seducción del país se halla en esto, en la máquina que te ofrece comodidad, velocidad, a falta de las cosas del espíritu que no te puede dar; en el chirimbolo que te ahorra tiempo y fatiga; que fabrica, con sus ventiladores, el aire que nunca sopla; que hace el hielo para enfriar los teatros donde nos achicharramos en verano y pone calefactores para entibiar los cuartos donde nos congelamos, como carámbanos, en invierno; que confecciona los ascensores para subir a esos edificios de cincuenta pisos donde se congregan millares de seres, y que, a veces, pretende suplir las bellezas del arte y los encantos de la naturaleza con monstruosas imitaciones que son como los gemidos de un mecanismo bárbaro que quisiera humanizarse...

Se detuvo para tomar aliento el periodista y siguió diciendo:

—El otro día tuve la visión perfecta de esa monstruosidad al ver pasar ¿qué te supones?... ¡Una locomotora que cantaba…! Era la máquina de un tren de circo que, para anunciar su llegada a la ciudad, tocaba, con una combinación de silbatos de distintos tonos, una temerosa pieza de música. Algo así como los ensayos de un animal prehistórico, resucitado en estos tiempos, que quisiera repetir el “rag time” oído en el “roof garden” de un hotel de lujo.

Luis encontraba un motivo de distracción en la charla de su amigo y le dejaba hablar, aunque le parecieran exagerados sus cálidos relatos.

—Te he hecho esta ligera pintura del maquinismo yanqui —dijo mientras abordaba su coche, sujeto de aquella conferencia, e invitaba a su amigo a pasar a él— porque de ella se derivan interesantes consideraciones relacionadas con nuestra vida en los Estados Unidos. Es vergonzoso para un intelectual, para un hombre de estudio lo que te voy a decir; pero dejaría de ser lo que he sido para ti, si viniera ahora a ocultarte esas cosas muy íntimas que casi todos los mortales disfrazamos en nombre del buen gusto, de la moral, de las conveniencias sociales, de los mil convencionalismos que nos presentan totalmente distintos de cómo somos en realidad en las horas de soledad interna, de desnudez psíquica. Ello es que lo que retiene aquí a muchos mexicanos, aún a los que hemos viajado, pero que tuvimos que encallar por falta de recursos en este arsenal del mundo, es la comodidad muelle de un país que, como el doctor famoso, hace primero los pobres y después los hospitales; es decir, primero nos fatiga con un trabajo abrumador y luego nos brinda la manera de pasarlo lo menos mal posible en las horas de tregua. Yo nunca consideré que fueran argumento bastante para detenerme en parte alguna las ventajas mecánicas del vivir. No aspiré a poseer un automóvil, porque siempre lo juzgué instrumento de lujo, que a veces me pareció insultante, muy en particular cuando apareció como cosa nueva, con mucho ruido y aparentando ser un mueble para uso exclusivo de los millonarios, para aquellos ricos nuestros que iban a Plateros al medio día, sin más objeto que recordarnos su presencia, su existencia dentro de una clase privilegiada, puesta en el mundo para disfrutar de todos sus placeres y evitar todas sus obligaciones...

—¿También socialista me resultas ahora?—interrumpió Luis, sonriendo levemente.

—Puede ser, repuso Sarmiento en el mismo tono, pero de un socialismo con automóvil, que es el único que tolero. Y sigo con mi conferencia después de contestada la interrupción. Decía que siempre vi estas cosas como atributos de una clase superior, a la que el dinero acumulado da muchas prerrogativas. Cosas que uno detesta porque no las puede tener. Y en fin, que yo que llegué a los Estados Unidos como llegamos casi todos los mexicanos de cierta categoría social, esencialmente patriotera y llena de prejuicios contra todo lo yanqui: echando pestes y tratando de imponer nuestra distinción, riéndonos de las decantadas miserias morales y espirituales que nos pintan a este país como una grosera casa de rico donde sólo se puede estar de paso, caí, de la manera menos airosa que te puedas imaginar, en todas las abominaciones aborrecidas. El Tío Sam, que es un tío marrullero, me sobornó a su modo, poniendo a mi alcance sus tentadoras baratijas, dándome facilidades para que en un momento fuera dueño de cosas que nunca tuve, a saber: una casa que verás ahora y que, pequeña y debilucha, de madera y papel tapiz, tiene el encanto de un juguete para un niño pobre; un piano eléctrico que me reproduce música de mi país, un aparato de radio que me trae voces lejanas, como en los cuentos de hadas (el otro día oímos al Papa, figúrate); y todo un sistema mecánico, todo un mundo de pequeñas máquinas; dentro del cual nos movemos mi mujer, mis hijos y yo, como seres caídos en un astro nuevo, donde muchos fantasmas, gnomos y encantadores estuvieran trabajando de día y de noche para fabricarte varitas mágicas con las que pudieras tornar maravilloso cuanto te rodea...

No pudo evitar Luis una burlona sonrisa ante las vehemencias de su amigo, a quien presentó sus excusas por no tener a mano el vaso de agua que reclamaba aquel perorar agotador.

—¿De dónde crees que salgo yo ahora? —preguntó Alfaro, protestando contra la desbaratada descripción de un país donde había vivido tantos años sin parar mientes en tan curiosos aspectos.

—¿Tú? —arguyó rápidamente Sarmiento— Tú vienes de ese agujero, de ese oasis donde vivías y que me acabas de pintar. Rodeado de gente que sufre tu influencia mexicanista, apenas puedes decir que has habitado la misma nación que yo… Además, tú eres hombre rico que no deseó nunca nada porque todo lo tuvo, y no has sabido, no pudiste saber de las invencibles tentaciones del pobre que un día se ve admitido en el círculo de los que todo lo poseen... ¡La gran seducción de los Estados Unidos! —agregó regodeándose con la idea de ser cofrade de la Asociación del Dólar Todopoderoso.

Ilustración: Fulgencio Corral, La Prensa, 4 de enero de 1942, página 28.

Olvidado de sus penas ante la violencia de aquel huracán verbal, y regocijado por la salida de Sarmiento, Alfaro se echó a reír ruidosamente.

¿Te ríes? —dijo aquel encogiéndose de hombros—. Muy bien. Yo soy el primero en reírme, observándome, con lo poco que queda en mí del antiguo Sarmiento, con una subconsciencia que muy pocas veces logra levantarse y halla ridícula, dolorosa, la adaptación de un individuo de determinadas condiciones y tendencias, a una vida vaciada en el molde yanqui…

—Pero ¿hablas en serio? —preguntó Luis—. ¿Es posible que por ese plato de lentejas olvides a tu país?

—No lo olvido, ¡qué diablo! —exclamó picado el periodista—. Ni hace falta olvidarlo para disfrutar de esta vida. ¿Quién ha hablado de cambiar de patria ni de renegar de nuestro hermoso pabellón tricolor? Lo que pasa es que me encuentro muy a gusto aquí, que me hacen falta, a mis años, estas poltronerías; que no sé cómo arrancarme de ellas… ni de las deudas que he contraído por causa suya y que, dejándome vencer por la pereza que da la inercia, y ante la idea de ir a reanudar la lucha en mi país, del que recibí muchos desengaños, decido quedarme aquí, por Dios sabe cuánto tiempo, mientras mis hijos se educan, se hacen hombres y deciden, a su vez, lo que han de hacer...

Alfaro vió con pena a su amigo, y dijo para su coleto:

—¡Buen plazo para olvidar a México!...

XIV

Mientras hablaban, el orgulloso poseedor de la flamante máquina que se deslizaba con suavidad sedeña sobre el asfalto de la avenida, enderezó la marcha hacia las calles que llevan al barrio mexicano. Dando una vuelta al parque Milam; que se encuentra frente al edificio del periódico, tomó por la de Laredo, la principal arteria de la populosa sección mexicana, donde casi toda la nomenclatura tiene denominaciones en consonancia con el ambiente que allí se respira: calles de Matamoros, Flores, Presa, Conchos, Buena Vista, Dolorosa, Nueces, Zarzamora, Frío, Medina...

A medida que caminaban, Sarmiento le daba informes a su amigo sobre edificios y personas de historia y de relieve, de aquella ciudad mexicana incrustada en una ciudad norteamericana.

—El dueño de esta panadería cruzó la frontera confundido con el ejército de emigrantes indígenas y ahora es capitalista: posee el edificio que ahí ves, al que concurre abundante clientela mexicana y yanqui a tomar un chocolate falsificado y unos auténticos bizcochos mexicanos que le dieron fama al establecimiento y riqueza a su propietario. La finca vale cincuenta mil dólares, el hombre tiene cuenta en el Banco, una caja en Prospect Hill y pasea su figura de indio legítimo, obeso y bigotudo, como modelado por Panduro en Packards y Rolls Royces que allá en nuestra tierra le dan categoría de millonario a su poseedor. Aquel otro edificio tiene una historia semejante, sólo que en vez de estar fincado sobre bizcochos y chocolate, fué hecho con moles poblanos y enchiladas tapatías.

Y así, mientras el coche rodaba lentamente por aquella calle que a medida que avanzaba hacia las afueras se hacía más pobre y sucia, Sarmiento iba haciendo la historia del barrio.

Allí había nacido San Antonio, allí habían vivido los primeros pobladores, agrupados en torno de las Misiones, establecimientos medio religiosos y medio militares, que daban albergue a los frailes encargados de evangelizar la región y servían para defenderse de los ataques de los indios salvajes, rehacios a la conquista.

Frente por frente de lo que es ahora el City Hall quedaban los restos de la “casa del Gobernador”: tan sólo un marco de cantera, en una puerta pequeña, sobre la que había un escudo de armas de Castilla borroso y desteñido. Lo único antiguo, dentro de un nuevo edificio, que había sustituido al palacio gubernamental.

Aquí y allá conservábanse vestigios de lo que fuera la colonia, en iglesias de vieja cantera y pesadas torres, o en casas medio derruidas, con las huellas de muchos siglos sobre sus muros desconchados, pero respetadas todavía y cuidadas cariñosamente por el empeño del norteamericano de poseer reliquias que les den carácter a sus ciudades nuevas, sin tradición y sin leyenda.

San Antonio, juntamente con algunas ciudades de California y Nuevo México, es de las pocas que pueden enseñar, con orgullo de coleccionista, el paso de la historia por sus calles. Las modernísimas estructuras, de hierro y cemento, apenas dejan señal de aquellas vejeces, pero los nativos tienen buen cuidado de hacer notar, con inscripciones y nombres llamativos, la presencia de las reliquias.

En el centro de la ciudad que en un tiempo se llamó San Antonio de Béjar, en memoria del virrey en cuyo tiempo se fundó, se hallan las ruinas del templo construído por Fray Margil de Jesús, donde los texanos sublevados contra el gobierno de México fueron destrozados por las fuerzas de Santa Anna. La histórica iglesia, que ahora se llama sencillamente “El Álamo” fué convertida en un museo heroico, donde se guardan trofeos y viejos armamentos, que los sanantonianos enseñan al viajero con emocionada veneración. Junto a El Álamo está el Hotel Menger, otra construcción del tiempo colonial, pesada, vasta, explotada para fines comerciales a causa de su ambiente romántico, del que tanto se pagan los hombres prácticos del país del norte.

Había que reconocer a los norteamericanos su respeto para las cosas del pasado y su propio reconocimiento de las virtudes de aquellas razas fuertes que pusieron los cimientos de la civilización en el continente. Un gobernador texano mandó construir un monumento en el centro geográfico de la ciudad, precisamente junto al City Hall: una sencilla piedra con una inscripción que recuerda el paso de los caminantes del “Old Spanish Trail” (el viejo camino español) la ruta que llevaban de océano a océano frailes y conquistadores.

En estas otras calles del barrio mexicano que recorrían ahora Alfaro y Sarmiento, alejados ya del centro del mismo, no quedaba huella alguna de la colonia. Todo era casas de madera, especie de barracas de feria, de las que vuelan por los aires cuando soplan ciclones como el que arrasó la ciudad de Galveston en 1900. Casas pobrísimas, colocadas sobre gruesos troncos, y por cuya base, completamente al aire, circulaban animales domésticos mezclados con chicos sucios y harapientos.

Como si hubiera llegado Sarmiento a un nuevo campo de experimentación o se hallara frente a un ejemplar de características distintas, hizo alto junto a una de las barracas más sucias y pobres para reanudar su conferencia sobre “la psicología del expatriado”.

—He estado esperando que me preguntes —dijo a su amigo— si también estos pobres paisanos que parecen aquí doblemente proscritos porque la patria se les negó y porque la ciudad extraña los arrincona en estos infectos callejones, pensarán lo mismo que yo de las atrayentes comodidades del Tío Sam. Me anticipo a tu pregunta y te respondo afirmativamente. Para apreciar esta situación del mexicano pobre, precisa tener bien despierto el sentido de la proporción y calcular
lo que ha sido, pongamos como ejemplo, este individuo que tenemos al frente y que nos ve con desconfianza.

En la casa cercana, un mexicano de pobrísimo aspecto y que seguramente acababa de llegar de su trabajo, ocupábase en remendar el asiento de una silla hecha de cordeles de gruesa materia textil.

Vestía holgado traje negro de casimir, comprado seguramente en las tiendas de viejo de las calles de West Houston, la judería de San Antonio; sombrero de anchas alas y de enorme copa, de los llamados texanos, rudos zapatones y camisa azul de gruesa tela. Junto a él, en el porche de la casa, caldeado todavía por el sol de la tarde y adonde la pareja había salido buscando el aire que empezaba a refrescar, estaba su mujer, cosiendo a mano, una vieja prenda de ropa.

Bastaba verles para saber que procedían de los campos de México, del rancho polvoriento donde la gente habita chozas que a veces carecen no sólo del puchero cotidiano, sino del fuego para cocerlo o para alumbrar las tinieblas de la mísera vivienda.

—Estos compatriotas nuestros, —continuó Sarmiento—, corrieron la aventura de su vida al venir a los Estados Unidos. Vendieron la vaca, el “almud” de terreno que les dejó el abuelo, las cuatro cabras de su “ganado”, lo que tuvieron, en fin, y sacaron de allí el dinero del pasaje. Traían la seguridad de que su trabajo rendiría aquí mucho más que en su tierra y no vacilaron un momento desde que alguien les sugirió la idea de emigrar. Yanquilandia se les ofrecía, desde lejos, como un país de cuento, de los cuentos oídos bajo la luz de las estrellas, en la majada donde ladran los perros vigilantes. Cuando llegaron a la frontera sintieron la emoción del que pisa una casa suntuosa, de riquezas inimaginadas. Les recibieron en esta ribera del Bravo que ha visto pasar tanto mexicano desesperanzado, con el gesto de tolerancia y disgusto de quien admite un sirviente nuevo al que hay que desbravar, porque se le necesita. El enganchador se echó sobre él, le arrancó la última moneda a cambio de la promesa de buscarle ocupación y un día salió en un tren atestado de compañeros, que se veían unos a otros, entre complacidos e inquietos, pero al mismo tiempo satisfechos de haber cruzado aquel Rubicón de su vida. La historia, de aquí en adelante, adquiere variadísimos aspectos, pero el resultado es siempre el mismo: nuestro hombre ganó los dólares que venía buscando y que le abrieron el mismo paraíso que a mí me deslumbró.

Sarmiento hablaba a grito abierto, sin importarle que el aludido se diera cuenta de aquella biografía contada en plena calle.

—¿Te imaginas lo que sería —seguía diciendo el periodista— para este individuo, de vida semisilvestre arrancada de una sierra abrupta o de un desierto a donde no llegaron nunca, no ya las ventajas de la civilización, sino siquiera el concepto humano de la vida, ver sustituido el jergón de ixtle por la cama de lucientes latones, y descubrir los misterios del, gramófono o del radio ¡tener música, él, que sólo tuvo tristeza!; alumbrarse con luz eléctrica, mandar a sus chicos a la escuela donde les inician en ese otro misterio del idioma que hablan unos seres superiores, los semidioses rubios que tienen ante sus ojos prestigios sobrehumanos?

Lo que en mí y en tantos como yo, que nos ayancamos [sic] sin saberlo, no tiene disculpa, en estos es perdonable y justifica la persistencia de la emigración y arroja a los residentes de muchos años; cuando en las ciudades mexicanas ribereñas vemos miles y miles de repatriados que vuelven en completa derrota a causa de la crisis del trabajo en los Estados Unidos, continúa como una oculta fuga y como una invasión estratégica con los que cruzan a nado el río divisorio para eludir las formalidades de la internación y para no oír a los que quieren convencerlos de que ya no hay Jauja, de que las cosas han cambiado y también les aguardan aquí las privaciones, la miseria...

Luis escuchaba con profundo interés “la conferencia” de su amigo.

—¿Y sabes lo que es el paso de una generación, por un “caso” como el que estamos examinando? —continuaba el fogoso disertador—. ¡Ah! los hijos de estos paisanos que parecían otra roca más de las montañas mexicanas, un árbol más de sus bosques, el corazón y el alma de aquellas tierras bravías, porque son como ellas fuertes, resistentes inmutables y como ellas tienen la hosquedad de una naturaleza virgen; los hijos de estos hombres se convierten en un elemento nuevo, que ya no es el mexicano, porque sólo conserva el color y los rasgos de su raza; y tampoco es el norteamericano porque Estados Unidos no los adopta sino con humillantes restricciones, y vienen a formar parte de esa casta, la mexico-texana, que chapurrea el español, habla un inglés sui-generis y tiene todos los deberes del ciudadano norteamericano, inclusivo el de ir a las guerras a defender el pabellón estrellado, y ninguno de sus privilegios; es comparsa en las elecciones y carne de cañón en las batallas, se sobresalta oyendo las notas de nuestro canto de guerra, tiene la nostalgia de México, a veces nos aborrece por obra de un resentimiento extraño y a veces se vuelve a nosotros como pidiendo protección a los manes de sus antepasados…

Bajando luego la voz, como para hacer más íntima la plática, que llegaba a un punto delicado, Sarmiento dijo:

—Cuando vayamos por esas tiendas del centro, por los grandes almacenes del distrito comercial, verás como abunda entre el numeroso y lucido personal femenino que atiende a las clientelas, el tipo de la mujercita mexicana, pequeñina, morenucha, de grandes y pensativos ojos negros, de vocecita dulce y de gesto resignado y tranquilo...; el gesto que hacía exclamar a un fotógrafo argentino, establecido aquí desde hace mucho tiempo y enamorado de la expresión de los rostros de las mujeres mexicanas: “Todo lo que en la americana es dureza, es bondad en la mexicana, ¡Si lo veré yo, cuando les digo, detrás del paño negro de la cámara, que sonrían para tomarles el retrato! ¡La americana hace un esfuerzo inútil y su paisana abre nomás las compuertas del alma y ya tengo enfrente la imagen de la dulzura...!”

Alfaro rió de buena gana de la ocurrencia del fotógrafo argentino y de la manera de contarla, de Sarmiento.

—Pero no esperes —siguió diciendo éste sin hacer caso de la risa de su amigo— (si te equivocas pensando que el carácter no sufrió ninguna influencia extraña) hallar el viejo venero romántico del alma azteca y española, hecha de pétalos sedeños, de rayos de luna, de tristezas y de sonrisas, de abnegaciones infinitas y de bravuras silenciosas. Esta muchacha habrá perdido todas las dulzuras y asimilado esa idea de la superioridad femenina, que le quita a la mujer su más suave encanto y la acartona y la eriza de derechos insoportables. Te hablará en un dialecto desconocido, porque ha corrompido el idioma extranjerizado, muchos vocablos españoles y españolizando muchos términos ingleses y tendré a la mano contra ti el juicio por rompimiento de promesa matrimonial, el divorcio, el espectro de la ley junto al señuelo del amor, sin dejar de usar las libertades que hacen fáciles las osadías masculinas y las caídas femeninas. Y en cambio, si cantas una canción mexicana, la oirás suspirar, en un rápido momento de emoción, como si el alma de la raza, lejana y remota, se asomara a la morada de donde la expulsó el ambiente extraño...

Ilustración: Roberto Silva, La Prensa, 11 de enero de 1942, página 28.

Calló, por fin, aquel hombre que cuando hablaba no dejaba meter baza a nadie, y vió a Alfaro como esperando aplausos. Movió luego su automóvil para volver a la ciudad. Lo echó a andar hacia atrás, para salir de la callejuela donde se habían metido, pero le detuvo el grito del mexicano que había servido de sujeto para la última parte de la conferencia:

—Eh, amigo, —exclamó a grandes voces el paisano— fíjese como baquea su carro porque puede agarrar un güerco de esos que andan jugando por allí atrás:

—¿Entendiste? preguntó Sarmiento, contentísimo por aquella comprobación sobre la mezcolanza del idioma.

Luis conocía perfectamente tales expresiones. La terminología texana era inevitable para los trabajadores mexicanos que adoptan prontamente usos y costumbres de los viejos emigrados, y Alfaro había tenido mucho que ver con esa gente. Baquear quería decir echarse atrás, y era una corruptela del “back” inglés, puesto en activo, en español y, “güercos” se les llamaba a los niños, Dios sabe por qué.

Era hora de que el periodista regresara a su oficina, a terminar el trabajo pendiente y a traducir los telegramas que hubieran llegado de México. Luis se manifestó dispuesto a esperar a que despachara sus asuntos, cuando llegaron a la redacción del periódico.

Había en esta un alegre movimiento. Todo el gran bodegón de los talleres y las salas de la administración estaban en tinieblas y se destacaba, en una zona de luz, la angosta plataforma donde se aderezaban las noticias.

Cada redactor tenía al frente un periódico local, escrito en inglés, de las muchas ediciones que echaban a la calle, en las últimas horas del día, los rotativos americanos. Allí había material en abundancia. Sólo precisaba traducirlo.

La colonia, quieta de suyo, no exigía grandes esfuerzos reporteriles para satisfacerla en sus necesidades de información local. Solo de cuando en cuando algún acontecimiento extraordinario, un suceso sensacional o de sangre, inevitables en tan grandes conglomerados mexicanos, ponía a los buscadores de noticias a “trabajar” los casos. Al lector mexicano le interesaba muy particularmente la información de su país, el telegrama que le hablara de los cambios de la política, que le prometiera restauraciones económicas o sociales y le fuera dando los altibajos de la vida pública de importantes personajes.

Unas sencillas y maravillosas máquinas, los teletipos, trabajaban sin descanso escribiendo en interminables tiras de papel lo que ocurría en el mundo. Era un vertedero incesante del suceso universal. Alfaro detúvose a examinar los notables instrumentos que combinan el telégrafo y la máquina de escribir en un solo mecanismo y hacen innecesaria la intervención del hombre en aquella fabulosa labor de recoger el noticiario de todos los pueblos de la tierra.

Informes de los mercados, resultados de las carreras de caballos o de los juegos de “baseball” en los hipódromos y “stadiums” más concurridos del mundo; movimientos de la política europea; anuncios de guerra; urgentes llamadas a la paz por medio del desarme universal, inútiles conferencias de Congresos de las Naciones, ejecuciones de criminales, elecciones de cardenales, todo pasaba bajo el tecleo monótono de la máquina que tenía la indiferencia suprema de lo inerte para el sufrimiento humano, para lo que grita y bulle al impulso de la pasión y de la vida.

El ruido de las máquinas que transmitían el palpitar del mundo, de ese gran corazón que recorre el espacio llevando una infinita carga de dolor, era como el tic tac de los relojes que cuentan los minutos de pena y los minutos de alegría con igual indiferencia, con un roer constante del tiempo que se lleva todo, como un río de eterna e impetuosa corriente.

Alfaro recordaba su gran minuto de angustia, el que tuvo la crueldad de salirse del tiempo para herirle y que para el resto de la humanidad fué, seguramente, un minuto de tantos, un espacio de tiempo confundido en la gran cuenta de la vida.

El ex militar seguía atento el desarrollo del papel donde la máquina imprimía sus noticias. De cuando en cuando venía un empleado a ver lo escrito, pasando una rápida ojeada sobre las fechas y los lugares de procedencia. Al periódico mexicano no le importaban los cambios de la Bolsa de Nueva York ni la multitud de pequeñas noticias de la vida yanqui y de las de deportes, de crímenes de “gangsters” y terroristas, de la cansada y marrullera política europea sólo recogía lo culminante; pero en cuanto la máquina marcaba las seis letras de la procedencia deseadísima: “México, tantos de tantos...” el redactor cortaba el largo metraje de lo escrito antes, que colgaba tristemente bajo el grueso rollo de papel de donde había salido, con la dejadez de lo inútil, y esperaba el alumbramiento fecundo del mecanismo oscuro, que entonces se volvía simpático.

En algunas épocas de agitación, cuando los disturbios políticos amenazaban la tranquilidad del país querido y cada noticia era como un boletín de la salud de un enfermo, los redactores abandonaban sus labores al anuncio de que iba a hablar “la voz” lejana y familiar y se amontonaban para verla salir, letra por letra.

Venían también los políticos de nota, los generales derrotados en el último levantamiento, no importaba su filiación, pues al llegar a San Antonio se reconciliaban ahora los más enconados enemigos y todos formaban un grupo doliente con un solo deseo, que se convertía en obsesión el derrocamiento del gobierno que les desterraba, el cambio de la situación por obra de lo más inesperado, aunque fuera un terremoto o un choque de trenes donde pereciera el Presidente reinante, algo providencial que sustituyera a la fallida rebeldía. No se daban cuenta de que si la sublevación no dió resultado cuando había elementos y se luchaba a tiro limpio, menos había de dar cuando los paladines de “la buena causa” (siempre era “la buena” la de los que estuvieran desterrados) se habían convertido en “ojalateros”, en rebeldes inofensivos cuyas actividades sintetizaba uno de los más ladinos y salados del grupo, diciendo con mordacidad:

—Estamos esperando que obre la naturaleza…

El periódico mexicano se había convertido en el centro natural de los que soñaban con la política o con la revolución, no porque allí se fomentara ese afán oposicionista, sino simplemente porque por su conducto habría de llegar, forzosamente, la noticia que les hiciera volar, en el caballo de las viejas andanzas rebeldes, a la “bola” que se armaría de un día a otro, con cualquier motivo, y en la cual no pensaban ser tan cándidos como la vez anterior, pues ahora se “armarían”, —decían ellos— se pondrían “águilas” para pescar prebendas y afianzarse definitivamente en la situación por la que andaban “gimiendo y llorando” según decía uno que les había compuesto una “Salve” a esos “desterrados, hijos de Eva...”.

Flotaba, sobre su propia animación algo de la tristeza del eterno esperar sin esperanza de los desterrados, en la redacción del periódico, a la hora de la tertulia, que era la hora de la llegada de los telegramas, cuando empezaban a funcionar los teletipos y con cualquier pretexto (pues no querían dejar ver su ansiedad por la noticia soñada) asomaban uno por uno de los interesados en la información mexicana.

Sarmiento le refirió a Luis sus detalles cómicos o tristes de aquel otro aspecto de la emigración.

Al cabo de sus faenas y dispuesto a seguir distrayendo a su amigo descubrióle sabrosas interioridades de los refugiados políticos que últimamente habían reforzado las filas de la expatriación con los náufragos del desastre de Guadalupe Sánchez en Veracruz y de Escobar en Torreón. Muchos generales y exministros fueron a aumentar el número de los que llevaban, diez, quince, veinte años alejados de México, encerrados en un ostracismo que algunos querían hacer digno, otros temibles y misterioso, y los más envolvíanlo en una inquebrantable lealtad para regímenes caídos o para personajes que brillaron efímera e injustamente y que algún día, según, ellos habrían de reivindicar sus prestigios.

Había uno que, por los increíbles azares de las revueltas que encumbran individuos salidos de la hez del pueblo, llegó a ocupar puestos eminentes. Fué gobernador de uno de los Estados más prósperos y cultos, se ciñó la banda de General de División, gozó de la privanza del más fuerte de los jefes revolucionarios y durante mucho tiempo disfrutó de esas irritantes posiciones que hacen volver los ojos al cielo preguntando si no existe la justicia divina.

El hombre cayó y su derrumbamiento fué de los que no tiene compostura. Despojado del uniforme que le quitaba vulgaridad y del valimiento que le hacía temible, volvió a confundirse con la plebe de donde saliera. Vino al destierro donde agotó poco a poco los recursos que llevaba, porque el emigrado político gasta siempre a cuenta de las futuras entradas y no repara en hacer inversiones en el negocio de la revolución, que es más atrayente cuando más veleidoso se le mira, y llegó al fin a un estado de miseria absoluta.

Vióse forzado a usar su antigua indumentaria (huaraches y guaripa, que en el extranjero resultaban casi infamantes) y a solicitar humildes trabajos. Inspiraba compasión y lástima, pero él seguía creyendo que algún día volvería a ser lo que fué, y no dejaba de frecuentar los grupos donde esperaba, con obstinación conmovedora, el cambio de la situación política que mejorara la suya.

Era de los que se levantaban todas las mañanas con la muletilla del alarmista que trata de crear una situación que no existe y después de inventarla cree en ella como si la estuviera viendo:

—Ahora sí, ya estoy seguro de que las cosas van a cambiar en México —decía.

O de esta otra manera:

—Acabo de recibir noticias muy graves. Me las dió el conductor del pulman que llegó ayer de la Capital: el Embajador de los Estados Unidos sale de México muy disgustado por los desmanes agraristas.

El ex general, que conservaba en su pobre casa de madera los uniformes llenos de entorchados, la espada que luciera en las grandes ceremonias cívicas, las condecoraciones, y guardaba esa quincalla y esa utilería seguro de que habrían de servirle muy pronto, era de los que nunca faltaban a la hora de la llegada de los telegramas.

Se adelantaba, muchas veces, a los demás, y aún a los mismos periodistas, y subía a la redacción cuando todo estaba en silencio. Los teletipos tenían una mudez que le desesperaba y de buena gana hubiera querido despertarlos, moverlos para que echaran a andar. Cuando iniciaban el trabajo, con un estallido de muelle disparada, se ponía a espiar, junto a ellos, la salida de la nueva que nunca llegaba y que él suponía que habría de anunciarse con ruido de ametralladora, con un “viva México”, de aquellos que lanzaba él mismo en sus tiempos de rebelde, cuando irrumpía en los poblados haciendo temblar de terror a sus habitantes.

El antiguo rebelde, el general y gobernador, apenas leía y escribía en español y no entendía ni una palabra del inglés en que “hablaba” la máquina. Se conformaba, pues, con mirar con los ojos muy abiertos, la transcripción lenta de los mensajes que venían de tan lejos.

De cuando en cuando se dirigía al que tenía más cerca y le preguntaba:

—Oiga, ¿qué dice aquí?

—No llega nada todavía, general, le respondían.

Pero él no se impacientaba. Seguía atento, con obstinación de gato que espera la salida del ratón, junto al agujero.

Los muchachos de la redacción le toleraban porque era muy servicial. Se prestaba a desempeñar recados y pequeñas comisiones.

—General, unos cigarros —solicitaban con mucha frecuencia.

Y él bajaba corriendo la escalera, después de decir, muy complacido:

—Cómo no, muchacho... —Y volvía al poco rato a ponerse al acecho, una hora y otra hora, entristeciéndose a medida que pasaba el tiempo y no había nada “para él” entre el fárrago de noticias que echaba de sí la negra máquina, con su teclear monótono e indiferente.

Cuando el trabajo lo permitía; el general contaba sus aventuras, que divertían a los redactores y hacían sonreír de incredulidad a sus antiguos compañeros de armas, asistentes también a la tertulia. El asunto era siempre el mismo: al abrazo, la sorpresa a las tropas federales, el asalto en el amanecer de los pueblos dormidos, las “vendettas” contra los enemigos, su participación en las grandes batallas, las voladuras de trenes en los Estados de Coahuila y San Luis Potosí donde él solo echó al aire más de cincuenta locomotoras incendió otros tantos trenes. Daba cuenta de esta tremenda obra destructora sin emoción, sin alterar el tono de la voz, puesta la cabeza sobre los brazos que se apoyaban en la mesa y dejando salir las palabras con profunda apatía, mirando de soslayo, sin ver a su interlocutor.

Tenía la paciencia del que ha perdido un empleo y se pasa la vida esperando recuperarlo. Ni cuando se desataba en injurias contra los antiguos compañeros de armas que eran ahora dueños de la República y triunfaban y derrochaban, como él en sus buenos tiempos, mostraba el apasionado encono de los que llevan ensombrecida el alma por el despecho y la envidia. Era un buen perdedor, según decía. Con la misma impavidez jugaba una fortuna en una pelea de gallos, en un albur, o la vida en un lance guerrero.

Era de los que llegan al patíbulo sin protestas ni cobardías, a pagar en buena moneda lo que han hecho, sin darle mayor importancia a ese lance final. “Lo del agua al agua” decía al saber que se había evaporado una fortuna hecha en la revolución o que alguno de los suyos acababa su vida de espaldas al paredón trágico de los fusilamientos.

Cinco años llevaba el general esperando la gran noticia. Era de los “nuevos” de los que todavía no perdían la esperanza. Aún no era tiempo de que estuviera totalmente desengañado como tantos otros que no pensaban ya con ardimiento en la revancha. Sin embargo, según contaba Sarmiento, no venía ahora con tanta constancia como en los primeros tiempos. A veces desaparecía durante largas temporadas, diciendo, al volver, que había estado “arreglando” sus asuntos con lo cual
quería hacer saber que conspiraba. Aseguraba haber estado en El Paso, en Laredo, en las ciudades fronterizas donde en otros tiempos se reunieron los jefes de las revoluciones de Madero y de Carranza para organizar los formidables movimientos de 1910 y 1913. Laredo y El Paso, como Brownsville, Eagle Pass y otras de menor importancia, eran ciudades de leyenda revolucionaria mexicana, e ir a ellas significaba mucho para la causa. Allí esperaban siempre a los enviados de los que conspiraban o combatían dentro del país. Allí vivían los veteranos de las ventas de armas de contrabando, los que conocían los vados del Río Bravo, por donde pasaban las partidas organizadas en el lado americano, los que prestaban dinero para la sangrienta aventura, los simpatizadores de todo trastorno mexicano.

Claro que ya no quedaba ahora ni huella de todo eso, pero los revolucionarios románticos mantenían la ilusión de que en un momento dado todo resurgiría de nuevo, e iban a la frontera con la terquedad del minero que sigue buscando vetas ricas junto al fundo abandonado, donde un día hubo bonanzas. Volvían desengañados, pero sin decir palabra de su desilusión, porque en ninguna circunstancia admitían que estuviera muerta la probabilidad de la revuelta nueva. Precisaba mantener el fuego sagrado a todo trance.

—De estos revolucionarios, de estos generales, gobernadores, ministros y altos funcionarios de los caídos regímenes —seguía diciendo Sarmiento— hay aquí bastantes para formar un gobierno, con su Presidente de la República (por ahí anda Eulalio Gutiérrez, que lo fué) su gabinete, sus secretarios, subsecretarios, oficiales mayores y todo el resto del personal. Creo que hasta se podría encontrar gente para una administración completa. Forman un “sector” interesante de la colonia. Son los que en este México expatriado representan la politiquería, la enfermedad nacional que roe las entrañas del país. Por cierto que, al venir aquí, han cambiado totalmente de actitud. Si vieras cómo son distintos, al salir de su elemento natural, del ambiente enardecido de México, al perder la impunidad que les da el poder... Yo he visto juntos en un banquete a dos generales, que, de haberse encontrado “en su terreno”, el uno con el palo del mando en la mano y el otro caído, la muerte del segundo hubiera sido más segura que la salida del sol. He visto clerófobos que hicieron arder los confesionarios en un arrebato de jacobinismo agudo, saludar amablemente a algún obispo desterrado; y a otros muchos hombres fieros, que dejaron un recuerdo amargo en los puestos que ocuparon, adoptar un aire cándido, detrás del mostrador del restaurante comprado con lo que les sobró de su aventura revolucionaria, y donde muchas veces tuvieron que atender, sonrientes y resignados, a sus antiguas víctimas...

Luis trató de saber por qué persistía aquella oposición, romántica y rabiosa a la vez, hacia los gobiernos revolucionarios que se habían establecido definitivamente, implacablemente, removiendo las bases de la organización social de México hasta formar con ellas una estructura inconmovible, de donde no sería posible arrancarlos sino mediante una sangrienta conmoción, para la cual no habría los elementos que hacen triunfar las revoluciones: la agitación que viene tras las dictaduras largas, o inmediatamente después de las revoluciones; la casta que se forma en las épocas de opresión, que las dictaduras nuevas no dejan vivir y que va creando poco a poco el ambiente, la opinión que necesitan las revueltas; la inquietud del pueblo, las ayudas extranjeras. Ahora, por el contrario, semejaba haber un cansancio, una desilusión, un abandono total de toda idea de trastorno, al cabo de tantos años de convulsiones; un deseo desesperado de tener paz...

—Es cierto —afirmó Sarmiento—. Fuera de este pequeño mundo oposicionista que vive de los restos del pasado y se alimenta de sueños, de ilusiones, de precedentes, de recuerdos, de inevitables ambiciones, de la obstinada esperanza del jugador de lotería que nunca deja de confiar en que algún día saldrá su número premiado, no es fácil explicarse la existencia de estas rezagadas rebeldías, que quedan casi siempre en las fronteras de los países inmediatos a los enfermos de revolucionarismo, como el nuestro. Pero tienen su explicación. Cada uno de estos que esperan aquí, años y años, “su momento”, piensan que no valen menos que aquel que triunfó allá abajo y es ahora o fué hasta que lo sorprendió la tragedia que pone fin a la vida de nuestros grandes hombres, primerísima figura, héroe nacional, director de pueblos, líder, benemérito, lo que tú quieras. Casi todos nuestros grandes hombres revolucionarios surgieron de improviso, llegaron sin proceso político y sin transición, a la cumbre, dejando tras de sí una formidable estela de ambiciones despiertas, de apetitos feroces, de incontenibles envidias, que hacen perder, aún a los más listos, la noción del hecho histórico, de las combinaciones de la política extranjera, que dan lugar al encumbramiento de individuos insignificantes. Ignoran u olvidan que para tales encumbramientos es indispensable la conmoción, el cataclismo y que el hombre es un accidente, una circunstancia, un elemento que no tiene más valor que el que le da el fenómeno político. Sin cataclismo no puede haber héroe, y el cataclismo no se puede improvisar: es el resultado de muchos años de presión en una atmósfera propicia al estallido. Y nuestros revolucionarios románticos, nuestros rebeldes fronterizos, se ponen aquí a esperar, como dijo el otro, a que obre la naturaleza para que el campo de sus hazañas se vuelva estallante y los lance, como catapulta, hacia la victoria.

Mientras hablaban Sarmiento y Alfaro, habían ido llegando dos contertulios habituales, entre ellos el divisionario y gobernador.

Sarmiento lo presentó con su amigo, que sentía curiosidad de conocerle, porque oyó hablar mucho de él cuando era enemigo, en plena revolución y porque le parecía ahora más interesante que nunca, en esta etapa de “reencarnación” a su antiguo ser. Separados del grupo que formaban los otros, Sarmiento, Alfaro y el divisionario desterrado hablaron de lo que a cada uno le interesaba.

Cuando el general se enteró de quién era Alfaro y de que volvía a México le dijo, con su acostumbrada bravuconería y su indiscreción de ranchero sin desbravar:

—Pues yo no vuelvo hasta que entre a caballo.

—Es más cómodo ir en tren, general, respondió Luis, desentendiéndose del verdadero sentido de las palabras de aquél.

—Si, puede que pa usté. Pa los que hemos tenido ideales y hemos derramado ya nuestra sangre por la constitución y la democracia no nos queda más un camino y es el que hemos de seguir.

Nadie sacaba de allí al general cuando le tocaban el tema del regreso. La única vez que se le veía colérico hasta palidecer y tartamudear, era cuando sabía que alguno de los de su grupo solicitaba permiso del gobierno mexicano para entrar al país, cosa que sucedía con frecuencia y alarmaba y desmoralizaba las filas de los refugiados políticos.

Alfaro, que trataba de pulsar todas las opiniones, aun las de individuos tan apasionados y mediocres como el divisionario, le preguntó:

—¿No cree usted que es ya tiempo de que volvamos todos a nuestro país? ¿Qué hacemos aquí?

El general, que había sido feroz y sanguinario, temía la idea de una república arcangélica, donde todos los hombres fueran hermanos; y mientras no supiera que ya había cambiado todo en la medida de sus deseos, mientras no pudiera ir él, con los suyos, a establecer el gobierno puro y perfecto, que no le hablaran de regresar.

—Vaya usted, vaya y verá cómo le va, exclamaba lleno de suspicacias y malicias. Lea, si no, el periódico. Mire lo que dice: un asalto en el camino de Puebla; el Presidente Municipal de Angangueo, asesinado por agraristas; un grupo comunista arrestado en la capital; diferencias entre el Presidente de la República y sus ministros, que dará por resultado, la renuncia de aquél y, claro, la bola, la bola que tiene que venir, amigo. Además, la moneda nacional por los suelos, las cosechas, perdidas…

Alfaro comenzaba a alarmarse. No tenía noticia de esa interminable serie de calamidades, de obstáculos y problemas. Miró a su amigo para pedirle confirmación de todo aquello y Sarmiento le guiñó un ojo, quitándole importancia a lo que acababa de decir el general. Le hizo seña de marcharse, temiendo un exabrupto del divisionario, que solía ponerse grosero cuando le contrariaban.

Ya una vez afuera, Sarmiento le explicó:

—Es cierto. Nosotros publicamos todas esas noticias. Tomándolas al pie de la letra, nuestro país es temible y el que entra allí va corriendo toda una aventura. Pero, todo es relativo. Hay dos planos para ver a México: éste, sensacionalista y lleno de pesimismos, donde, a pesar de todas las buenas voluntades, queda el afán de exagerar las cosas malas que allá ocurren, y el punto de vista mexicano, optimista, con el optimismo del que ha visto épocas duras, semanas trágicas, días de terror, y para quien el presente es de una suavidad encantadora, a pesar de esos asaltos, de esos brotes comunistas de esas altas bajas de la producción, de la absorción de la Capital —pulpo gigantesco que chupa la savia de la nación— que tiene en la miseria a una parte del país y acumula en el centro la riqueza. ¿Qué importa una vida más o menos allí donde se la tiene en poco? ¿Qué más dá que asalten en un camino, incendien una granja o despojen a este hacendado de su cosecha si la fortuna puede rehacerse con la misma facilidad con que se pierde? Las almas se han templado en todos los dolores y aguardan el porvenir con esperanza. Los pueblos que atesoran, como éste, no podrán entender nunca a los pueblos que derrochan, como el nuestro. Y nosotros, aun los mismos mexicanos que vivimos aquí, tenemos una ideología yanqui, para observar a nuestro país. Hemos olvidado la tolerancia para juzgar a las naturalezas jóvenes que malgastan tiempo, dinero, energía, por exceso de vida... Nuestro país será siempre un gran país, a pesar de lo que hagamos todos por destruirlo. Es de los que se salvan solos. Ya podrás darte cuenta por ti mismo de estas cosas.

Levantándose luego como si lo dispararan, exclamó con el mismo tono oratorio:

—Pero lo que urge ahora es comer algo, hermano. Tengo un hambre de todos los diablos. Vamos a mi casa para que veas como estoy instalado...

XV

Ilustración: Fulgencio Corral, La Prensa, 18 de enero de 1942, página 29.

La casa de Sarmiento estaba en una de esas avenidas elegantes que van a dar hasta las afueras de la ciudad y que suben por las colinas del rumbo norte metiéndose en pleno monte, un monte aristocratizado por las grises cintas del asfalto invasor de la maleza.

Comprendíase el carácter del periodista viendo la casa. Era alegre, abierta como un escaparate, mostrando por sus ventanas los muebles de colores claros, en un desordenado bric-a-brac, en ese amontonamiento en que incurre quien no deja de comprar lo que le venden y está al día con los refinamientos, con las sorpresas, con esa renovación constante de los aspectos domésticos de la vida, que constituye la preocupación del norteamericano.

Cuando llegaron a ella, Rosaura, la esposa de Sarmiento, y sus dos hijos, formaban un grupo encantador en el saloncito principal, sentada la señora en un cómodo diván, leyendo a la luz de una lámpara y teniendo a sus pies a los chicos que se divertían hojeando magazines y periódicos.

—Aquí tienes tú una escena de estampa barata, de anuncio de compañía de seguros —gritó, alegre, el dueño de la casa, repitiendo con voz fingida el reclamo de conocidos anuncios que se iluminaban con figuras como las del cuadro viviente que acababan de descubrir—: “un hogar feliz...” “Home, sweet home…”

Alfaro no conocía a la esposa de su amigo, quien se había casado en una ciudad fronteriza durante la época en que los dos militares andaban en comisiones distantes, de un lado para otro, sin poder comunicarse. Hizo Sarmiento las presentaciones. Veíase que no se había hablado mucho del visitante en aquella casa, porque Sarmiento tuvo que refrescar la memoria, de Rosaura recordando las veces que le habían mencionado, los detalles de su amistad, cosas a las que ella asentía sin convicción, por salir de paso.

Se habían casado después que los Alfaro y nunca pudieron relacionarse. Más tarde, las circunstancias arrastraron a los dos matrimonios por caminos bien diferentes y casi se habían perdido de vista. De una manera casual descubrió Sarmiento la dirección de Luis, la de Bellavista, pero disipado e indiferente, nunca se puso en comunicación con él.

—Vive uno tan preocupado, pierde de tal manera de vista a los amigos cuando comienza la dispersión… —comentaba Sarmiento.

La conversación rodó en torno de las vidas errantes de aquellos matrimonios que al encontrarse de nuevo ya no estaban completos. Rosaura lamentó sinceramente la pérdida que acababa de sufrir Alfaro, e imprudentemente, sin saber que hería en lo vivo, exclamó:

—Ha sido siempre una de mis preocupaciones: saber dónde me voy a quedar. No me gusta San Antonio para el descanso final.

Alfaro había omitido decir que su esposa esperaba todavía esa disposición postrera. La ligereza de Rosaura revivía su doloroso problema sentimental, que Sarmiento acababa de hacerle olvidar con su charla deshilvanada y alegre.

El periodista, oportuno como siempre, intervino rápidamente:

—¿A qué hablar de cosas lúgubres ahora? Nuestro amigo tiene bastante con su carga, de penas para que se las estemos recordando.

Se dirigió después a los chicos para pedirles el informe diario de sus ocupaciones. Uno de ellos, el mayor, que se llamaba como su padre, estudiaba en la High School. Era un muchacho de rostro, bondadoso, de ojos claros como los de su madre y de cabellos rubios. El otro, Miguel, tenía las facciones toscas, el color moreno, los ojos cegatones de su padre. Iban los dos al colegio y trabajaban en las horas desocupadas, repartiendo drogas el mayor, y entregando el otro periódicos a domicilio. Daban cuenta todos los días a Sarmiento de las peripecias de su labor y le entregaban, cada semana, el producto de su trabajo. Sarmiento depositaba religiosamente aquel dinero en el Banco de Ahorros, donde los pequeños capitales se agrandaban con el tanto por ciento acumulado, hasta formar un seguro para pagar los colegios, el curso en las grandes Universidades, la carrera profesional en los establecimientos especialistas.

—Así se les va formando el carácter a estos muchachos —explicaba Sarmiento como para justificar su apego a los sistemas norteamericanos, su simpatía por esa vida de ahorro, de trabajo—. Tiene sus ventajas el destierro cuando sabe uno amoldarse a las circunstancias y sacar partido de las cosas buenas de cada país…

La “loca de la casa” intervenía inevitablemente, remontando a las nubes a Sarmiento, a las dos palabras que éste decía.

—Si yo fuera dueño de México —arguyó accionando con grandes manotadas, feliz por haber dado con un tema que le gustaba— y dispusiera de la inmensa fortuna que daría “la finca” bien administrada, mandaría a todos los niños mexicanos al extranjero para que se educaran en las duras disciplinas que privan fuera de las fronteras de nuestra tierra, voluptuosa y soñadora; y cuando se hubieran acostumbrado a ahorrar, cuando supieran que la vida es algo muy serio, que hay otras además de la parranda y la algarada; cuando hubieran aprendido en estas terribles y austeras escuelas lo que vale una moneda y lo que, se puede hacer un pequeño capital en los países indolentes y pródigos, ricos y abandonados como el nuestro; entonces, los llevaría de nuevo a México y les diría: “ahora, hijos, a trabajar y a no dejar que se apoderen de la patria los políticos vagabundos, los mendigos de Europa y los “gold-diggers” de Norteamérica, los emigrantes, que no llevan más capital que el conocimiento de que valemos muy poco y de que pueden dominarnos mediante el trabajo, el ahorro, y la pupila clara, libre de los humos del alcohol, que les permite ver las perspectivas del país”.

Rieron todos de la tirada de Sarmiento, que todo lo fundaba en teorías extravagantes.

Alfaro argumentó:

—Pero cuando llevaras esos niños, hechos hombres, a su patria, ya no tendrían el alma mexicana.

—Déjate de historias —repuso Sarmiento—. El alma no cambia cuando es como la nuestra. Y por fortuna, los mexicanos que carecemos de muchas virtudes, abundamos en los dones del sentimiento. ¿Y no sería mejor, en todo caso, que poseyéramos nuestro país como extranjeros si lo perdemos como mexicanos? Es terrible eso de no ser dueños más que del grito de “viva México”, del cielo esplendoroso y del clima bienhechor. Se estila ahora mucho en todo el mundo —ahí tienes a Rusia— explotar la esperanza de las masas con planes quinqueniales, con arengas líricas, reclamando para el nativo lo mejor de la patria… siempre que le den al “líder” el diezmo que le ponga en condiciones de vivir como potentado. “Tómalo, guárdalo, defiéndelo. Todo esto es tuyo”, le dicen. Y no le enseñan nunca el verdadero secreto del triunfo, que es ganar centavo a centavo, lo que se tiene, guardar lo que gana y fincar todo el porvenir sobre aquella. ganancia bien ganada. Es lo único que dura. Por lo que se lucha; “por lo que se vive, por lo que se muere” como dijo un gran orador mexicano…

—Ahora ya no eres socialista—advirtió Luis.

—No. No lo he sido ni lo seré nunca. Detesto esas utopías engañosas que no se impondrán mientras no se modifique el alma humana, la condición del hombre, que será la misma hasta la consumación de los siglos, (Cristo, a lo que parece, no volverá nunca a predicar su doctrina y a enseñar la igualdad con su ejemplo divino). Y lo mismo en la sociedad primitiva que en la feudal y en la contemporánea; de igual modo en la infancia del mundo que en estos tiempos de super civilización ha privado y sigue privando la fuerza como ley suprema. El dominio de unos cuantos sobre las mayorías. Las famosas doctrinas modernas se imponen, brutalmente, por la fuerza, y no por el amor; por la sangre y por el fuego, como en otros tiempos se imponía el derecho divino del sistema monárquico. El mismo látigo con distinto mango. Sólo que los reyes y los emperadores decían: “Debes someterte a mi capricho porque soy el rey” en tanto que (los líderes exclaman con pudibundez eclesiástica y con fiereza de tirano: “Debes aceptar estas doctrinas y obedecerme sin reparos porque te llevo rectamente a la felicidad. Y si me sirves de obstáculo, te suprimo”. Y matan y encarcelan, tiranizan y viven en grande, como los reyes, como los tiranos antiguos, en suntuosos trenes e insultante opulencia, y la humanidad no es más feliz. ¿O has visto época más triste, más llena de odios que ésta que vamos viviendo?

Después de una pausa, con la mirada fija en sus niños continuó:

—Dios me libre de que estos hijos míos se metieran a esas luchas que han hecho siempre a los grandes hombres, a los héroes, a los directores de pueblos. Les bastará que aprovechen las disciplinas que les procuro para que consigan un lugar distinguido en el escalafón de la pugna humana. Con eso tendrán suficiente para encontrar la relativa felicidad de este pícaro mundo, necesidad de zarandajas utópicas y traidoras...

—Metafísico estáis, —dijo Luis recordando a Rocinante.

—Es que sí como, respondió Sarmiento, parodiando el clásico verso y queriendo explicar aquellas sutilezas de carácter modernísimo y práctico, muy propias de un país que no tiene urgentes y agudos problemas sociales.

—Por lo que se ve —dijo Alfaro, bromeando— ni en tu casa perdonas los discursos ni los escarceos patriótico-filosóficos.

—¡Ingrato! No tomas en cuenta que te estoy documentando...

—¿Para qué no vuelva a México?

—De ningún modo —se apresuró a replicar Sarmiento—. Yo defiendo mi caso, pero no trato de inducir a nadie a que me imite. Por el contrario, a cuantos me piden consejo, les digo mil cosas halagadoras de nuestro país y recargo los negros colores cuando les hablo del porvenir que les espera si se quedan aquí. En esto me siento muy mexicano: hablo siempre mal del lugar donde me encuentro, aunque sea mi propia tierra. ¡Lo que he hecho contigo es una excepción. Y no agradeces mi sinceridad cínica...!

Se dirigió Luis a Rosaura haciendo la insinuante observación de la vuelta a México.

Era Rosaura una de esas mujeres que al cabo de largos años de matrimonio han perdido las ilusiones y no ven más allá de las paredes de su hogar. Buena madre, como todas las mexicanas, ponía en primer lugar la felicidad de sus hijos y, admirable esposa, como mexicana también, acompañaba contenta a su marido a través de todas las peripecias de la vida. Aceptaba tranquilamente el destierro como aceptó seguir a Sarmiento en su azarosa carrera militar. Había sido una buena moza, una muchacha alegre y parlanchina, pero no le quedaba ya nada de sus entusiasmos juveniles, y apenas si conservaba restos de su florida belleza. Una gordura molesta la había vuelto pesada, quieta, resignada.

—Yo… No sabré qué decirle —respondió—. Me quedan en México muchos parientes y amigos pero ¡hace tantos años que no les veo! Al principio me pareció dura esta vida. Me sentí muy aislada, porque a pesar de todos mis esfuerzos no he podido aprender el inglés. Los niños eran muy pequeños y no me hacían compañía. Pepe trabajaba de noche en el periódico y me dejaba sola en un caserón sombrío, sin servidumbre, que los pobres no podemos pagar, en este país. Pero poco a poco me fuí acostumbrando. Tenemos ya esta casita, que pagaremos en diez años. Me ilusiona cuidar mi jardín y ver que los niños adelantan. En fin, que si no estoy contenta, vivo tranquila, satisfecha, viendo que Pepe encontró un pasar, después de la desesperación de los primeros días del desastre, en que suponía que íbamos a morirnos de hambre...

Detrás de aquellas reticencias se adivinaba el cansancio y la desilusión de una mujer que por no moverse de donde estaba aceptaba todo, hasta la pérdida de sus afectos y de sus recuerdos.

Un caso, de expatriación definitiva por inercia...

Aquella familia se había echado encima tal impedimenta de comodidades, obligaciones y prejuicios que consideraba fatigoso cualquier impulso para cambiar, nuevamente, de postura. Les había sorprendido el “desastre”, como llamaba Rosaura a la pérdida de la carrera de su esposo, en esa época de la vida en que ya no hay alientos para recomenzar, muy particularmente cuando se trata de espíritus sencillos, sin complicaciones, que gastaron todos sus entusiasmos en un propósito y supusieron que no se les exigiría nunca más. En su resolución de adoptar sin protestas su situación actual había mucho de agradecimiento para la interesada hospitalidad de aquel país que tan bien les alojaba, que les aseguraba el porvenir por medio de pólizas y certificados y les llenaba la casa de atractivas baratijas.

Había que ver cómo intervenían la electricidad, la mecánica, la industria en todas sus formas para resolver los más sencillos problemas domésticos. Julio Verne, en sus más desatentadas imaginaciones por los campos del progreso humano, no llegó a soñar en tal manera de complicar existencia, en fuerza de querer hacerla sencilla. No podía caminar aquella gente sin tropezar con una máquina.

Sin moverse de su asiento, que la transportaba de un lugar a otro como a una inválida, Rosaura dispuso la cena fácilmente.

El comedor estaba junto al saloncito de recibir, divididas las dos habitaciones, que en realidad eran una sola, por un arco y una ligera y vistosa cortina.

Mediante un prodigio de planificación y de acomodo cabían en este cuarto de cuatro metros cuadrados los muebles y chirimbolos que en cualquier otra parte requerían amplios salones. Para una comida tan sencilla como la de la noche, a la que Sarmiento había invitado a Luis, no hacía falta ir a la cocina. Una hornilla eléctrica tan aristocrática y bien entonada como un aparato de más altas funciones, hervía el agua para el café, doraba una chuleta, tostaba el jamón cortado en finas tiras.

Ilustración: Fulgencio Corral, La Prensa, 18 de enero de 1942, página 29.

Sobre la mesa, otro tostador eléctrico, hacía crujientes y rubias las rebanadas de pan que ya venían cortadas de la tienda de enfrente. Empotradas en las paredes, sin ocupar espacio, había despensas, cómodas para la vajilla, refrigeradores que guardaban carnes, frutas, legumbres. Los chicos disponían la mesa con el desembarazo y habilidad, sin equivocarse en la colocación de la multiforme cuchillería, tan vasta como un arsenal de cirujano y que ponía en aprietos, para atinar con la aplicación de cada instrumento a los que no estaban iniciados en su uso.

Hallándose en plena prohibición, no faltaba tampoco “el buen vino que alegra el corazón del hombre” según rezaban, en latín, los anuncios de levaduras y recetas vendidas en secreto por los que disculpaban la transgresión de la ley con ese bíblico elogio de la bebida que el mismo Jesús preparaba para animar las bodas. La fabricación de vinos y cervezas se hacía por medio de aparatos sencillísimos, de los que había uno en cada casa de la Unión Americana, pues la famosa ley contra las bebidas dió por resultado que se generalizara el uso del alcohol precisamente a causa de esa prohibición injusta que proporcionó más dolores de cabeza al Tío Sam que sus graves problemas domésticos e internacionales. Todo, por no haberle podido negar a un puritano, al señor Volstead, su deseo de volver “seco” al país, sabiendo bien que el país había sido, era y sería una cuba, como fundado por buenos bebedores: holandeses de gran pipa y jarro de cerveza, germanos que apuraban interminables “bocks” de la misma bebida, ingleses que no dejaban de poner nunca una “White Horse Tavern” en cada lugar de las colonias que agrandaban sus dominios.

Puesto en aquel conflicto legalista, el Tío Sam se hacía de la vista gorda convencido de que para imponer una ley que el mismo pueblo rechazaba (después de haberla votado en los comicios, por miedo a sus mujeres, que también bebían ahora), precisaba encerrar a los cien millones de habitantes en una gran cárcel, y por eso se concentraba a perseguir a los famosos negociantes de bebidas, a los que hacían un criminal comercio con ellas aprovisionando a los cabarets y centros de vicios y vendiendo venenos, y dejaba que cada ciudadano ahogara su murria de hombre cansado del trabajo y satisfecho de su éxito, en un “grape juice” medianamente fermentado y en una detestable y mal madurada cerveza.

Al cabo del sencillo refrigerio, Sarmiento quiso enseñarle la casa a su amigo, con mal disimulado orgullo de propietario de un inmueble tan a la moda, o tan “up to date”, de acuerdo con lo que él decía, en inglés.

El mismo comedor ocultaba muchas cosas misteriosas, tan bien disimuladas como las trampas y tramoyas de los ladrones de Conan Doyle y Gaston Leroux. Se apretaba aquí un botón y saltaba una tabla para planchar ropa, que en el pequeño espacio que dejaba al descubierto guardaba la plancha eléctrica, siempre lista para ese servicio.

En otro sitio, por medio de un movimiento de báscula, bajaba otra tabla que era un auxiliar en los días de mucha gente, cuando no bastaba la mesa del comedor. Servía también para jugar cartas o para poner los servicios extraordinarios en los banquetes.

En las alcobas del matrimonio y de los niños, la utilería mecánica alcanzaba un grado fantástico. Las camas desaparecían en las paredes de madera cuando no eran utilizadas, mediante la presión de otro botoncito, como en las comedias de magia. Los roperos no ocupaban espacio y era difícil dar con ellos, como con esas puertas secretas de las cámaras palaciegas de la antigüedad, sin saber el “sésamo” que los abría. En su interior desplegaba su paciente ingenio el espíritu de acomodación de los yanquis, que disponiendo del territorio más espacioso del planeta, viven preocupados con la idea de colocar todo en el menor terreno posible, de hacer vivir cinco mil personas en un edificio, como si se dispusieran a recibir a la humanidad entera en sus dominios; de levantar la ciudad, más grande del mundo en el área que ocupa una aldea.

Todo estaba allí dividido, subdividido, clasificado, arreglado para un objeto, acondicionado para un fin.

Pequeños departamentos circulares para los sombreros, vegetaciones de hormas para los zapatos, cajoncillos alargados para las corbatas, cajones para las camisas, plataformas de cristal para los artículos de tocador. Para colgar los trajes, armazones que al desdoblarse se convertían en cepillos, mecanismos para lustrar los zapatos, compuestos de dos frotadores circulares que se ponían en movimiento con la intervención del famoso botón eléctrico.

El asombro de Luis por aquella acumulación de refinamientos llegó al colmo en el cuarto de baño. ¡Había veintiocho instrumentos de distintos usos, destinados todos a frotar la piel, a limpiar el cuerpo, en aquel sitio de aseo que hubiera hecho estremecer de alegría a una reina oriental…! Cepillos para las uñas, para el cabello, para las cejas, para las pestañas, para hacer más activa la circulación de la sangre, para frotarse el cuerpo, para ponerse polvo, para quitárselo, para mil usos misteriosos, desconocidos, ignorados, incomprensibles…

Era el baño el “santa sanctorum” de la casa. A la tierra que fueres, haz como vieres, había dicho Sarmiento, y realizó allí prodigios de suntuosidad, aprovechando todos los ofrecimientos de un vasto industrialismo que trabaja para un pueblo preocupado por la higiene y la limpieza, que se vuelve voluptuoso y se embriaga de inmaculadas blancuras, de matices suaves, de armoniosas combinaciones de luz y color a la hora del aseo. El baño era una piscina de blanco esmalte, a la que se subía, como a un trono, por una escalinata de azulejos de una suave tonalidad rosada. Las paredes del cuarto se revestían del mismo material. De igual color eran los muebles auxiliares. Todo un botiquín ocupaba un armario de cristales. Allí había agotado las previsiones higiénicas y las recomendaciones de una vigilante terapéutica casera la química del país. Frente por frente, sobre el lavabo, amplio como una bañera se alineaban en artísticas filas los artículos de tocador: lociones, colonias y aguas rejuvenecedoras, jabones para todas las aplicaciones, dentífricos líquidos y sólidos, polvos, perfumes… toda una potinguería barata que los establecimientos especialistas en la venta de artículos de a cinco y diez centavos ofrecían con variedad aterradora.

A la luz de las lámparas que volvían aún más brillantes todos aquellos pulidos materiales, resplandecían por todas partes los botoncillos niquelados que denunciaban la existencia de un misterioso organismo escondido en las paredes del cuarto para hacer juegos de luz, mover maquinillas, abrir muebles y grifos, sonar timbres, vaciar recipientes.

¡Todo un sistema, una vasta combinación de facilidades que hacía experimentar fatiga…!

No era hora de enseñar a Luis que restaba de aquel museo de la mecánica doméstica. El garage estaba lleno de máquinas de aplicación ocasional: máquinas de barrer, de lustrar pisos, de cortar la hierba de los prados en el jardín, que se regaban automáticamente, abriendo la llave alimentadora de una serie de juegos de irrigación por donde salía el agua convertida en polvo blanco y juguetón; aparatos de gimnasia, utensilios auxiliares de labores que había sido siempre una delicia desempeñar a mano.

Era ya media noche y Alfaro se despidió de Sarmiento y su familia agradecido, satisfecho por aquel encuentro que había alegrado momentáneamente la soledad que iba ya con él, como inevitable compañera, pero sintiendo la misma penosa impresión de lejanía, de olvido, de desconcierto, al querer comparar lo de ayer como lo de hoy.

¿Qué quedaba en este “robot” que se movía como máquina entre máquinas del Sarmiento que acompañó su juventud risueña? ¿Cómo era posible reconocer a Artagnan en este profesor de física, de matemáticas y psicología?

XVI

Empleó Luis la mañana siguiente en arreglar el único asunto que le obligaba a permanecer en San Antonio.

Acompañado de Sarmiento, gran amigo de todos los personajes de importancia, a causa de su extraordinaria simpatía, fué al Consulado General de México.

Encasillábase esta oficina en el más alto y poblado edificio de la ciudad texana: uno de esos colmenares que en la noche, a la distancia, iluminado por los mil agujeros de sus ventanas uniformes, parecen farolillos chinos, barcos encallados por la proa en un mar de tinieblas, grandes cubos de monstruosa juguetería; y que a la luz diurna, sin la poesía de la noche, son como deslumbradoras prisiones que guardan durante largas horas a los forzados de la riqueza, a las empleaditas rubias y sonrosadas como muñecas que levantan un rumor de enjambre con el tecleo incesante de las máquinas de escribir, de sumar, de hablar si así pudiéramos llamar a los dictáfonos.

Cárceles lujosas donde lucen los mármoles y los estucados, las maderas finas y barnizadas como espejos, los pulidos metales. En el piso bajo están los almacenes, las “drug stores” que han ampliado su negocio hasta lo infinito. Lo mismo despachan allí una receta o una medicina de patente que calman la sed del transeúnte con refrescos preparados en laboratorios complicadísimos, a la vista del público, por la “girl” insinuante que desempeña esos menesteres hábilmente haciendo funcionar todo un sistema de grifos de donde salen con altas presiones líquidos de todos los colores para combinar bebidas fantásticas, de nombres extraños. Magazines, periódicos diarios, artículos fotográficos, papelería, dulces, regalos, todo lo que atrae el deseo siempre despierto del americano de gastar unas cuantas monedas en un objeto útil o en un refrigerio rápido, se exhibe llamativamente en tales establecimientos, abarrotados hasta los techos de millares de géneros de todas las marcas, de mil formas y caprichosas y multiformes utilizaciones.

Muchos de esos edificios —los de mayor importancia—tienen su banco, igualmente suntuoso, con la riqueza oficial de las oficinas del dinero que quieren inspirar confianza a clientela con aquel decoro majestuoso, arreglado para recibir a lo que más se estima en el mundo: al mismo dinero, y a quien más consideración merece: al que lo lleva.

Algunos calcularon espacio para un teatro o para un cine, con esa previsión de los constructores yanquis, que aprovechan hasta la última pulgada de terreno y de capacidad. En sus techumbres, espaciosas como una plaza, hay restaurantes, “roof gardens”, cabarets al aire libre donde se danza y se disfruta del aire y del panorama al mismo tiempo que se come. En los sótanos se arreglan otros comedores menos divertidos: los de la gente que quiere un buen menú por poco dinero y va a estos “self-services” a despacharse a su gusto, sin intervención de meseros. El mismo se procura una gran bandeja, forma en una cola de treinta metros de largo y a medida que avanza por unos mostradores de cristal donde se exhiben todas las viandas imaginables, pide a unas muchachas uniformadas lo que apetece y va a tomarlo en una mesita del mismo color de los uniformes de las dependientes. En esos restaurantes todo es verde o rosa o azul: el decorado, la vajilla, los trajes de la servidumbre, el color de los muebles.

El edificio es como una gran bomba aspirante—impelente de seres humanos. Un hormiguero real, que recibe y arroja por todas sus puertas y arroja momentáneamente en sus innumerables departamentos a una gran parte de la población. Todos los negocios, las profesiones, las sectas religiosas, las artes tienen allí su cuartel general. Junto a un dentista está “Phi Beta Gamma”, asociación de nombre griego y de fines masónicos y mutualistas. Una fábrica de belleza, a donde van las mujeres en busca de la fuente de la eterna juventud que les refresque el rostro marchito o les quite la papada opulenta, se ve al lado de las oficinas de la “Salvation Army”, ejército de religiosas que busca adeptos y limosnas cantando por las calles unos tristes himnos que ahuyentan a la gente.

Los ascensores, cuyo número está en proporción de la importancia del edificio trabajan sin descanso transportando aquel río que se empuja sin cólera y sube y baja como buscando algo que nunca encuentra. Resuena con tropel sonoro el fino taconear de las mujeres por los corredores; y el rumor apagado de las anchas pisadas de los hombres es como la marcha de un ejército que nunca deja de pasar.

En uno de esos edificios, centros vitales del organismo yanqui, que tienen el ritmo acelerado de su agitadísima existencia, estaba el Consulado de México. Pasaban la pena negra los paisanos para encontrarlo, preguntando en vano a porteros y elevadoristas secos y despóticos, como toda la servidumbre de su género, ufana de sus uniformes galoneados como traje de diplomático. Discurrían aplastados por la grandeza del “building” orgulloso; les llenaba de timidez el aire reservado y lleno de preocupaciones de la concurrencia, que iba a su negocio como en una dorada nube de ambición, aislada del resto del mundo. Acongojábales, por último, el desconocimiento del idioma, la más dura barrera interpuesta siempre entre su vida y la vida de aquellos seres que semejaban vivir en otro planeta, pertenecer a otra humanidad sin nexos ni afinidades con estas pobres gentes tan humildes, tan distintas de cuerpo y alma...

La mayor parte de las veces iban a pedir cosas inauditas, muy disculpables en su condición de desamparados que sentían el vacío en torno suyo y consideraban haber llegado a lugar seguro cuando veían uno donde se ostentaba la bandera de su patria u oían hablar su propio idioma.

Era en los días en que comenzaba la desbandada de la emigración mexicana a causa de la crisis de Norteamérica. Querían volver a su país y pedían que les repatriaran sin demora todos aquellos que fueron a los trabajos de temporada y fracasaron esta vez en sus cálculos. Se veían sin recursos y con la miseria encima. La crisis se hacía más dura para ellos porque además de la falta real de trabajo había la campaña nacionalista y previsora del avisado anglosajón que se anticipaba a un posible desastre reservando para los suyos el empleo que se pudiera encontrar. Con el frío razonamiento del negociante había dicho: “En otra época fuiste muy útil y no sólo te admitimos sino que nos alegramos de que vinieras y te solicitamos y te defendimos contra los que se alarmaban con el incremento de tu emigración “indeseable.” Pero ahora todo ha cambiado y nos estorbas… “Get out...”; así, con la frase hiriente, con el término conciso e imperativo que cortaba todas las discusiones.

Y sin miramientos de ninguna clase, al mismo tiempo que paraba en seco la marcha de los que trataban de cruzar la frontera, emprendía una persecución contra los emigrantes irregulares, aquellos que no tenían los papeles de admisión en regla porque habían entrado subrepticiamente, porque los perdieran, o porque entraran cuando no era indispensable la formalidad estricta del registro en la frontera y la del certificado de admisión.

Las oficinas del consulado resultaban insuficientes a veces para contener a los que pedían la repatriación, y en esas ocasiones se les acomodaba en grandes bancas colocadas en los pasillos. Sufrían allí los paisanos la inspección arrogante de los que cruzaban por su lado: gente del país que veía siempre de arriba a abajo a los mexicanos y no se explicaba qué pudieran hacer en un lugar de elegancia tal aquellos hombres morenos, vestidos de mezclilla, con una eterna expresión de azoro en el semblante, y aquellas mujeres sentadas en el suelo, junto a su impedimenta prolija y pintoresca, rodeadas de niños de todos los tamaños, hasta del recién nacido, al que daban el pecho con tranquilo impudor.

Cuando Alfaro y Sarmiento entraron, sin hacer caso de los insoportables cancerberos que guardan toda oficina mexicana, gracias a las prerrogativas de que disfrutaba el periodista (por serlo y por su amistad con el cónsul) se hallaba el representante mexicano atendiendo a un numeroso grupo de compatriotas que exponía su larga queja con el tono doliente y el estilo complicado y lleno de circunloquios, de explicaciones inútiles, de descripciones, de quien quiere interesar y mover con su miseria al que le oye.

—Venimos desde Detroit —decía un hombre joven, de mirada viva, perteneciente a la clase obrera de las ciudades, al que rodeaban otros emigrantes: dos jefes de familia, pobremente vestidos, (como el que fungía de portavoz del grupo), con ropa gastada, acompañados todos de la familia numerosa que sigue como sombra al trabajador mexicano a donde quiera que va. Veíanse dos lindas muchachas, de negros ojos y tez ligeramente bronceada, que parecía desprenderse del triste cuadro porque iban mucho mejor trajeadas que sus compañeros de infortunio. Llevaban faldas de dibujos claros, “sweaters” de lana de vivo color y graciosos sombrerillos de paja. Se conocía que eran el orgullo de la familia y que en vestirlas habíanse hecho los últimos sacrificios; o bien, que las muchachas, con la coquetería de sus floridos años, procuraron ataviarse con lo que ellas ganaron, a pesar de los amagos de la miseria. Completaban la caravana robustas mujeres con niños en brazos y llevando de la mano a otros niños que tenían en las caritas desaseadas las huellas del polvo de todos los caminos. Una viejecita, una abuela casi centenaria, hallábase sentada en un rincón, en el suelo, con un aire de infinito cansancio en los ojos marchitos, sin la alegría recóndita de aquellos tristes que en medio de su derrota sentían el alivio de volver a su país y la esperanza de rehacerse a causa de su juventud y de la juventud de la tierra que les esperaba.

—Venimos desde Detroit, —repetía el muchacho, que a cada momento se veía precisado a recomenzar su historia porque el cónsul, con la dispersa atención de quien tiene que atender a muchos asuntos le dejaba con la palabra en la boca, revolviendo papeles, instruyendo a sus subordinados sobre la resolución de muchos casos que le presentaban, entrando y saliendo.

—Estábamos trabajando en una fábrica de automóviles. Ganábamos buenos sueldos. Vivíamos bien. Nos apreciaban porque no éramos como muchos paisanos que desprestigian a la raza. Yo era ponedor de tornillos de muelles y éste —dirigiéndose a uno que parecía su hermano —trabajaba en los talleres de vestidura, porque en México ya se dedicaba a eso y sabe bien el oficio. Pero un día vino el “foreman” y nos dijo que no había trabajo. Nosotros sabíamos bien que sí había, pero ni protestamos porque comprendimos que todo era inútil. No teníamos los “primeros papeles” de la ciudadanía y los trabajadores gringos reclamaban que les dieran a ellos el empleo en vez de a los extranjeros. Vendimos todo, hasta último, porque sabíamos que no íbamos a conseguir trabajo y que si nos quedábamos, nos perseguirían por vagancia. Juntamos apenas para el pasaje porque usted sabe que cuando uno quiere realizar lo poquito que tiene, le dan cualquier cosa por ello. Tenemos cuatro días de tren y se nos acabó el dinero. Queremos que el gobierno nos ayude para llegar siquiera a la frontera, a ver si allí conseguimos que manden algo de nuestras casas para introducirnos al país.

El cónsul, un joven muy peripuesto, que se veía abrumado a diario por la misma petición, por la avalancha de quejas que le perseguía a todas horas con la obsesión de un sueño delirante, escuchaba distraído la relación de su paisano. Se la sabía de memoria, pero ni siquiera intentaba cortar el relato porque tenía la experiencia de que por nada del mundo se la perdonarían y porque comprendía que era un desahogo para aquella pobre gente que había caminado miles de millas con la esperanza de encontrar alguno que les escuchara. El recibía solamente a los que se empeñaban en verlo. De ordinario, los empleados inferiores se encargaban de escuchar esas lamentaciones, la letanía, siempre igual, de las súplicas, y de decirles a los paisanos, como les decía ahora el representante de México:

—El gobierno puede ayudarles solamente cuando estén ustedes en la frontera. Carecemos aquí de dinero para estas repatriaciones que no acaban nunca. Se necesitarían muchos millones para transportar a los que se encuentran en condiciones idénticas a las de ustedes. Miren… —y les señalaba un montón de hojas de papel, cuidadosamente colocadas una sobre otra—; todas éstas son cartas de los que ni siquiera pueden llegar como ustedes a San Antonio y piden que les faciliten recursos para el pasaje desde lugares tan remotos como North Carolina, Rhode Island o Maryland. Hay cartas de ciudadanos americanos, de mexicanos que nacieron aquí, y que, a pesar de esa condición quieren que los lleven a México, a ver si allá se remedian.

—Es cierto eso —replicaba el muchacho. Ahora todos se acuerdan de México. Hasta los que nos despreciaban cuando abundaba el trabajo en los Estados Unidos y nos veían con malos ojos porque veníamos a disputárselo. De buena gana, todos harían lo que nosotros, pero hay muchos, muchísimos, que no pueden moverse, señor. Esos ya echaron raíces y no pueden desprenderse de aquí. Tienen un pedazo de tierra, su casa, que no hay quien la compre, y consideran imposible arrancarse de donde están. ¡Si viera usted la “mexicanada” que hay en todos los Estados Unidos…! ¡Ni ustedes que llevan cuentas con las estadísticas, saben realmente los millones de paisanos que se han quedado allí atrás, que se quedarán para siempre, que ya nunca más volverán a su tierra…!

Había algo de lúgubre, que hizo estremecer a Luis, en el acento de aquel muchacho que repetía el “nevermore” de la cruel balada de Poe en su relato descosido.

Ilustración: Fulgencio Corral, La Prensa, 25 de enero de 1942, página 29.

Sarmiento y Alfaro escuchaban atentos y veían con interés a los emigrantes. El cónsul les había hecho seña de que esperaran a que terminara con aquellos solicitantes, para atenderlos.

El muchacho parecía no haber oído la negativa del cónsul e insistía en su demanda, atendiendo sólo a su lacerante necesidad.

—Fíjese usted. Somos doce y no sabemos qué hacer, no diga para irnos a Laredo, sino siquiera para pasarla aquí. Yo creo que para eso es nuestro cónsul, para ver qué hace con nosotros en un trance como éste.

No se alteraba el representante de México por aquellas inconsecuencias. Procuraba explicar cuáles eran sus funciones y lamentaba no poder remediar las miserias que le entristecían.

—Bueno, y ahora, ¿qué hacemos?, reclamaban llenos de angustia los emigrantes.

El cónsul les daba algunas esperanzas. Trataría de recabar auxilios para ayudar a los que se encontraban en tan precaria situación. Se estaban formando comités entre los elementos pudientes de la colonia, que organizaban fiestas y suscripciones populares.

Salían los peticionarios con el desconsuelo pintado en el semblante. Movíase con dificultad la caravana, como si le costara mucho trabajo arrancarse de aquel lugar donde pensó encontrar ayuda, y algunos se volvían de la puerta para hacer la última sugestión: —¿No podría recomendarlos, encontrarles algún trabajo para procurarse recursos?

No era envidiable, por cierto, el puesto de cónsul mexicano que en otras épocas se disputaban los políticos, cuántos habían luchado por “la causa” en aquel extraño terreno revolucionario. Entonces daba representación ante los que presenciaron de cerca, la disputa y se prestaba para ejercitar venganzas, para imponer destierros, para negar la entrada al país a los vencidos. Desde aquella frontera huraña comenzaba el predominio político de las facciones triunfantes. Ahora, era otra clase de miseria la que pasaba por las oficinas del consulado de México.

Recibió el cónsul amablemente a Sarmiento y Alfaro. Aquel presentó a su amigo y expuso en breves palabras el objeto que llevaba.

—Pues... oiga usted —resolvió el funcionario al enterarse de la petición de Alfaro de estos casos se presentan muy pocos aquí y de lo que yo sé, han sido resueltos directamente desde México. Si usted quiere, en este consulado le podemos gestionar todo, pero si va a la capital, le resultaría mucho más fácil arreglarlo por sí mismo, evitándose trámites y demoras. Creo que no hay grandes dificultades, pero sí mucha rutina, mucho visteo a las oficinas que intervienen: Migración, Salubridad, Estadística. En realidad, yo sólo tengo noticia de dos o tres casos y en ellos mediaron personajazos de mucho viso, deudos de altos funcionarios que en un momento lo arreglan todo...

No necesitaba más Alfaro para dejar pendiente su negocio. No quería tratarlo con aquella ligereza. A pesar de su cultura, de su educación, de sus viajes, de su vida agitada e inquieta, era un gran tímido. Uno de esos seres que ocultan sus dolores y no quieren sacarlos nunca ha descubierto temerosos de que los vean los demás sin la congoja íntima en que los envuelve el que los siente.

Hablar de su muerte, a cuya separación no se había acostumbrado y que, por estar ella esperando todavía el último lugar de su reposo, le parecía a él que no se había ido definitivamente; hablar de su amada en aquel ambiente oficinesco, entre empleados indiferentes que hacían “visas” consulares para el despacho de mercancías, entre el servilismo burocrático que se rodea de retratos de generales y presidentes como de dioses tutelares, dispensadores de empleos y, por lo mismo, del pan cotidiano, le parecía muy triste, muy vulgar, muy doloroso. Era vivir a cada momento las dolientes ceremonias de un funeral, pasando sin transmisión del embotamiento en que lo sumía a veces el diario trajín, al dolor, siempre actual, de su infortunio.

Al abandonar la oficina del consulado le entró una ansia desesperada de llegar al fin de destino, de saber, por fin, qué era lo que le reservaba su tierra tanto tiempo abandonada.

Cuando le comunicó a Sarmiento su resolución de salir aquella misma noche, su amigo le miró, extrañado por el exabrupto. Hacía unos cuantos minutos que no pensaba en el viaje y de pronto se mostraba apresurado, como si alguien le persiguiera o le mandara salir.

—Quédate unos días, le propuso Sarmiento.

—Hay veces que los días parecen años, Pepe querido. En estos últimos meses he vivido un siglo. Deja que me vaya.

—Pero, ¿qué vas a hacer tan de prisa?

—No sé…

Se daba cuenta de una cosa: de que para nada tenía plan definitivo e iba cabalgando sobre la corriente de los acontecimientos, a merced de la impresión más fuerte, como quien no sabe lo que quiere ni a dónde va ni que será lo que mañana le encamine por la senda menos soñada.

Le dijo adiós a su amigo rogándole que le disculpara con su esposa por no ir a despedirse y a agradecerle sus finezas, y se marchó al hotel, a arreglar sus maletas, como si se le fuera a escapar el tren...

XVII

Hay una especie de embriaguez en el retorno a la patria tras largos años de ausencia. La misma complacencia e igual tolerancia que en la vuelta al hogar paterno, pobre y rudo, que dejáramos en la mocedad para ir a la lucha brava por la fortuna y por el nombre. Disculpamos las pobrezas y suavizamos las asperezas con la inefable ternura que nos entra reviviendo los días felices que pasamos en aquellos lugares consagrados por el recuerdo.

Hemos visto todo el esplendor del mundo en el largo caminar de la vida y nos dimos cuenta de que la riqueza, la sabiduría y la belleza estaban más allá del pequeño predio donde nacimos y donde pensamos que radicaba el centro del universo. Pero en ninguna parte supimos ya de la ventura perfecta que dá la vida libre de cuidados y que convierte en paisaje encantado, de cuento de hadas, la más pobre decoración. La tierra que nos recibió sonriente sigue teniendo dulzuras maternales cuando nos vuelve a ver. Con su mudo embeleso nos dice que es en vano que busquemos la dicha, que persigamos esa sombra a través de la tierra, porque si alguna vez estuvo junto a nosotros fué precisamente allí, donde no la buscamos.

Toda la seducción de ese encanto del regreso hace falta cuando se cruza la frontera mexicana viniendo de los Estados Unidos. Las ciudades ribereñas son desaliñadas, pobres, indolentes. Al otro lado del Río Bravo termina la vida intensa, el afán del progreso y el concepto de la disciplina que hace fecundo el esfuerzo. El cambio se opera sin transición. Laredo, la última ciudad texana del camino es una minúscula reproducción, una copia reducida de lo que son todas las ciudades yanquis: el mismo aspecto general de limpieza, simetría y abundancia; igual panorama, idéntica fisonomía del poblado; los mismos salones de cinematógrafo con su droguería y su expendio de refrescos al lado. Sus almacenes comerciales con los mismos géneros, sus Bancos en la “main street”, sus grandes edificios municipales y escolares de ladrillo, sus hoteles cómodos y vastos, su tráfico afanoso en el centro de la población, en donde hallamos los mismos judíos sentados a las puertas de sus “pawn shops” y los mismos policías elegantemente uniformados, con aire de funcionarios superiores que no esperan intervenir jamás en riñas callejeras y no tienen, por lo mismo, el gesto medroso y fatalista de nuestros gendarmes que no saben por dónde les acecha el desorden.

A poco que se penetre en la ciudad de nombre y fundación españoles se puede percibir por otra parte, la influencia de la vecindad. Por donde quiera se habla la lengua castellana y el tipo sajón se ha fundido con el indolatino. Con todo, esto no es México ni tampoco Estados Unidos. Es Texas, el centro perfecto del hibridismo. La lengua ha sufrido corruptelas, el acento, la manera de hablar tienen dejos y giros en que se han confundido el imperativo áspero del inglés y la suplicante cadencia mexicana, formando una confusa cantaleta que ha invadido toda la parte norte de nuestro país, víctima también de la vecindad ribereña.

Laredo y Nuevo Laredo tienen, por igual, la traza indefinida de las poblaciones de países distintos que viven casi juntas. En la primera, todavía no echa de menos a México el que se va y no quisiera abandonarlo. En la segunda le persigue a uno todavía Norteamérica cuando quisiera sacudírsela, viniendo en fuga del gran país septentrional, con el ansia de saturarse del clima, del ambiente mexicano. Pero en lo físico, son totalmente distintas.

Viniendo como venía Luis Alfaro, en un viaje anheloso, sediento de impresiones, en que los ojos y el alma se asoman a la lejanía tratando de sorprender el momento en que cambie el panorama, en que se precise un detalle revelador, en que se pueda ver, por fin, el humo del hogar que avisaba a Ulises la llegada a Ítaca, era fácil advertir la mutación en un instante dado.

El tren que había traído al viajero desde San Antonio atravesando aldehuelas texanas que eran también, en su expresión mínima, el trasunto de la gran ciudad, no llegaba con sus pasajeros hasta el puente internacional. Tenían éstos que dejarlo e ir en la caseta colocada sobre el río para sufrir la inspección aduanal y sanitaria. Y el coche que hacía el transporte de un país a otro, a lo largo de una calle que iba en rápido descenso hasta el puente de hierro en cuyo centro está la línea divisoria, se detenía de pronto en un punto donde faltaba el asfalto. Allí comenzaba el territorio mexicano.

Todo cambiaba súbitamente, tal como en un teatro, en la representación de una comedia, al pasar a un acto que ocurre en otro país. Los empleados aduanales, de subido color moreno, grandes pistolas al cinto y con los bruscos modales de todos los aduaneros del mundo decían, mejor que todos los itinerarios, de la llegada a una nueva nación.

Mientras el viajero sufría una rigurosa inspección En una bodega donde se apiñaban los que iban a internarse a México, llegaban hasta él ruidos y olores familiares. La calle principal, que conduce al centro de Nuevo Laredo, tiene esa desfachatez de quien lleva a gala ostentar lo suyo, bueno o malo, sin importarle lo que diga el de enfrente, bien sea más refinado y exigente. Se perciben rumores de músicas, de orquestas o pianos eléctricos que reproducen sones del país, y olores de figones y tabernas que trascienden a “moles” y guisos intensamente mexicanos. La prohibición alcohólica de los Estados Unidos había agregado otro motivo a la contrapugna de las dos ciudades que se miran con la inquina de todos los vecinos que a pesar de los mejores propósitos no pueden vivir en paz, sólo por eso: porque son vecinos. Nuevo Laredo se sentía ufana de dar ocasión para infringir la ley al que venía del país seco con ese exclusivo fin, y desde su primera calle, desde su primera casa, en el mismo lugar donde comenzaba, ofrecía una copa, y todos los placeres, los legítimos y los prohibidos, al que asentara el pie en la tierra libre de los prejuicios puritanos.

Conservaba la pequeña ciudad fronteriza —observaba Alfaro— el mismo perjeño colonial de casi todas las poblaciones mexicanas de su categoría. Habían pasado por ella cien años sin mejorarla. Callejuelas tristes, de casas dormidas y cerradas, como si nadie viviera en ellas. Plazuelas melancólicas, en cuyas bancas de hierro sentábanse por largas horas individuos que vivían de vacaciones desde que nacieron, o emigrantes que entraban y esperaban el momento de cruzar el puente o de tomar el tren para el interior. Anuncios de cabarets y tabernas. El anillo de una plaza de toros destacándose en una llanura gris y polvosa, a la orilla de la ciudad, junto a la estación del ferrocarril. En cada esquina, una taberna. Junto a ella, una fonda, un salón de billares o una tienda de comestibles y bebidas, especialmente de estas últimas, de las que ostentaba un vasto surtido. Por las calles llenas de hoyancos, en las que había dejado pequeñas charcas una lluvia reciente, pasaban cochecillos desvencijados, tirados por caballos escuálidos y en los que iban casi siempre pasajeros rodeados de maletas, a tomar el tren que partía para el otro lado de la población.

Aquí la vida asumía ya otro ritmo. Nadie tenía prisa, nadie corría, a nadie parecía importarle el tiempo. El cielo, de un azul profundo, sin una nube, invadía de una dulce serenidad la tierra, que se inundaba de luz y de sol. Luis Alfaro reparaba por primera vez en aquella preponderancia de la naturaleza sobre el humano ajetreo.

Ilustración: Roberto Silva, La Prensa, 25 de enero de 1942, página 29.

Era ya otro país; era el suyo, silencioso, vasto como un mar, del que venían a ser las playas, con su resaca sucia y mal oliente, aquellas ciudades ribereñas que tenían, con todo, el encanto y el misterio de todos los puntos de partida que invitan a un viaje lejano y prometedor.

La abigarrada multitud, amontonada en las oficinas de Migración comentaba con júbilo contagioso, con irrefrenable emoción la llegada a tierra mexicana.

Un padre de familia, que traía un niño de la mano, mostrábale a éste el cielo, para comprobarle la realidad de un fenómeno de que ya le había hablado antes, seguramente.

—¿Te fijas? —le decía—. Parece que también allá arriba hay línea divisoria. Mira; de aquí para allá (señalando hacia México) el cielo es más azul. En lo que acabamos de dejar, la atmósfera es turbia y opaca.

En efecto, por obra de una casualidad que se ponía de acuerdo con aquel mexicanista ardiente para corroborar la exagerada ponderación de las bellezas mexicanas, la línea del río correspondía a otra línea del espacio que marcaba una división en el cielo y dejaba a México en la parte de la atmósfera radiante, en la media esfera de claridad azul y transparente, que cobijaba, por lo demás, un desierto inmenso, un paisaje pobrísimo.

Con todo, aquel paisaje pobre; aquella humilde perspectiva, todo el mundo nuevo que se había presentado de pronto al cruzar un río (un río que semejaba medir inmensidades, de ribera a ribera, si se tomaba en cuenta lo que había hecho cambiar el panorama, el ruido del vivir, aquí manso y sereno y al otro lado tumultuoso y amenazador); la inercia y la pequeñez de las cosas, estancadas, incambiables; la rudeza de otras que acusan descuido y abandono, la tristeza de la gente, la mudanza brusca del concepto general de la vida que en unos cuantos metros de terreno transformaba el aspecto urbano y aún el rural del país, pues de un lado se veía la tierra matizada de extensas plantaciones y en el otro todo era llanura escueta, gris, como el lecho de una laguna desecada, hasta cortar el horizonte; todo lo que se ofrecía ahora a los ojos del repatriado, tal como era de triste, le llenaba el alma de una inmensa dicha.

Estaba, al fin, en su tierra.

Este pensamiento bastaba para evitar el desconsuelo que, sin duda, experimentaría quien viera la diferencia de país a país sin los ojos ilusionados y el corazón henchido de alegría del que regresa.

Era el umbral de la casa, descuidado y sombrío, pero a donde llegaban ya las emanaciones de los jardines lejanos y donde la vista percibía paisajes familiares al recuerdo.

En el confín del horizonte se recortaban, intensamente azules o perdidas algunas entre una vaga bruma, esfumadas por la distancia, cadenas de montañas que decían cuán pronto iría a cambiar la configuración del suelo, para borrar la impresión monótona que daban las planicies yanquis, donde era preciso identificar con guías y letreros luminosos las ciudades sin fisonomía ni características definitivas.

Cada montaña iba gritando aquí el nombre de una ciudad, anunciando haciendas, pueblos, villas, recordando hechos de armas, reviviendo leyendas que se originaban en las figuras caprichosas de aquella orografía, abrigo de las razas fuertes y sufridas que subsistían a pesar de su carga secular de sufrimientos, y eran la esperanza de la patria.

Luis Alfaro experimentaba la misma sensación física de bienestar de cuantos venían con él, en aquel peregrinaje devoto hacia la tierra natal. El espíritu, agobiado de penas, respondía también y aunque fuera momentáneamente a las impresiones fuertes que le solicitaban. Pero, por otra parte, el pobre caminante comprendía que acaba de emprender un melancólico camino.

Porque iba solo y porque nadie le esperaba…

Hasta ahora, y con motivo de los trámites de la internación y de la inspección de equipajes, tomaba contacto íntimo con sus compañeros de jornada.

Volvían en gran número los trabajadores mexicanos. No todos se hallaban, por cierto, en las condiciones de aquellos que había visto en el consulado ni de los que vagaban por las calles pidiendo a las oficinas de Migración, a las autoridades, a todo el mundo, que les volvieran a los lugares de donde salieron. Muchos pudieron arbitrarse recursos vendiendo lo que habían adquirido durante su permanencia en el extranjero.

Formaban grupos abigarrados y pintorescos. Su indumentaria les daba ahora un sello especial e inconfundible. A donde quiera que fueran y mientras el país propio no les devolviera su traza típica con las prendas de ropa nacionales, les llamarían los repatriados, o con mayor malevolencia, “los texanos”. Sería a causa de sus grandes sombreros de fieltro gris, anchas alas y copa abombada; de sus pañuelos de colores, atados al cuello; de sus zapatos gruesos, toscos y horrendamente amarillos; de aquellos trajes que les habían vendido en las juderías de cada ciudad americana, morados, verdes, de los colores menos discretos y de los cortes más extravagantes.

Su bagaje era como el de un ejército en derrota. Maletas de cartón que se resentían del uso y enseñaban su material corriente deshaciéndose por todos lados. Grandes bultos envueltos en sábanas, atados con cordeles, llevando en su interior, seguramente, los trapos de toda la familia, los restos del hogar deshecho, cuanto pudieron apañar en el momento de la fuga. Cada miembro de la tribu cargaba con algo para poder transportar el pesado equipaje; hasta los niños se habían echado al hombro el morral con las provisiones o con el juguete comprado en las tiendas de 5 y 10 centavos. Las mujeres habíanse puesto dos o tres enaguas, temerosas de los rigores de la aduana o para aligerar la carga de las maletas, y aparecían grotescamente voluminosas. Se habían quitado los sombreros que usaron al llegar a los Estados Unidos, previendo las burlas de quienes las vieran volver y les recordaran su antigua vida de miseria y desnudez. Las elegantes prendas venían prensadas entre la ropa sucia, ajadas, marchitas, inútiles, como orgulloso recuerdo de una época de esplendor y de elegancia.

Todos estaban alegres. Olvidaban en aquellos momentos las amarguras de los últimos tiempos y veían con optimismo el porvenir a pesar de las noticias poco tranquilizadoras respecto de la situación del país, donde les aguardaban problemas semejantes a aquellos que les habían hecho salir precipitadamente de los Estados Unidos.

Una gran camaradería juntaba a cuantos iban a salir en el mismo tren que traía a Luis Alfaro. Como todos venían abrumados por la misma incertidumbre, buscaban unos en otros la dirección, el consejo. Hablaban a gritos, de grupo a grupo, queriendo aturdirse durante aquellos días de la tregua que significaba el viaje, con la novedad del mismo y la esperanza de hallar remedio a sus trabajos.

Algunos querían resarcirse de las privaciones alcohólicas del país de la prohibición y buscaban el sabor íntegro de su tierra en ansiosos tragos de los licores ardientes que ésta produce con una variedad infinita. Cada región tiene los suyos. Nuevo Laredo, cuyo principal negocio consiste en apagar la sed de los que cruzan la frontera, podía proporcionar la variedad de los aguardientes extraídos de los agaves y textiles, que en cada Estado asumen forma y sabor distintos. Allí encontraban el tequila de Jalisco, el mezcal de San Luis Potosí, el sotol de Durango, el pinos de Zacatecas, el bacanora sonorense, el charanda de Michoacán, el habanero de nombre extranjerizo, pero en realidad, nativo de las tierras productoras de azúcar: Veracruz, Tabasco, Chiapas; el nanche costeño, el parras fronterizo y algunos más que pueden llamarse licores de respeto, pues hay otros de uso enteramente local e inmediato a causa de su fácil descomposición y de su fermentación rápida, producto de las frutas tropicales de todas las zonas del país.

Las conversaciones, bruscas e inquisitivas, eran sobre el mismo tema:

—¿Con que al terrenazo, no amigo?

—Sí, aquí vamos, aquí vamos…

—Y ¿a dónde la tira usted?

—A donde ha de ser, a mi punto. A Jalisco. Soy de Tepatitlán, de la mera tierra tapatía…

—Jalisco —comentaba el otro vagamente, pensando que cualquier Estado mexicano era mejor que el suyo. Procedía de Tlaxcala, una región árida, pobre. Un Estado pequeño, cuya capital no había logrado mejorarse en los cuatro siglos que llevaba de fundada. Jalisco, en cambio, tenía extraordinarios prestigios. Era la tierra de las muchachas bonitas, de los hombres valientes, de los lagos inmensos, de los ríos impetuosos. Su gran ciudad blanca, Guadalajara, orgullosa, de nombre eufónico, musical, sugería en todas partes la idea de una alegre feria y traía el olor de sus jarros perfumados, de sus ánforas de barro, y de los claveles de sus patios andaluces.

Así como Sevilla es una mujer morena, de ojos moros y andares felinos; una corrida de toros y una procesión de Semana Santa; la Giralda y el hablar cañí y la gracia gitana, Guadalajara, Jalisco, son la tapatía ondulante y cimbreadora que baila en las fiestas populares, el charro montado en brioso penco, las “tapadas” de gallos, los pueblecillos risueños, olorosos a azahar, donde las muchachas tienen el color de la manzana madura en las mejillas, y ojos negros y traidores; y donde en las noches tibias, impregnadas de perfumes, rompe el aire el rasgueo de las guitarras que acompañan lánguidos cantos, llenos de promesas de amor y de muerte.

—Muy dura la cosa por acá, ¿eh? — volvía a preguntar el repatriado deseoso de que el otro le contara su historia entera y todos sus proyectos.

Suspiraba el interrogado antes de contestar. En todos era visible que lamentaban volver de aquella manera, perseguidos por “la crisis”, su antigua enemiga. Por su cuenta, se hubieran quedado donde estaban. Y si pudieran, si los dejaran, si les dieran trabajo se volverían a meter a los Estados Unidos. No transigían con la idea de salir echados. Sobre su amor romántico al suelo nativo, estaba la atracción invencible de la riqueza yanqui. Muchos ya lo habían probado: una vez satisfecho el infantil deseo de respirar el aire de su tierra, agobiados de nuevo por las durezas de su vida de siempre, en las que volvían a caer y que ahora les parecían menos soportables porque habían disfrutado de comodidades nunca soñadas y entrevisto posibilidades de poderosa seducción, planeaban la vuelta con un afán más fuerte que el de la primera aventura. Recordarles la forma en que volvían y mostrarles la puerta que acababa de cerrarse (puerta material, visible todavía, porque era la aduana por donde acababan de pasar), significaba amargarles la fiesta del regreso, de que empezaban a disfrutar.

—Durísima —respondía el otro, después de meditar mucho y con los ojos fijos, sin ver nada, en un punto del horizonte—. ¡La de malas! —agregaba rascándose la cabeza—. Fíjese. Venir de tan lejos, trabajar tanto, haber hecho algo y volver luego como volvemos, a dar lástimas otra vez…

—No se apure, amigo, tómese un trago—proponía el otro, alargándole una botella.

Tras de débiles excusas, tomaba el invitado, ávidamente. Consideraban todos que era casi un deber festejar el regreso con una fuerte libación. En las grandes penas, en las alegrías, en todos los momentos culminantes de la vida, “un trago” es casi de ritual.

Limpiándose la boca con la manga de la chaqueta o con el dorso de la mano, y sintiendo la rápida influencia del licor incendiario, exclamaba el aludido, cambiando ya a causa del vino y de esa volubilidad del carácter del de nuestras razas latinoamericanas, que en un momento encaminan el alma hacia todos los destinos, desde los más risueños hasta los más trágicos:

—Apurarme yo, amigo… ¡Qué mal conoce a los de Jalisco! Todavía me sobran fuerzas para trabajar y mientras haya un pedacito de tierra, que no ha de faltar, y pueda yo manejar un arado, no se han de morir de hambre ni la vieja ni estos pelones (señalado al grupo que formaban una mujer de rostro inexpresivo, sentada en el sueño, rodeada de bultos, y unos niños, dormidos algunos y jugando otros entre el polvo y las inmundicias de la estación).

La mujer chupaba un cigarro de hoja de maíz y conversaba quedamente con sus compañeras de viaje, sentadas como ella en el suelo. No se mezclaban en la conversación de los hombres y esperaban con inmensa paciencia la partida del tren, que humeaba sin prisa, como si quisiera alargar, para hacer más intenso el deleite del viaje, aquellas horas que se abrían como paréntesis deleitoso, antes de emprenderlo.

Los itinerarios del ferrocarril, sujetos a las conexiones de los trenes del país del norte, desesperaban a los viajeros que no querían perder ni un momento en su largo camino. Había que esperar horas y horas. Pero aquellas mujeres, como el tren, no tenían prisa, no la habían tenido nunca. Estaban hechas para rodar como cosa inerte, detrás del marido, que iniciaba todos los movimientos. Escuchaban ahora, con el mismo gesto resignado y aprobatorio de siempre, las conversaciones de sus “viejos” y de cuando en cuando aventuraban, entre ellas, un comentario, dicho en voz baja, sin ánimos de modificar nunca la opinión de los hombres.

Se daban éstos las noticias que recogían entre sus compañeros y se sentían felices al considerarse con más suerte que otros que estaban anclados en la frontera, viviendo de la caridad pública, sin poder salir del atolladero, sin poder llegar a donde iban, que no sabían dónde fuera. El gobierno hacía esfuerzos para internarlos, pero no era posible regularizar ni darle carácter de servicio público a esta obra extraña de reacomodar a todo un pueblo que había salido en masa del país, y que volvía ahora lentamente, dificultosamente, con la persistencia de una filtración que por todas partes se escapa y no puede ser encauzada.

Estas escenas de Nuevo Laredo se repetían en todas las poblaciones situadas sobre las márgenes del Bravo. Los que volvían en aquel convoy en que hacía su dramático regreso Luis Alfaro, podían considerarse privilegiados.

Había que ver la tristeza de los otros, de los que llenaban las plazas públicas de las pequeñas ciudades fronterizas. Aquellos puertos que les vieron pasar, rumbo al norte, durante muchos años, mal vestidos, temerosos, huraños, tímidos, envueltos en el típico sarape, cubiertos con grandes sombreros de palma calzados con los “huaraches”, la sandalia de su viaje prehistórico desde las oscuridades de su origen hasta su vida actual de civilizados; que les vieron volver, en los regresos temporales, en los viajes de paseo, gozosos, satisfechos de la aventura que modificara totalmente su indumentaria y les diera a conocer el dólar y sus excelencias, ahora los miraban en completa derrota, mustios y arrinconados, como mercancía que deja de tener demanda y no llama la atención de nadie.

Por los caminos carreteros desfilaban las caravanas de los que no se avenían a esperar el auxilio que se retardaba o que no llegaba nunca, y emprendían la marcha al azar de la problemática ayuda, de la limosna del camino, o del trabajo que pudieran desempeñar en su doliente ruta. Algunos, los menos infortunados, o los que mayor partido sacaron de la liquidación a que les forzara la salida, venían en sus cochecillos, en los automóviles viejos, afanosamente conservados a través del largo uso y de la interminable caminata desde aquella inmensa Unión Americana hasta la frontera de México. El automóvil era, las más veces, el último bien de que se podía echar mano para llegar, en un Maratón terrible con la miseria, al término del viaje. Maratón en que vencía, muchas veces, la implacable pobreza, porque la máquina estallaba o se perdía en cualquier punto, donde no había ya para comparar gasolina o urgía atender necesidades más perentorias, afrontar la postrera bancarrota…

Toda la frontera palpitaba y se estremecía con aquel espectáculo. Se contaban cosas horribles. Exagerando, tal vez, la miseria y las angustias de los repatriados, no falta quien asegurase que, como en las viejas peregrinaciones históricas, en las hambres bíblicas que movían a las tribus en busca de abrigo y sustento, a la orilla de las polvosas vías blanqueaban los huesos de los caminantes. Enloquecían bajo los candentes rayos del sol los que se aventuraban sin bastimentos ni nociones de las distancias por los desiertos norteños.

Todo eso contaban, temerosamente, los casuales compañeros de Alfaro, mientras contemplaban el tren que los iba a llevar con rapidez y comodidad, confortados por el instintivo egoísmo del que mira una catástrofe desde un lugar seguro; felices de volver como habían salido, y no por aquel angustioso camino de la derrota plena.

El ex militar había empleado toda la tarde, desde el medio día en que llegara a Nuevo Laredo, recorriendo la villa ribereña, observándola en sus detalles más sencillos, como si quisiera palpar y gustar intensamente, íntimamente, la tierra mexicana.

Había visto de cerca el dolor de sus paisanos fracasados en la aventura del extranjero. Vagaban por las calles de la ciudad, desalentados, miserables. Junto a unas bodegas cercanas a la Estación del ferrocarril, resguardándose del sol había todo un campamento, un aduar. Hombres, mujeres y niños, en lamentable promiscuidad, dormían sobre jergones o se pasaban las horas muertas, en actitud contemplativa sin hablar, sin pensar en que su situación pudiera tener remedio.

Discurría ahora entre los grupos de los que iban a marchar con él. Tierra de astas y prejuicios era la suya, por más que se proclamaran igualdades y mejorías. El primer conjunto netamente mexicano que se le presentaba, tenía ya las particularidades del panorama general de la nación. Clases. División y subdivisión de clases. Abarcando la trashumante y abigarrada multitud que le rodeaba, se le antojaba oír el grito ancestral que la clasifica con notoria injusticia en todos los momentos y circunstancias de la vida. El mismo tren que iba a llevarlos les daría una colocación variadísima.

Reservaba el largo convoy sus lujosos departamentos del pulman para los que, como Luis, representaban la aristocracia, la clase alta, la de los que viajan por placer o con placer y para quienes las fronteras siempre están abiertas, porque el dinero es la mejor carta de ciudadanía en todos los países del mundo. Aún en este caso de las emigraciones forzadas, de las fugas y de los regresos, aquéllos podían entrar y salir a su labor; irse o quedarse, y sólo un poderoso motivo sentimental, como en el caso de Alfaro, les hacía desear, en un momento de nostalgia la olvidada tierra, o un motivo político, como en el caso de los que lo tenían, les forzaba a quedarse, aumentando por una causa o por otra el número de los que por ley de vida o por ley de inercia constituyen y constituirán por mucho tiempo el “México flotante” de la vasta Unión Americana.

Iban a viajar en primera aquellos otros, los de la clase media. Eran esos emigrantes de aspecto decente, que se apartaban en grupos, prefiriendo pasear por los andenes de la estación o vagar por la ciudad, mientras llegaba la hora de partir, a mezclarse con los emigrantes pobres. Sus rasgos étnicos mostraban la diferenciación, la cruza de la raza con las europeas, y por lo mismo, la elevación de rango, de posición, de la familia. Empleados públicos, colegiales, gente de las ciudades que soñó con escalar el estrellato en Hollywood o pensó establecerse francamente en Yanquilandia para mejorar de fortuna y abrir nuevos horizontes a sus hijos, atraídos por la ilusión de la riqueza. Volvían como todos: cariacontecidos por la derrota de sus sueños, pero felices de volver.

Toda una serie de carros de segunda, de duros asientos y nulas comodidades esperaban al emigrante pobre, al trabajador que se había desprendido del inmenso núcleo de la emigración mexicana arraigada en los Estados Unidos. Apiñados, molestos, imposibilitados para moverse con su impedimenta que inundaría asientos, rejillas, andadores, irían allí, dentro de pocas horas, como en un carro de ganado, aspirando olores de comidas y de humanidades sudorosas, soportando apreturas, disputándose asientos, surgiendo llantos de niños o gritos de gente alegre que improvisaba tertulias y fandangos en un rincón, conversaciones sostenidas de extremo a extremo del carro, constantes y desconfiadas solicitaciones del conductor que a cada momento reclamaría el boleto, ofrecimientos reiterados del agente de publicaciones que pasaría y volvería a pasar, tropezándose, empujando, con su canasto lleno de libros, bebidas, cigarros, periódicos, golosinas…

La misma incomodidad que los había apiñado toda la vida, a todas horas, en todos los sitios, en estrecheces y vecindades semejantes…

Y todavía quedaban por clasificar más abajo los otros, los abandonados junto al bodegón cercano a la estación, en el aduar miserable que congregaba a los tristes que ni siquiera venían a ver la partida del tren, seguros, probablemente, de que no habría nadie que quisiera ayudarles, ni mucho menos facilitarles el viaje.

Era la última clase. Representaban allí, aunque un tren oficial les llevara al fin a su destino (para reintegrarlos nuevamente a su condición de irredimidos) a los que viajan siempre al margen de las carreteras, por donde pasan los coches lujosos; a la orilla de los camino de fierro, siguiendo con ojos tristes el estruendoso correr del tren que les deja una nube de polvo, una visión de rapidez y de bienestar, juntamente con la certeza de que ellos no llegarán nunca al final de esos caminos, yendo, como van, al paso cansado de sus recuas, bajo el peso de cargas abrumadoras, llevando sobre la espalda un huacal de jarros o de pollos, una hacienda que vale unos cuantos centavos y es cuánto puede dar de sí su inaudito y desesperado esfuerzo de vivir.

La llegada de un tren del sur interrumpió por un momento la monotonía de aquél largo esperar. Inicióse ese movimiento que hace tan particular la llegada de los trenes a las estaciones mexicanas. Cargadores que asedian al pasajero. Cocheros que prometen magnífico servicio. Vendedores, mendigos, gendarmes. En Nuevo Laredo, como en todos los puntos fronterizos, se agrega a esa multitud el personal de las oficinas aduanales y migratorias: soldados que hacen la vigilancia, oficiales, inspectores, funcionarios de pistola al cinto, sombrero tejano y cara de pocos amigos.

Junto a Luis, que miraba desde la sala de espera aquel removerse de los que llegaban y de los que estaban en la estación, un oficial de migración que llevaba encima el aburrimiento de muchos años de Nuevo Laredo y era el único que no se daba importancia ante la renovada multitud pasajera, exclamó con disgusto, como quien ve que se le presenta un trabajo laborioso y molesto:

—¡Bendito sea Dios! Ni porque los periódicos publican todos los días de los que vuelven muertos de hambre ni porque hay avisos en todas las estaciones prohibiendo la emigración y, por último, ni porque al llegar aquí ven con sus propios ojos la realidad de las cosas, dejamos de tener que lidiar cada veinticuatro horas con estos prójimos que quieren, por fuerza, parar al otro lado.

—Pero ¿es posible? preguntó Luis, asombrado de lo que decía el oficial de migración.

—Ya lo ve usted —repuso el empleado—. Todos estos que vienen cargados de maletas y de familia pretenden echarse a nadar contra la corriente, o lo que es lo mismo, meterse a Laredo por entre las piernas de los que salen huyendo de la quema.

—¿Y logran su intento? —siguió preguntando Luis.

—Ni por pienso. Cuando los detienen en el camino, les hacemos que regresen de aquí, y en el último caso les niegan el paso en las oficinas americanas.

—¿Y cómo es que los dejan llegar hasta la frontera, hacer el viaje, en fin, pudiendo detenerles en el punto de partida, negarles el pasaje, establecer una vigilancia que les evite el gasto inútil?

Encogióse de hombros el oficial para desembarazarse de la obligación de contestar aquella pregunta o bien para decir que en México todo eso se explica con el admirable desorden que hace inútiles las leyes.

Se había puesto el sol y las sombras empezaban a envolver el cuadro que encerraba tanta miseria humana, tanta esperanza encendedora de recónditas alegrías, que ahora se ocultaban también, bajo la ceniza del crepúsculo.

Acercábase la hora de la partida. Fueron abiertas las puertas de los carros que estaban custodiados por empleados aduanales para impedir cualquier intento de contrabando.

Volvió a agitarse la estación con un nuevo motivo, con el único motivo alegre de los que en tan corto espacio de tiempo y de suelo movían a la gente mexicana en apresurado remolino: a causa del regreso que se iniciaba, al fin, definitivo y liberador. El viajero le decía adiós con entusiasmo a la ciudad fronteriza, sin reparar en la ingratitud que significaba ese desprecio por el girón de suelo que le brindó la primera visión que venía buscando el alma.

Apresuradamente, como si ya fuera a partir el tren, los pasajeros se agolpaban en las angostas plataformas de los carros, contentos de marcharse, sintiendo que se renovaba su satisfacción de ir juntos, y considerando con agrado a los que tenían parte en aquel acontecimiento memorable, de un viaje que era un cuarto de conversión en su marcha fatigosa por el mundo.

Todas las caras parecían repetir la expresión del emigrado que había dicho:

—Aquí vamos, aquí vamos todos…

Era plena noche cuando el tren arrancó perezosamente, como si tardara en sacudirse el contagio de la inmovilidad del ambiente.

La estación, solitaria después del movimiento del día, envuelta en una penumbra que no alcanzaban a romper islas escasas lámparas del alumbrado eléctrico, se hacía más negra a medida que avanzaba el tren.

Entre las sombras, se distinguían apenas las siluetas de los empleados que despedían el convoy con el cansancio de una dura jornada diariamente repetida. Junto a las paredes de los amplios bodegones cercanos a la estación, veíase un grupo de emigrantes, sentados en cuclillas, envueltos en toscos abrigos, con niños dormidos en el regazo, minando con angustia el tren que se alejaba.

En un momento adquirió rapidez vertiginosa el largo y pesado convoy, arrastrado por una locomotora cuyo silbido penetrante, agudo, hacía más lúgubre la negrura de la noche. Las luces de las ciudades ribereñas que acababa de dejar atrás, se perdían poco a poco en la lejanía, esfumadas por la distancia y la nube de polvo que levantaba el tren con violencia de huracán. Hacia adelante no había más que la noche.

Pegado a los vidrios de la ventanilla de su carro dormitorio, pugnaba Luis Alfaro por descubrir alguna señal de vida. Empeñábase en ver detalles de aquel camino que sólo, conocía de Saltillo al sur. Imposible. Ni una lucecilla lejana en los montes que vió remotos en la mañana, ni un caserío que se denunciara con un tenue fulgor distante, ni una claridad que alumbrara algún punto del horizonte.

Avanzaba el tren por un inmenso desierto. Había en su caminar desesperado el ansia de salir de él.

Procuró, pues, el viajero, distraerse pasando revista a sus compañeros de vagón. Iban con él dos parejas jóvenes que no acababan de acomodarse nunca, inventariando su equipaje, numeroso como el de todos los que van de excursión y de compras a los Estados Unidos. Un hombre y una mujer, extranjeros, norteamericanos, sin duda alguna, sentados en distantes sillones, solitarios, reservados, mirando también con curiosidad a dos otros viajeros, tratando, como Luis, de ver hacia afuera, con el secreto temor y con la vaga esperanza de algún “excitement”, esto es, de sufrir un pequeño asalto sin consecuencias, prontamente suprimido por la escolta del tren, o felizmente terminado a causa de la generosidad de los asaltantes.

Un viajante de comercio examinaba con atención prolija su libro de pedidos y hacía cuentas en un sobre usado. Ocupaba, con su maleta abierta frente a él, los dos asientos y se absorbía en su negocio con entusiasmo.

Viajaban también dos individuos que evidenciaban su condición de militares vestidos de paisanos, de agentes de algún servicio del gobierno, o que gozaban de fueros y privilegios, con un grueso cinturón mostrándose adrede bajo el chaleco medio desabotonado. No precisaba ver la pistola: se adivinaba.

El conductor del tren y el del pulman departían amigablemente en un extremo del carro. En el otro se acomodaban los mozos que muy pronto irían a trabajar preparando las camas, sirviendo las cenas, demorándose con aburrimiento ante la perspectiva de la dura faena.

Largo tiempo caminó el tren sin que los pasajeros pensaran comunicarse. Crujía el carro tristemente como si fuera a romperse. A pesar del hermetismo de las ventanillas entraba un fino polvo, produciendo ahogo.

Los deseos de Luis, de sorprender detalles del viaje, le habían vuelto curioso. Se levantó de su asiento para ir al “fumoir”. Encontró allí a un joven que aspiraba con delicia gruesas bocanadas de humo de un cigarro y parecía tener una gran tristeza porque se quedaba mirando el techo del carro como en la contemplación de una imagen de la que no quisiera separarse.

A falta de la distracción del camino, Alfaro buscaba la impresión de los que iban con él. Protestaba contra aquella silenciosa entrada a su país. Por primera vez trataba de huir de sus pensamientos.

El desconocido se acomodó en el rincón del asiento de cuero como para asegurarse de él, sin quitar la vista del techo ni reparar en el que llegaba.

Ante aquella actitud indiferente, Luis adoptó una semejante y caminaron en el tren que devoraba kilómetros sin decirse una palabra.

Encaminóse el viajero a los otros carros dormitorios recogiendo miradas distraídas de viajeros silenciosos que parecían agobiados por la pesadez de la llanura negra, como si el caminar entre sombras les volviera desconfiados.

No se detuvo allí. Siguió hacia el coche de primera adónde abundaba más el pasaje y había mayor animación. Ante la perspectiva de pasarse la noche en vela los viajeros charlaban para hacer la caminata más agradable. Todas las conversaciones giraban en torno de las últimas impresiones recogidas y de las satisfacciones que esperaban a los que volvían al país después de muchos años de no verlo.

Tomó asiento junto a un grupo que ocupaba cuatro sillones en “vis-a-vis”, a ambos lados del carro. El padre, la madre, dos muchachas bonitas, un mozo, apenas en las lindes de la juventud y dos chiquillos amodorrados que pugnaban por no dormirse para no perder ni una sola de las peripecias del camino. Las muchachas hablaban en inglés y en español, mezclando horriblemente los idiomas, en una confusión que no tenía, por lo demás, el afán pedante de quien quiere exhibir conocimientos, sino el peso de una costumbre que las obligaba a chapurrear las conversaciones acudiendo a vocablos ingleses en los momentos en que no sabían decir una cosa en el idioma olvidado o mal aprendido.

Habían vivido largos años en el extranjero. EI muchacho y los dos, niños, nacieron en el exilio. Las jóvenes eran mexicanas de nacimiento, de tipo racial, de sangre, menos de mentalidad y de aspecto. ¿Qué había pasado por ellas que sólo al verlas y al oírlas advertírselas distintas, cambiadas, extrañas, comparadas con el tipo clásico de la muchacha, mexicana, del que Alfaro llevaba un fuerte recuerdo en el alma, porque Ana María fué un ejemplar maravilloso de la dulzura, de la gentileza y de la suave feminidad de la mujer de su país?

Toda la historia de esta familia emigrada que regresaba con él y como él, tras larga ausencia, a su suelo nativo, la hilvanó Alfaro oyendo, con enfermiza curiosidad, con deleitosa paciencia, lo que hablaban atropelladamente, pintorescamente, sus compañeros de viaje.

La señora, obesa, tranquila, de tristona y bondadosa mirada volvía sin que la hubiera hecho mella, sin que la hubiera cambiado en nada la vida del destierro. Conservó durante aquellos, largos años sus costumbres, sus recuerdos, se encastilló en su idioma, con la defensa que dan el aislamiento y la ignorancia impidiendo comunicaciones que exploren el alma y desfiguren el sentimiento, y al volver cerraba un paréntesis en que su espíritu adormecido se había alimentado de añoranzas y despertaba ahora, al calor de la tierra propia, y a la vista de las cosas que no había dejado de ver porque nunca las dejó de recordar.

Así, envuelta en su tápalo negro, en su misticismo y en el deseo de volver a su país, había vivido en el extranjero: triple coraza que impermeabiliza las vidas de los únicos seres que no asimilan nunca el vivir sajón y constituyen —¡Dios los bendiga! —el baluarte más recio contra la invasión extranjera que nos acecha dentro y fuera del país.

Hablaba la buena mujer con lentitud, con una temerosa inseguridad que contrastaba con el tono autoritario, afirmativo, de los muchachos, para quienes no existía el interrogante. Era el estilo yanqui, que sólo pregunta y se admira a medias, aun en la escritura, de donde ha suprimido los signos que abren esos períodos de la conversación.

El padre, también calmado y silencioso, iba inquieto, vigilando la actitud de sus hijos. Vagaba una molesta incertidumbre detrás de los vidrios de sus anteojos que brillaban con la luz de las lámparas del coche y hacían pequeñamente ridículas las pupilas de sus ojos miopes. Había pasado ya “del medio del camino de la vida” y acusaba en todos sus movimientos, en sus palabras, el cansancio de la lucha inútil, del hombre lleno de hijos que ha batallado largos años con el duro problema de la subsistencia y de la educación de la familia.

—Creo que deberíamos habernos quedado en Nuevo Laredo y tomado el tren de la mañana —aventuró la señora que lamentaba, como todos, entrar en tinieblas a su país.

—¿Para qué? —respondió el padre bostezando ruidosamente. De cualquier modo hemos de sufrir una noche en el tren, y más vale que sea ésta, en un tramo que no tiene nada que ver.

—Nosotros no hemos estado nunca en México y quisiéramos ver todo, lo feo y lo bonito —dijo uno de los chicos, que esperaba encontrar charros y chinas poblanas, escoltando la vía, a lo largo del vasto recorrido.

—Aquí no verán nada —insistió el padre—. Todo es llanura seca, desierto, tierra infértil, polvo, estaciones tristes, rancherías muertas.

Una de las muchachas suspiró aburrida, defraudada. No contaba con aquella “noche triste”. Se había forjado un programa deslumbrador.

La consoló el padre asegurándola que la sorpresa de la mañana sería más agradable. Al llegar a Saltillo, juntos con la luz del día, verían lo que iban buscando, lo que esperaban. Una ciudad de clásicos perfiles mexicanos, un panorama nuevo.

—¿No recuerdas ya nada de este camino? —preguntó luego a su hija—. Por aquí pasamos...

—Hace mil años —interrumpió la muchacha— ¡Figúrate! Tenía yo siete... Carmen, cinco. Y luego in such a flight…

—¡En español! —suplicó el padre—. Por favor, no se te olvide. Nos van a criticar suponiendo que hablamos inglés por presumir.

Sulfuróse la muchacha. No era suya la culpa, su “fault”, agregaba, insistiendo en el chapurreo. ¿No habían hablado siempre así?

—What is father saying? preguntó Carmen, que tenía gran semejanza con la de Merimeé de grandes ojos negros, cabellera endrina, morena, corpulenta, a pesar de su corta edad. Iba leyendo el último periódico americano comprado en la mañana, edición dominical de cientos de páginas, y no se dió cuenta de la querella entre su padre y su hermana.

—Estás tú buena —dijo la otra— the old man se ha disgustado porque no me expreso en español correcto y ahora nos resultas con que ¿what father says?

Se agregó Carmen a la exaltación de su hermana. Revivióse la disputa que traían desde hacía muchos días, los padres, pidiendo que se transformara la familia en un momento y las hijas que no se avenían con aquella imposición antinatural anunciadora de un brusco trasplante y de una conjuración contra los hábitos y costumbres que se les habían arraigado fuertemente al vivir en un país que las trató como cosa suya y al que se sentían apegadas por una ley natural de adaptación y por la grata convivencia que en todas partes hallan las mujeres hermosas.

—If they don’t like us..., amenazaban a cada momento, sin agregar ya lo que los viejos sabían perfectamente. —Si no caemos bien entre la gente con quien vamos a vivir, nos queda el recurso de volver al lugar de donde salimos, a nuestros antiguos empleos, al “dear old place--”, querían decir con su amenaza.

Era en vano que el padre, tratara de convencerlas de que tal regreso resultaba punto menos que imposible, pues salían expulsados por la crisis y la nueva orientación de su vida estaba en su país, al que volvían desorientados.

Cuando la disputa arreciaba, la madre, con voz lastimera, ajena a las prerrogativas de su autoridad, exclamaba:

—Niñas, niñas...

Se detuvo el tren para surtir de agua la máquina, en una estacioncilla que se perdía en la sombra. Una amarillenta mancha de luz señalaba la puerta de la oficina por donde entraban y salían hombres presurosos, con linternas en la mano, Adivinábanse bodegas y chozas de peones camineros alrededor de la estación.

Un mendigo vigilante se acercó a los pasajeros para pedir limosna. Blanqueaban en la oscuridad sus harapos, sus calzones y su camisa de manta.

El más pequeño de los muchachos adormilados abrió los ojos para ver al primer personaje de su viaje fantástico y tocando con el codo a su hermano, exclamó, en un asombro que venía dispuesto a manifestarse pródigamente:

—Mira, tú, uno en pijamas…

La campana sonaba con impaciencia, anunciando la marcha del tren desde el momento, mismo en que parara. Los carros dormitorios iban en tinieblas y en la larga línea luminosa del convoy señalaban un hueco se confundía con la noche. En los otros vagones veíanse asomadas cabezas de pasajeros que sondeaban la oscuridad. Algunos reclamaban:

—¿No hay nadie que venda nada aquí?

Sólo había el mendigo pedigüeño.

Aunque llevaban dos horas escasas de caminar y en Nuevo Laredo pudieron cenar o refaccionar los canastos de las provisiones, no faltaba quien quisiera comprar algo, a pesar de lo intempestivo del momento. Así irían pidiendo a todas horas, en todas las paradas, las especialidades de cada región, lo que daba la tierra, o los “antojos”, las cosas extrañas de las cocinas rancheras, que se apetecían porque sólo al pasar por allí se podría comerlas: el cabrito de Villaldama, las manzanas de Saltillo, las tunas y el colonche de San Luis Potosí, las limas de Chamacuero, los camotes de Querétaro… Y allí donde había estaciones de comida, en hoteles bien acondicionados que solamente servían a la gente de ciertas posibilidades, el pasaje pobre consumía los “tacos” y “tortas”, los guisos ofrecidos en pequeñas cazuelas de barro, humeantes, que llevaban en braseros encendidos, sobre la cabeza, nubes de mujeres miserablemente vestidas que pregonaban lastimeramente su mercancía, se impacientaban y reñían a la hora de cobrar, con la desconfianza de que el cliente se fuera sin pagar lo consumido, aprovechando la confusión de la partida.

Allí no había nada. Habría hasta Villaldama, donde los vendedores de la “barbacoa” velaban, sabiendo que también venía despierto y siempre dispuesto a consumir el platillo nacional el pasaje de los carros de primera y segunda, especialmente aquel pasaje mexicano procedente del extranjero que llegaba con una hambre sagrada de cosas del país y saludaba con júbilo la primera tortilla de maíz auténtica, los primeros frijoles refritos, como si todo el tiempo que estuvo privado de ellos no hubiera comido nada digno de la refinada gula mexicana.

En Villaldama, por donde el tren pasa a la media noche, circulaba una leyenda que los villaldamenses contaban todo el que quería oírla y que, de haber podido, la hubieran escrito a la entrada del pueblo como aquellas inscripciones espartanas que invitaban al viajero a conocer un hecho glorioso o una, vida ilustre: “Detente, caminante... “ Decían que la última vez que volvió de Europa, sordo de aplausos, cargado de millones, en la cumbre de la fama y viajando como príncipe, en un carro especial y rodeado de secretarios, mozos, apoderados y admiradores, el torero Gaona, se bajó en Villaldama a comer, “a cuerno limpio”, (como él decía) una buena pierna del cabrito clásico sin más platos ni más cubiertos que una tortilla con que cogía, a guisa de banderilla, el carnoso muslo, desdeñando la cena suculenta que le esperaba en el carro comedor.

Ya en San Antonio o en Nuevo Laredo —la leyenda no estaba segura del punto exacto— frente a unos chiles rellenos y a unas tortillas hechas en máquina, el torero, con la solemnidad del que oficia en un rito pomposo, habíase quedado en éxtasis, patrióticamente pensativo, ante el manjar falsificado, rompiendo en pedazos las tortillas y gustando con ellas la capa de huevo de los chiles olorosos y humeantes. Pero fué en Villaldama donde se entusiasmara realmente ante la fritanga auténtica, servida con tortillas recién salidas del comal, entre admiradores perros y mendigos que le miraban con envidia.

La familia emigrada que divertía la curiosidad de Luis con la exhibición de sus problemas íntimos, reanudó la plática al emprender de nuevo la marcha el tren. La madre hablaba con placidez de su casa tanto tiempo abandonada, de sus parientes, de sus amigas, de aquella vuelta que encerraba la dulzura de un descanso, del retorno que ofrecía, como todos los viajes largos, el mayor placer devolviendo la comodidad de las cosas hechas a nuestro gusto: la frescura del huerto, el silencio, la paz, el carril de la vida propia donde se deslizaron los días de la juventud sin tropiezos ni quebrantos, la casa toda que fué recogiendo efemérides agradables o recuerdos tristes que, tamizados por la distancia y el tiempo, poetizaban melancólicamente la historia de la familia.

Oíanla embelesados los pequeños, como quien escucha un cuento. Las muchachas interrumpían de cuando en cuando el discurrir ilusionado de su madre con preguntas y observaciones irónicas. Se quejaban de antemano de las incomodidades de la casa, vagamente recordada. Casa pueblerina, vieja, que sólo Dios sabía cómo estaría ahora, al cabo de tantos años de ser habitada por gente que mediante un risible alquiler la poseía sin miramientos.

—Ya me la imagino —decía una de las muchachas—: vidrios rotos, puertas que no ajustan, pisos de ladrillo donde faltan muchos ladrillos, cocina negra de humo, habitaciones inmensas donde los techos de vigas se pierden en una lejanía que apenas alcanza la vista y ¡para qué te cuento lo que falta de enumerar...!

—Y luego, la vidita que nos espera —seguía lamentando la otra—. Las vecinas que nos espían a través de las cortinas para ver qué hacemos y cómo vivimos; el encierro forzoso porque no hay a donde ir; la diversión del paseo en la plaza de armas dando vueltas como una noria humana y respondiendo al “adioooós” cantado de las muchachas y a las sombreradas de los niños memos; el rosario, la misa.... ¡Terrible! ¡Awful!

Se volvió a alarmar el padre ante aquellas exclamaciones en inglés, dichas en voz alta. Miró para todos lados, para ver si alguien se daba cuenta de la conversación. Fijóse en Luis, que fingía venir distraído, pegado a los vidrios de la ventanilla.

La madre sonreía resignada, con su placidez eterna, oyendo las lamentaciones de sus hijas, juzgándolas exageradas, segura de que cambiarían de opinión cuando estuvieran cerca de lo que ahora detestaban. Acámbaro, el lugar a donde iban era triste, por qué negarlo, sobre todo si se le comparaba con las ciudades estruendosas del norte de los Estados Unidos, donde habían vivido; pero ¿qué falta hacía el ruido, el movimiento, la elegancia superflua, para gozar en la paz de Dios, de la existencia que parece alargarse y disfrutarse con mayor delectación si se la saborea en silencio, y en contacto íntimo con la naturaleza?

—Válgame Dios, clamaba, a cada momento y entre suspiros, la señora.

Tampoco iba de acuerdo el mozo con las necedades de sus hermanas, a las que llamó ridículas. Se granjeó una reprimenda airada del papá, envuelta en una mirada fulminante, cuando dijo saber qué era lo que ellas extrañaban tanto: los “dancings”, el “spooning”, los “parties” desabridos en que un helado, un “sandwich” y un paseo en automóvil constituían el derroche más grande de dinero y de alegría.

En los otros asientos empezaban a languidecer las conversaciones. Se relevaban para mantenerlas despiertas los viajeros, que dormitaban a veces y salían de su somnolencia molesta a cada momento.

Siguió Luis su visita a los carros donde iban los repatriados pobres. Dormían aquí a pierna suelta los que se habían aprovechado de un lugar amplio, con sus maletas a guisa de almohadas; pero los demás, amontonados e incómodos, fumando sin descanso cigarrillos de tabaco corriente, que hacían irrespirable la atmósfera, conversaban en voz baja, casi en secreto, cansados del jolgorio que armaran en las primeras horas del viaje, agobiados por el calor que ni en diciembre dejaba de sentirse en aquellos desiertos ardientes, abrumados por el polvo y por el peso y la modorra de la media noche.

No había manera de estar cómodamente en aquel carro, de sentarse en algún lugar para observar a los absortos caminantes y ponerse en contacto con sus almas. Por el contrario, cuando Luis pasaba, callábanse los que hablaban, se volvían para mirar con desconfianza al hombre elegante que se les acercaba por curiosidad —pensaban ellos— y que no tenía que hacer nada en aquel sitio.

Regresó el viajero a su coche, que estaba en una semioscuridad de alcoba de enfermo, alumbrado por una lámpara de luz mortecina. Gruesas cortinas de franela verde ocultaban a los pasajeros dormidos. Luis no había pensado siquiera en la cena, nervioso por las emociones del día. Tampoco tenía sueño, pero apetecía la cama, el descanso. Se instaló en la suya, y, con los ojos abiertos, desabrigado a causa del calor, echado de espaldas, con las manos en la nuca, se dejó sumir en un sopor agradable que le velaba el pensamiento, sintiéndose arrastrado, como si alguien le deslizara por una pendiente interminable.

El trac-trac-trac de las ruedas del tren, repetido sin descanso, la oscuridad y el silencio, le dieron de pronto la sensación de un hundimiento acompañado de una música fúnebre. Era como bajar a la tumba. Extendió maquinalmente un brazo que resonó en la cubierta de madera que llevaba encima. Sintió ansia de abrir la ventanilla para ver algo y verificar la existencia del mundo, su propia existencia, pero afuera seguía la noche implacable, en inmenso maridaje con el desierto.

Serenóse a fuerza de dominar sus nervios, que llevaba excitados por la observación a que le obligaba la falta de compañía, de comunicación con los demás y le sirvió de alivio el silbar del tren que anunciaba, en aquel momento, una nueva parada y era, en tales circunstancias, una voz que rompía el obstinado silencio.

El ruido de las ruedas, que perdían el compás al encontrar las planchuelas de los escapes y de los empalmes, y la marcha aminorada, le prometían una ligera y momentánea visión de vida. Abrió con avidez los ojos y trató inútilmente de limpiar el cristal que venía cubierto de polvo por el lado contrario. Pasó junto a la máquina de un tren de carga, monstruosamente negra y por cuyo vientre hendido salían rojas llamaradas, distendiéndose con un resoplar pausado y rugidor, que venía de adentro, del férreo y viviente organismo. Después, una larguísima serie de carros, de plataformas, de jaulas de ganado que confusamente dejaban ver, con la luz que salía de la máquina de su tren, borrosas figuras de grandes animales despatarrados, entrechocando con el movimiento del tren que los llevaba y ya partía, presintiéndoseles pavorizados, en un amontonamiento cruel, en una angustiosa necesidad de equilibrio exacerbada por los largos días de viaje… Luego, por fin, la estación, con gente que trataba de subir apresuradamente, estorbándose con otra que bajaba, y confundiéndose todos, los que iban y los que venían, con los vendedores, cuya prisa era semejante a la de cuantos esperaban el paso de estos trenes, meteoros luminosos que incendiaran una atmósfera muerta, pues levantaban, juntamente con las nubes de polvo que marcaban su paso y la estela de humo que era una mancha más negra en la negrura de la noche, ansiedades, anhelos, actividades y despertaban a la vida toda una vasta zona que dormía.

Se destacaban en la oscuridad espesas arboledas. Venía un rumor de frondas y de aguas corrientes. El aire traía un fresco olor de huertos cercanos. A lo lejos se veían las luces de una ciudad. Los pasajeros que bajaron tomaban asiento en pequeños automóviles que alumbraban con sus faros la callejuela de un caserío ruinoso. A la zona de silencio que envolvía el carro dormitorio llegaban apagadas las voces de los vendedores: “tacos, café, cigarros”, y el roncar de los fotingos que se disponían a marchar con su carga de pasajeros hacia el poblado. Pasaban individuos bien abrigados, envueltos hasta los ojos, espectrales, cuyos pasos no se oían. Junto a la estación, bien iluminada había el mismo movimiento de todas las estaciones: hombres con linternas, mozos que cargaban y descargaban mercancías del express, vigilantes, soldados.

Hubo una espera de diez minutos. Se acabó el ruido de vendedores y el trajín de empleados y cargadores, como si se hubiera acabado también el poder milagroso del tren que hacía vibrar por un momento aquellos lugares solitarios, lúgubres. Se dijera que la misma máquina del tren dormitaba o se demoraba, seducida por el oasis que había encontrado en el camino. Cada minuto parecía una eternidad en aquel silencio. El viajero, cogido de la prisa y del ansia de la novedad, prontamente satisfecho con lo que acababa de ver, quería seguir adelante y tenía la idea de que el convoy se había inmovilizado para siempre.

Pero éste movióse al fin, en un suave y perezoso deslizamiento. Al pasar, vió Alfaro el nombre de la estación: “Lampazos”. Recordó que era la patria de un desterrado ilustre, amigo suyo, de un poeta, escritor, orador, que llenaba con su nombre una época y cuya gran seducción de hombre, superior, inquebrantable, generoso, comunicábale en aquel momento todo su prestigio al lugar donde nació. Incorporóse en su encajonado lecho para ver mejor, como si descubriera un rostro amigo y tratara de observarlo atentamente, de saludarlo con una sonrisa, pero sólo vió las lucesillas lejanas que velaban sobre la ciudad entenebrecida.

Experimentó la agradable sensación de ir asociando ideas y recuerdos a los nombres del camino. Sintió consuelo. Ya no era la marcha oscura entre grandes ciudades, resplandecientes y agitadas, que no le decían nada.

En medio de esta oscuridad había salido un reflejo caliente y luminoso.

Llevaba los ojos doloridos de soportar el aire y el polvo y de forzarlos a mirar lo que no había. Iba cansado. Le invadió, por fin, un invencible sopor y se durmió profundamente.

Un prolongado silbar del tren le despertó. En la semi inconsciencia del sueño creyó estar todavía en tierra yanqui, en una de esas grandes estaciones que no duermen, profusamente alumbradas, con restaurantes abiertos y una considerable fila de coches esperando al viajero. Estaba en Monterrey. Desde el vagón se podía ver una amplia avenida punteada de blancos albortantes de luz. Al otro lado de la estación, fábricas en movimiento. A lo lejos, el resplandor de los hornos de las fundiciones de hierro que, de cuando en cuando, iluminaban el horizonte con las descargas de ígneos deshechos arrojados a los tiraderos y a cuyos resplandores se veían las montañas gigantescas que semejaban velar el sueño inquieto de la ciudad industriosa. Había aquí todavía algo de lo que se quedara atrás, en el país del norte. Se precisaba mejor, en aquella hora de la madrugada, adivinándose a media población atareada detrás de los vidrios de las factorías incendiadas de rojiza claridad y en el centro de las cuales humeaban las chimeneas. Un grupo de muchachas que probablemente fueron a recibir amigos o parientes, rubias, airosas, enfundadas en abrigos de moda, hablaban el mismo inglés chapurrado de español que Alfaro oyera a la familia repatriada, pero con la cadencia texana que se advertía en toda la frontera. El estilo de las construcciones: bungalows de madera o casas de ladrillos cuadradas, inexpresivas, de grandes ventanas con verdes stores y vidrios que bajaban con movimiento de guillotina; la droguería adjunta a la estación donde un dependiente vestido de blanco servía sandwichs y café a una clientela sentada en banquillos alineados frente a un mostrador blanquísimo; la exhibición de magazines americanos en el escaparate del mismo establecimiento, la profusión de anuncios eléctricos que parpadeaban a lo lejos anunciando empinados hoteles, cervezas que eran el orgullo de Monterrey, industrias locales, todo le decía a Luis cómo influenciaba a esta ciudad —hasta en el afán del trabajo, ciertamente— la cercanía de los Estados Unidos, de donde copiaban insensiblemente muchas cosas, dándole, al que pasaba por allí la impresión de que aún no estaba, plenamente, en México.

XVIII

Ilustración: La Prensa, 15 de Febrero de 1941, página 28.

Mientras el tren esperaba que terminara el movimiento de bultos y pasajeros que lo detenía allí media hora, aparecieron las primeras claridades del alba detrás del Cerro de la Silla. El frío empañaba los vidrios de la ventanilla, pero los vagones conservaban el calor almacenado en los desiertos fronterizos. Algunos viajeros invadieron el carro de Luis y se les oía trajinar, hablar en voz alta con esa falta de consideración, tan mexicana, de los arribistas, que tuvo ocasión de manifestarse gloriosamente en la última revolución.

A Luis no le importaba aquel ruido. Por el contrario, le divertía. Era seguramente el único viajero cuya inquietud permitíale velar gozosamente; y apenas advirtió que llegaba la mañana, que se descorrían las sombras como una cortina que ocultara un cambio de decoración, se acomodó en su lecho, con los ojos bien abiertos, a semejanza de un espectador que se retrepa en su butaca cuando comienza el espectáculo.

Cambiaba, en efecto, el panorama, a poco andar de Monterrey. Dióse a subir montañas el tren, jalado por una potente locomotora y empujado por otra, con graciosas ondulaciones de serpiente que de cuando en cuando se metía por los negros agujeros de los túneles o se enroscaba, abrazando materialmente un cerro, haciendo chirriar los rieles, viendo de soslayo, con el ojo de cíclope de su máquina delantera los afanes de hormiga prodigiosa de la máquina trasera que empujaba con su negra cabeza los pesados carros donde iban gentes de tan variados destinos, como si le importara mucho llevarlos pronto, en aquella mañana que se anunciaba radiante, a través de la salvaje naturaleza que se desperezaba aromosa, en medio de la gracia cándida de la alborada, hacia el final de la ruta, a donde todos iban con la ilusión de lo nuevo y de lo desconocido.

Hacía mucho tiempo que Luis Alfaro no veía aquella vegetación áspera, rara, que en su tierra de flores y de espinas parecía simbolizar mejor que la otra flora, (la exuberante y tropical), el carácter de la raza. El cacto se ofrecía a la vista en diferentes formas: el nopal de los códices aztecas, heráldico, numismático, emblema nacional verde y erguido, elevándose como hermano mayor, sobre los ejemplares de la misma planta, de las mismas hojas y de las mismas espinas, pero más humildes de aspecto, de condición y de destino. Era la desigualdad de gas familias que producen hijos encumbrados y pobres y dolientes segundones que viven al ras de la tierra. De tan humilde condición y destino este nopal rastrero, que sólo sirve para alimentar al ganado, despojado de sus hirientes espinas por las llamas de las hogueras que encienden los vaqueros en la madrugada y cuyas gruesas pencas, arrojadas a lo lejos, señalan trayectorias de fuego, origen de cuentos y leyendas, de temerosas historias de los pastores que cuentan en las majadas cómo vieron a “La Llorona”, la mujer maldita que pasa sobre las rancherías, en las noches pobladas de misterios, como bola de lumbre, llorando eternamente la culpa de haber matado a sus hijos.

Cactos de largos y erectos brazos, extendidos en fila, como candelabros: los “órganos” que parecen, en efecto, la tubería de uno de esos instrumentos musicales, solemnes y litúrgicos; alineados en dispareja fila, propendiendo a cercar el lugar donde nacen con sus verdes postes, hexagonalmente cubiertos de espinas en sus simétricas aristas.

Más allá, pequeñas réplicas de estas plantas espinosas, que no levantan un metro del suelo y dan agrios frutos.

Biznagas cuyas recias y aceradas púas, blancas y dulcifican la terrible agresividad de la planta y la hacen aparecer como una gran flor nacida al nivel del suelo. Estériles palmeras de cenicientas melenas, con igual variedad de familias. Mezquites que proporcionan una madera tan dura como el hierro, unos frutos dulces y una sombra amiga. Magueyes de ilustre prosapia azteca, como el nopal, que también aparecen en los códices anunciando el advenimiento del amargo licor de la raza, del pulque, y dan una miel morena y suave, un almíbar que brota de sus entrañas nobles en un constante rezumar, hasta que la planta se consume y queda reseca y chupada, esquelética y espinosa; después de dar todo el jugo de su vida, juntando así como las otras plantas, todas las asperezas y todas las bondades.

Porque lo mismo el nopal, de hojas pesadas e intocables, vestido de espinas y cubierto de frutos jugosos en el verano; de la misma manera la biznaga, la de las espinas duras y largas como puñales, pero de jugosa y blanca pulpa, alivio y fuente providencial de los caminantes, en las horas ardientes, en los desiertos sin agua; la biznaga, que guarda detrás de esa armadura mortal, en lo que pudiéramos llamar su corola, una lana sedosa, rubia, muelle, sobre la cual sueñan sus sueños sin zozobras, en pobres almohadas, los hombres de las sierras; y de idéntica forma las palmas resecas que dan de tarde en tarde unas flores pesadas como frutos, buenas de gustar en los guisos sencillos de las pobres mujeres de los campos que no siembran legumbres porque el buen Dios se las depara, como el maná israelita, en aquellas pobres montañas; y hasta las plantas espinosas de traza indigente, el coyonoxtle, el tasajillo, la clavellina, como llaman los indios al cardo de tan variadas formas y cuya savia convierten en jarabes pectorales; toda aquella vegetación huraña, tosca, ruda, filtra, así, como la gente de la sierra, como la raza autóctona, erizada de asperezas, poco amable de ver, pero útil, generosa y compasiva… igual que la naturaleza que oculta su bondad en un paisaje montaráz y se muestra, para los que la conocen de cerca, para los que viven en ella, pródiga, providente, noble, amiga.

Las montañas se sucedían en cadena interminable. Por las vertientes bajaban los arroyos que dejaban ver ahora su seco cauce, pero que en verano rugían amenazadores trayendo las corrientes lejanas. El sol, que doraba ya las crestas de las montañas más altas, iba alegrándolo todo, infundiendo en las almas de los que pasaban junto a la sierra salida de su letargo nocturno, el optimismo que nace, para bien nuestro, con cada día.

Hasta las rancherías más pobres tenían un toque eglógico que las poetizaba. Venían mugidos de vacas y cantos de gallos, y por las veredas movíanse pequeños bultos de hombres madrugadores que comenzaban tan temprano la faena y se antojaba que iban conscientes del goce de vivir aquella hora diáfana, en que todo era puro, como si el mundo acabara de nacer.

En una pequeña estación de ferrocarril, en plena sierra, algunas mujeres, embozadas hasta los ojos con el rebozo, ofrecían jarros de leche humeante, que a Luis se le antojaba beber. De cerca, desaparecía el encanto de la égloga. Las mujeres hacían sospechoso y poco deseable el blanco líquido con sus delantales charolados por la grasa de todos los quehaceres domésticos y por su contacto con aquella naturaleza, de la que ellas semejaban ser una cosa más.

Abundaba, con todo, la clientela, en los carros donde iban los repatriados. Se les oía reclamar, como siempre:

—¿Nada más que leche venden aquí?

Y a las mujeres responder, como si se excusaran de una gran falta, dolientemente:

—Nada más, señor, nada más. Aquí no hay más.

Terminó la caminata de subida en Carneros, la protuberancia más alta de la cadena de montañas que la Sierra Madre extiende hacia el norte. La sierra se desviaba, marcando. una gruesa línea en el horizonte, sin solución de continuidad y ofreciendo una configuración orográfica exclusiva de la América española, que a falta de otros medios de defensa tiene este de los montes inextricables donde incuban y viven las rebeliones y donde en épocas aciagas se esconden las guerrillas de los que luchan por la libertad.

Tenían los cerros todas las tonalidades de los colores suaves, de acuerdo con la distancia que los separaba de la vista. Mientras se pasaba por, ellos eran verdes, si se cubrían de vegetación o grises o, de sepia oscura los que parecían asolados por un cataclismo, calvos, resecos, con dentados cantiles o desfiladeros arenosos. Adquirían el azul atmosférico los más lejanos y veíanse vagarosos, confundiendo su azul con el del cielo los que apenas asomaban sus crestas en la lejanía. Aquí y allá se destacaban las manchas, rojizas de los minerales, la riqueza oculta de estas sierras que, durante siglos han dado al mundo hierro para sus construcciones, cobre para sus industrias, plata para refaccionar la riqueza de la Europa agotada, oro, todos los metales preciosos y todos los materiales. para apuntalar el moderno edificio del progreso.

Corría en estas eminencias un vientecillo helado que se filtraba sutilmente y se dejaba sentir ya en el vagón. El sol, ya en lo alto del horizonte, le daba vida a aquel paisaje invernal que no tenía la tristeza de las desoladas campiñas yanquis en la dura estación de las nieves.

A estas horas —pensaba Luis— sus tierras de Buena Vista empezarían a cubrirse con el fúnebre sudario y los trabajadores andarían cariacontecidos pensando en el encierro del invierno.

El sedante descanso del viaje y la calma que le infundía el paisaje le dieron una triste serenidad para pensar ahora, con un reposo y una disciplina mental que a él mismo le extrañaban, en la realidad de su situación. Desde la muerte de su esposa había vivido en un nervioso torbellino de sensaciones que le quitaron la facultad de ordenar sus pensamientos. Experimentaba ahora una reacción, un aquietamiento de su espíritu disperso. Consideróse a sí mismo, no sin melancolía, con una vaga impresión de fracaso, como el mismo individuo de siempre, como el mozo impulsivo que en las más trascendentales resoluciones de su vida poníase a pensar después de echada la suerte. No era que se arrepintiera ni por un momento de ir caminando, como iba, atraído por el imán de su país. Pero lo mismo que la brújula que señala siempre al norte, esto es un rumbo del mundo, sin precisar un punto, así iba él, con una, dirección, pero sin un propósito; iba a la ventura y a la ventura había dejado su hacienda y no sabía a ciencia cierta el estado exacto de su negocio ni sus posibilidades, ni qué podría hacer para realizarlo, para transformar las actividades de sus tierras y de sus trabajadores sin que nadie sufriera quebranto, y Bellavista se volviera mexicana con la facilidad con que él se reintegraba a su país y a su vida antigua cruzando, sencillamente, la frontera.

Tenía que admitir que, más que hombre de empresa había sido hombre de suerte. Todo le salió bien siempre, más que por el hábil trazo de sus proyectos, por una decidida protección de su destino bienhadado. Nació rico, vivió en grande, jamás estuvo en un peligro serio durante su vida militar; y del mismo desastre de su carrera y de su posición sacó un provecho que bien hubieran querido todos los grandes propietarios de México. Vendió por cualquier dinero lo que valía un dineral, es cierto, pero como ese dinero fué bastante para fincar una empresa que resultó la suficientemente noble para devolver con creces lo invertido en ella, quedaba siempre en pie la influencia bienhechora de su sino.

Pero el duro tropiezo que acababa de tener su vida le volvía temeroso y desconfiado. Ahora lo advertía. Le faltaba el consejo de su esposa al que se había acostumbrado como a un refrendo que autoriza los actos solemnes a importantes. No podía apartar la impresión del vacío que se hiciera de súbito, en su vida; un vacío tan inesperado, al que, resultaba tan difícil acostumbrarse que, muchas veces, durante el viaje, le hacía volver la cabeza al sitio desocupado, en un movimiento reflejo del alma, esperando hallar allí a su bella compañera; extendía una mano tratando de encontrar la mano que le infundía calor y fué, a través de la gratísima travesía por los varios caminos de la vida, mano de amante, mano de amiga; mano maternal...

Por falta de calma, de reposo y de consejo iba sin plan ni guía. Todo un largo mes de aplastamiento, e incertidumbre tuvo en Kansas, sin decidirse a volver a la finca para arreglar sus asuntos, sin resolver nada, yendo todos los días a pasarse horas enteras en el Memorial Cemetery, junto a la gaveta que guardaba los restos de Ana María o paseando por los enarenados senderos del panteón que le atraía con su infinita paz y su florecido aliño de establecimiento norteamericano, correcto, limpio, que en vez del espanto y de la soledad de la muerte, infundía un vago deseo de disfrutar de la eterna inmovilidad. Un mes de padecer siquiera la inquietud de la irresolución, sino una catalepsia moral de la que saliera un día a medias para decidir marcharse, sin más preparativos que coger sus maletas, escribir a Compean, el mayordomo de la finca, en quien tenía plena confianza, instruyéndolo, para que manejara los negocios en su ausencia; poner otra, muy larga, a Luis, con quien había estado en constante correspondencia desde la muerte de Ana María para darle cuenta de sus proyectos de repatriación y anunciarle, con exquisitos y paternales circunloquios, que sería a México a donde fuera a pasar sus próximas vacaciones; tomar dinero del Banco e ir, por última vez, al panteón, para despedirse de su muerta y renovarle su promesa de constante y fiel compañía.

Ilustración: Roberto Silva, La Prensa, 15 de Febrero de 1941, página 28.

Consideraba ahora seriamente el objeto de su viaje. En Nuevo Laredo había tomado boleto para Pátzcuaro, a donde deseaba y temía llegar, porque ir a un punto donde ya no quedan amigos ni allegados es como visitar una casa vacía, poblada de recuerdos. No quería, sin embargo, anticipar nada, esperando de lo inesperado el calor que iba buscando.

Más, ¡le invadían tan extraños temores en algunos momentos…! Su paso por la bella ciudad del lago azul y de las leyendas románticas fué siempre apresurado, indiferente. Educado en el extranjero y en la capital de su país, encerrado, en su hacienda cuando descansaba de los estudios, quedábale siempre, una impresión rápida, cinematográfica del riente pueblecillo. Lo veía con gusto, pero sin arraigado cariño; con la ilusionada alegría del estudiante y del muchacho que despierta a la vida y halla adorables todos los sitios por donde pasa con su juventud y su alborozo huyendo del encierro del colegio y de la disciplina y la aridez de las aulas. El mejor recuerdo de Pátzcuaro estaba asociado a la época del noviazgo con Ana María.

Pero, fué tan breve…

¡Pátzcuaro! El nombre evocador parecía envolverse en una promesa de acogedora hospitalidad. A él también, como a Ana María le molestaban ya las ciudades de intenso movimiento. Se había acostumbrado a la tranquilidad del campo y no tenía idea ni alientos para otra empresa que la de una finca agrícola. Hablaban, seguramente, en él, las generaciones de agricultores que habían sido todos sus antepasados, desde aquellos marqueses de Villa Hermosa de Alfaro, “pioneers” —como les hubieran llamado en Estados Unidos— de la bella comarca lacustre michoacana y cuya casa ostentaba todavía el escudo nobiliario, en el lugar donde había sido la Alhóndiga y era ahora la Casa Municipal.

Poco a poco precisábanse en su memoria los sitios que muy pronto iba a ver, como si al acercarse a ellos se deshiciera la espesa niebla que los había cubierto tanto tiempo. Le invadió un desconocido bienestar, semejante al del cansado peregrino que columbra la luz remota de la casa amiga, del solar paterno donde va a descansar.

Salía ya el tren de las anfractuosidades que durante largas horas pareció que quisieran cerrarle el paso y caminaba con toda la fuerza de su máquina, (sin más ayuda de la otra, que se quedó en Carneros) por un extenso valle, donde la naturaleza desfruncía el ceño y mostraba la triste y serena paz de las tierras que acaban de dar fruto y descansan de la gestación y del alumbramiento laboriosos, todavía con las arrugas de los surcos y las huellas del movimiento de labradores y carretas que ayudaron a levantar la cosecha. Rompían la aridez de la inmensa área reseca pequeños cuadros, no más grandes que un pañuelo, vistos a la distancia, de trigales raquíticos que alegraban, con todo, el paisaje.

La sierra quedaba ahora lejos, cerrando el horizonte, limitando el valle, tal como si lo cercara y defendiera; y por sus laderas plomizas veíanse los puntos blancos de los caseríos que se asomaban a la planicie.

Embebido en la contemplación de la tierra de su país, Alfaro no se había dado cuenta de que la mañana avanzaba a más andar, y era él el único viajero que retardaba la salida de la cama. Vistióse a gran prisa, se arregló precipitadamente, con el infantil afán de no gastar tiempo en otra cosa que en disfrutar del viaje, desayunó con apetito y volvió a su asiento con un deseo infinito de saturarse de campos y de cielos, de seguir recibiendo la medicina espiritual de aquella arrobadora revista de perspectivas.

Se había mitigado de tal modo su ansia de comunicación con los seres vivientes, que miraba ya con recelo a los que pudieran sacarle del agradable abandono en que se hundía para enlazar sus desordenados pensamientos con las escenas y cuadros del camino, en un diálogo mudo, incoherente, entre la razón que hablaba a veces, y la imaginación que se desbordaba proyectando, recordando, sufriendo raptos de desconsuelo y súbitas apariciones, fugaces como un relámpago, de la esperanza.

La rubicunda faz del norteamericano que había visto la noche anterior y que ahora se sentaba junto a él, con la visible intención de abordarle, rabioso de no encontrar compañía que entendiera su idioma y satisficiera su curiosidad sajona, atiborrada de preguntas, aumentó su zozobra. Recurriendo a modales aprendidos en la patria de su temible vecino, sumióse materialmente en el asiento como si fuera a dormir y fingió no reparar en él; pero el hombre no se dió a partido y como quien, tiene necesidad de hacer saber una opinión importante, le largó un “¿bonita mañana, eh?” en inglés, para explorar los conocimientos lingüísticos de su víctima.

Alfaro, correcto, no pudo eludir ya la conversación.

—Linda, en efecto, respondió sin más comentarios.

—No parece invierno, agregó el rubio viajero, alentado por respuesta y decidido a no soltar su presa, con el convencimiento de haber dado con la persona que necesitaba para que le explicara tantas cosas que le iban resultando extrañas.

—Estamos ya cerca del Trópico de Cáncer, de la línea que marca la zona templada, repuso Alfaro por decir algo y enterado de que los norteamericanos se apasionan por los datos exactos, que les faciliten referencias climáticas, geográficas o históricas, para sus apuntes de viaje.

—¿Falta mucho para llegar a Saltillo? — volvió a preguntar el norteamericano, que ya había interrogado al conductor sobre el particular pero que no perdonaba a nadie ninguna de las notas de su cuestionario.

—Entiendo que sí —dijo Luis consultando el itinerario que llevaba a la mano, al mismo tiempo que veía el reloj—. Dentro de una hora estaremos allí— resolvió por fin.

—Oh, muy bien, muchas gracias.

En una loma suave, a la orilla de la vía, pastaba un ganado de cabras que se industriaban para arrancar hojas de unos arbustos amarillentos, encaramándose sobre ellos. En el suelo había solamente unas yerbecillas pegadas a la tierra, roídas muchas veces, de seguro por los mismos animales. Los pastores, sentados en cuclillas, envueltos en sus sarapes del mismo color pardo de la colina, cubiertos con sus grandes sombreros cónicos de anchas alas, que les tapaban la frente, veían pasar el tren con indiferencia, asomados a aquel espacio que dejaban el sombrero grande como techumbre y la cobija arrebujadora de toda humanidad.

El yanqui, con cautela, aventuró una opinión en una pregunta:

—¿Vida fácil la de estos amigos, no es así? —exclamó sonriendo benévolamente.

—¿Y qué quiere usted que hagan? respondió Luis, venciendo su deseo de responder con mayor acritud a la intencionada pregunta. —Para cuidar un rebaño, no se necesita más...

El extranjero se desconcertó con la cortante réplica. El aspecto de Luis, rubio como él, de ojos azules como los suyos, su correcta manera de hablar el inglés, le dieron la esperanza de que el ex militar no fuese mexicano, sino un turista que no tendría empacho en gustar, como de una fruta del país, del tópico que acude prontamente a los labios del que viaja por México para confrontar las noticias que tiene de esta tierra el “mañana” y del “quiensabe”, de la indolencia y del abandono, con la realidad exótica y sabrosa.

Quedóse silencioso largo rato y recurrió luego a la lectura de una revista de su país, que llevaba en el bolsillo, para disimular su contrariedad. Levantóse a poco, sin decir palabra.

Se sintió Luis satisfecho y admirado de la facilidad con que evitara la molesta intromisión.

Volvía, ya a su voluptuoso mutismo cuando escuchó un “good morning” nasal y cariñoso. La señora norteamericana, una dama de cabellos blancos y restirados, anteojos, nariz prominente y ajada tez cubierta de pecas, se había dado cuenta de que su paisano conversaba con Luis y venía a preguntar lo suyo pues la aquejaba también una necesidad inmensa de corroboraciones y testimonios.

Sentóse sin preámbulos en el mismo lugar que apenas había calentado el gentleman rubicundo y, consultando unos papeles que llevaba en la mano, interrogó inmisericorde:

—¿Pudiera usted decirme a qué altura está la Estación de Carneros?

—No lo sé, señora, respondió Luis sin ruborizarse de su ignorancia, antes bien, satisfecho por no tener que dar aquellos datos.

Le miró la anciana, extrañada. Sus ojillos de un azul sucio mostraban una contrariedad semejante a la de quien consulta un libro que debe contener un informe y lo encuentra incompleto.

—Pero desde luego, el Popocatépetl (deletreando con dificultad espantosa el nombre del volcán mexicano) debe de ser más alto, inquirió la dama como si se tratara de un examen y quisiera dar todavía una oportunidad al alumno para que contestara satisfactoriamente.

—Oh, sí. Eso, desde luego, repuso Alfaro, —riéndose para sus adentros de aquella infantilidad turística que creía posible que los trenes subieran a montañas de más de cuatro mil metros de altura.

—Espere usted, —dijo luego la viajera, precipitadamente, temiendo que se le marchara su informante, y revisando a gran prisa sus apuntes— Tengo aquí… un momento... dice que en un punto llamado “la Venturrra”, hay unos pequeños perritos silvestres que viven en cuevas, a la orilla de la vía y salen a ladrar cuando pasa el tren: ¿quisiera usted indicarme el momento preciso en que pasemos por ese lugar y si hay la posibilidad de que pueda yo comprar algunos de esos animalitos?

Hizo Luis un marcado ademán de impaciencia, que la señora no vió, porque iba buscando nuevos apuntes. Excusóse como pudo y luego, como la turista se enfrascara en la lectura de sus papeles, sosteniendo con una mano sus lentes y metiendo la nariz, entre el directorio de ferrocarriles que consultaba al mismo tiempo que sus notas, se levantó de su asiento balbuciendo un correcto “usted, perdone” del que no hizo el menor caso la aludida y se fué, furioso, a buscar un sitio menos frecuentado por “ladies and gentlemen” sedientos de información.

Mientras cruzaba por los carros vecinos, anunció el tren una nueva parada, que debía de ser importante, según lo decía el largo silbar de la máquina y el movimiento de pasajeros que abandonaban en masa sus asientos.

Colonial, quieta, gris, sin más eminencias que las torres de sus iglesias, Saltillo apareció a su vista. Bajo el azul profundo del cielo ciudad se adormecía con la gracia tranquila de los poblados que invitan al descanso. Pregonaba esa dulzura del vivir que discurre entre llamadas de misa, sonar pianos en la mudez de las calles, coches que ruedan sin prisa y que en la soledad sonora de la provincia, atruenan los empedrados, con ruidos importantes y escandalosos; mediodías sin movimiento de empleados presurosos y sin la inquietud del corto plazo que concede para comer el horario del trabajo en las ciudades histéricas; tardes divinas, plácidamente morosas, como odaliscas atareadas con el atavío que les pide la nocturna jornada; noches estrelladas, hechas para el amor y para el lucimiento de las muchachas que salen a las plazas sumidas en una semioscuridad romántica, a buscar, sin saberlo, sin quererlo, quien las vea…

Ávidamente descendieron, necesitados del descanso que significaba estirar las piernas, los viajeros que llevaban toda una noche de inmovilidad, y ansiosos de oír el rumor de su país los que tenían, muchos años de no estar en él, de no escuchar “la voz” de una ciudad mexicana asomada a una estación de ferrocarril: gritos de vendedores, implorar, de mendigos, trotar de caballejos que tiran de coches desvencijados, vago y lejano tañer de las campanas de las iglesias…

Alfaro había pasado alguna vez por Saltillo, viniendo del sur, en un tren militar que llevaba fuerzas para defender la plaza de Torreón amenazada por las huestes de Pancho Villa, en aquellos días negros en que el país se agitaba con las convulsiones de la revolución. Tenían entonces las ciudades mexicanas un resignado gesto de tristeza. Veían pasar espantadas a gente de uno y otro bando que las violaba y las ennegrecía con el humo de los combates y de los incendios. Salía de días un hálito de pavor y de agonía. Ahora, la ciudad coahuilense sonreía, olvidada de las cuitas que Alfaro le conoció, curada de las heridas que sufrió, sostenida solamente por él vigor del organismo de esta tierra maravillosa que resiste todas las acometidas, todas las exacciones, todas las injusticias, como si hubiera nacido para sufrirlas y no sentirlas; para alegrar siempre la vista de sus hijos, con la ternura de las madres que sólo tienen sonrisas para los que salieron de su seno.

No había cambiado nada la ciudad provinciana. Al menos vista desde el tren, parecía la misma. ¿Cuántos años llevaban de estar en aquel sitio, sobre aquella loma, aquellas ruinas de adobe, que, según decían los nativos, sirvieron para dar posiciones a las fuerzas que pelearon contra los invasores en el 47, se prestaron para fortificar a los federales porfiristas y cambiaban de dueño a cada momento cuando guerreaban entre sí los revolucionarios de la última revolución?

Hastiado de las ciudades que cambian todos los días de panorama y huelen, desde lejos, al aceite de la pintura reciente, Luis Alfaro bendecía ahora estas ciudades inmóviles que saludan al viajero con un gesto de reconocimiento y le prometen su paz de siempre, el mejor remedio para los corazones doloridos de los hijos pródigos que vuelven maltrechos por las asperezas de la vida.

Los americanos, compañeros de viaje de Luis, no pensaban lo mismo, al parecer. Veían con gesto curioso, no exento de desdén; con interés de turista que visita civilizaciones pretéritas, ruinas históricas, lo que más se destacaba, esto es, el caserío ruinoso, los aledaños tristes que circundaban la ciudad, iguales a los de las urbes más ricas y populosas en México, el país de los contrastes que hace pasar sin transición al viajero, cruzando una calle, de la miseria más abyecta a la riqueza más ostentosa.

La anciana “lady” tomaba fotografías de los mendigos, de los aspectos menos presentables para llevar certificados de atraso de un país donde los pobres recurren a la caridad en vez de dedicarse a “gansgters” o de rumiar maldiciones comunistas en un antro sórdido como la gente del “underworld” de sus “cities” congestionadas.

En cambio, los repatriados disfrutaban con delicia de cuanto se les ofrecía a la vista. El paisaje melancólico de la alameda cuyos árboles resistían las acometidas del invierno, ostentaba todavía espesos follajes amarillentos. Entretejía la multitud abigarrada escenas pintorescas en las que había frescas muchachas que vinieron a ver el paso del tren, comerciantes que llevaban su capital en una batea de dulces o en una caja de quincalla, turistas ricos y viajantes pobres, gustando todos del aire sutil que encendía las mejillas, del sol de la mañana esplendorosa, del apresuramiento que se advertía en todos para gozar, en los breves minutos de la parada, de esta rara diversión de cruzar por una ciudad importante en el largo viaje por un desierto…

¡El desierto! Después de atravesarlo, desde Saltillo hasta San Luis Potosí, con la marcha vertiginosa de un tren que no dejaba tras de sí otras huellas de progreso que las paralelas de hierro de sus rieles, Alfaro, que venía vigilando a los turistas extranjeros, deseoso de descubrir la impresión de deslumbramiento que les produjeran las bellezas de su tierra, sentía un vago desconsuelo, un cansancio que marchitaba sus entusiasmos.

Medio país había recorrido ya y todavía se retardaba la vista del paisaje tropical, de la naturaleza lujuriosa hacia donde se habían enfocado siempre todos sus recuerdos dejando en la oscuridad estas planicies áridas, que no le decían nada. A través de una extensión tan grande como un país europeo, Francia o España, había recorrido todo un itinerario, fácil de leer en un momento en las guías de los ferrocarriles, pero que se desarrollaba lento y monótono, calcando de una en otra las estaciones. Eran estos polvosos apeaderos para ir a aldehuelas perdidas entre mezquitales. A rancherías y haciendas ligadas a la vía férrea por un camino blanco, en el que se denunciaba, con una columna de polvo, la marcha de los coches, de las carretas que venían a tomar contacto con este negro emisario de la ciudad, que sólo les dejaba un paquete, una carta, unos cuantos bultos, algunos periódicos por donde llegaba atenuado el estruendo del mundo.

Trataba de sobreponerse a este despego por aquella vida rural sobre la que pesaba una infinita dejadez, una pobre rutina que, mientras durara, no permitiría que se transformara nunca la vida de su país. Le desesperaba ese ritmo lento porque traía infiltrada en la sangre, sin darse cuenta, el ansia del dinero y el afán de trabajo que los fenicios rubios imponen, por arte demoníaco, a cuantos viven en su suelo; y como una peonza que para no detener sus giros, para no caer, necesitase del movimiento circular de la mano que la impulsa y la sostiene, así él, descentrado, sentía la extrañeza de la falta del movimiento que le había hecho girar en el torbellino de la vida americana.

¿Silencio, soledad en torno de la existencia, quietud, reposo, como había ambicionado a la vista de la ciudad que acababa de pasar? Sí, pero sin dejar de sentir por eso la inquietud creadora, sin dejar de ser, en ese plano de la vida, preferido por los que gustan de la soledad y del silencio, una rueda del maravilloso engrane en la máquina del progreso humano...

Experimentaba Alfaro el primer síntoma de un mal que había de darle muchas amarguras en su viaje: la fatal revisión que daña de igual modo a las patrias que dejan marchar a sus hijos, y a los hijos que vuelven, al cabo de una ausencia prolongada y de haber adquirido, sin darse cuenta, modosa de vida y de pensar extraños. El mal de la comparación, inevitable, que busca paralelos y pretende ajustar a los mismos cartabones vidas tan distintas como las de estos dos pueblos, México y Estados Unidos, en la formación de carácter entraron tan variados elementos, tantas configuraciones étnicas e históricas, que lucharon y luchan con distintas dificultades y nacieron en épocas distantes, el uno ya con el caudal de la civilización europea heredada y el otro con la tara de servidumbres de las que apenas ayer pudo desprenderse. La comparación que surge obstinada, terca, obsesionante, al querer medir los más nimios detalles de las dos vidas y no hallar en la propia lo que el corazón quisiera darle y no sabe por qué no lo tiene todavía, poseyendo, como posee, virtudes de raza, incomparables bellezas del suelo, inagotables reservas de energía y de riqueza que sólo esperan ser encauzadas y explotadas para equipararnos a los países de mayor fortuna y de progreso más ruidoso.

La impresión de la estepa desolada se imponía, por lo pronto. Era la manifestación material, orgánica, de la extrañeza del ánimo ante un ambiente nuevo, por mucho que se le haya conocido y por muy bien dispuestos que estén el cuerpo y el pensamiento para fundirse en él. La inevitable sensación de frío del que se sumerge en una piscina cuya temperatura es distinta del organismo.

La había advertido en unos repatriados humildes que se bajaron en una estacioncilla abandonada, en el norte de San Luis Potosí. Era un paradero, sin otro albergue que un viejo vagón de mercancías colocado a un lado de la vía, desprovisto de ruedas, encaramado sobre durmientes, habilitado de oficinas y de habitación del jefe de ella. Prestábanle hogareño calor unos tiestos que florecían mediante cuidados insólitos. Gente de aquellos lugares, de algún rancho cercano era, sin duda alguna, la que descendía allí, abrumada de maletas y bien distinta ya, por su indumentaria, de los cuatro o cinco peones camioneros que la veían con extrañeza considerándola próspera, en vista de sus chaquetones de casimir, de sus sombreros negros, de sus toscos zapatos amarillos.

Se leía en los semblantes de los recién llegados el desconcierto, la tristeza de abandonar el tren, de perder el contacto con el agitado inundo en que habían vivido. En la alegría de la vuelta a sus lugares hubo mucho, durante el viaje, del espejismo deslumbrador que iluminó con luces de ilusión la perspectiva amplísima de su país, tan ponderado en discursos y relatos, víctima de exageraciones patrioteras, pero que ahora se concretaba y se concretaría por mucho tiempo, a causa de la escasez de sus posibilidades, al viejo solar paterno, donde caerían como en un pozo.

Les quedaba, como resto del peculio de entusiasmos de que hicieron tan grande provisión al emprender el viaje de regreso, la emoción de sentirse de nuevo entre los suyos, las sorpresas de los encuentros, la infantil vanidad de los relatos asombrosos y la superioridad que le daría el conocimiento de otro país, y hasta sus relativas elegancias. Mas todo eso se iría gastando poco a poco y bien pronto volverían a ser lo que fueron siempre, a vestir como vistieron antes, pero ya con el gusanillo de la aventura en el corazón, despierta la nómada inquietud de su raza, que siempre juzgó mejor “el otro” lugar, donde hubiera vivido, donde pensara vivir, según lo expresaba a todas horas en leyendas y canciones…

Mientras tanto, al sentirse abandonados por el tren, al dejar la compañía de la banda de argonautas que fueran, como ellos, a la conquista del vellocino de oro; al abarcar, con una mirada, la desolación del punto que marcaba el término del viaje, tenían un momento de vacilación, que al fin se disolvía —estoicos como siempre— en aparatosas señales de despedida; en mudos y enigmáticos gestos de adiós para la negra masa del tren que se alejaba…

XIX

A picture containing text, book

Description automatically generated

Ilustración: Roberto Silva, La Prensa, Febrero 22 de 1942, página 29.

Como la segunda noche del viaje hallara a Luis Alfaro rendido del cuerpo y del espíritu; y como no quisiera el viajero abrir los ojos sino para ver los horizontes, los cuadros y escenas de su tierra tropical, nada supo del país que iba dulcificándose a medida que el tren avanzaba hacia el sur. Durmió con sueño profundo y sin más interrupción que la forzosa, al cambiar de vagón en Empalme González, la noche entera.

Y por fin, en la mañana brumosa y diáfana al mismo tiempo, el saludo alborozado a las tierras michoacanas, que se miraban, desde lo alto de las montañas, en el espejo de las lagunas; que cantaban su nomenclatura con las dulces voces del idioma tarasco, y marcaban, con el manchón oscuro de sus arboledas, de sus montes feraces, de sus bosques surcados de ríos, de sus pueblos y ranchos escondidos entre huertos que embalsamaban el aire, una zona de vegetación divina, el principio del trópico que se extendía luego hasta el confín meridional del país, hasta el mar.

Se renovó la ilusión del viajero a la vista de tan hermosa perspectiva. La exuberancia del suelo animaba con detalles reveladores de vida intensa esta porción del territorio mexicano tan desigual en todo. Lo mismo en lo social que en lo físico, en las posibilidades de la subsistencia que en las conformaciones de los caracteres de los individuos (derivadas, por cierto, de las mismas condiciones materiales) pues obliga a ser huraños y resecos a los hombres del desierto, arriscados y audaces a los de la montaña, indolentes y generosos a los costeños, y artistas a los que viven y se mueven en escenarios suntuosos. Tal era la suerte de estos purhépechas cuyo suelo les da maderas para sus trabajos de paciente y fina labor, color es de misteriosa procedencia, (sólo por ellas sabida y conservada con un cerrado secreto a través de muchas generaciones) para adornar las inimitables lacas, polícromas y taraceadas que han hecho famoso a Michoacán y les da también la visión artística con las flores raras da sus selvas, la variedad de los tornasolados pájaros de los bosques y con la magnífica y vasta configuración de la tierra. Tierra de poesía y de leyenda donde hay altas montañas, valles hondos, cataratas que bajan de un horrendo precipicio después de haber decorado con arabescos de plata un lejano escenario…

Mientras en la región que acababa de dejar Alfaro, en el norte del país, la lucha por el pan tenía la dureza de la maldición bíblica, pues los hombres se veían precisados a arrancarlo con fatigas a la tierra estéril, a la mina peligrosa y agotadora, al monte erizado de malezas, aquí el trabajo era una bendición.

Pasaba el tren, bordeándola durante largo tiempo, por la laguna de Cuitzeo, de aguas turbias, rizadas dulcemente por unos vientos que jugaban con ella de montaña a montaña. En sus orillas, cubiertas de juncos y de lozanas yerbas, medraban extensas vacadas. Mujeres y niños, en pequeñas barquillas, se dedicaban a una pesca minúscula, con redes sutiles. El cultivo de la tierra se extendía hasta los cerros, donde el arado había borrado las huellas de la vegetación silvestre para sustituirla con un intenso cultivo. Los trigales, que no necesitaban esperar, como en Bellavista, a que la nieve dejara libres los campos, estaban próximos a rendir la cosecha. Los ríos movían molinos de harina, máquinas de aserraderos cuyas emanaciones resinosas vitalizaban el aire. Pasaban por los caminos los trabajadores con la hoz al hombro o conduciendo recuas cargadas con los productos de los montes y de las sementeras, legumbres, semillas, maderas.

Así como durante la caminata por las estepas de Coahuila y de San Luis Potosí había deseado Alfaro que el tren redoblara su marcha para salir pronto de ellas, deseaba ahora que se demorara en las estaciones rodeadas de jardines, a la orilla de los pueblecitos rientes, en toda la ruta donde volaban, como palomas azoradas, al paso del viajero, los recuerdos.

Antes del mediodía arribó el convoy a Morelia, la ciudad clara y blanca cuya catedral suntuosa alegra la vista a la distancia, con la majestad de sus cúpulas y de sus torres airosas. Hasta la estación bajaba una calle principal que dejaba ver las casas próceres, de portones monumentales, y sobre cuyos techos se alzaban los árboles de los jardines rumorosos.

Sintió Alfaro deseos de bajar allí, pero le retuvo la prisa de llegar cuanto antes al lugar a donde se dirigía, a Pátzcuaro, jurisdicción romántica de sus recuerdos, sitio estratégico desde donde se asomaría a su cuna. Quería ver si era posible llegar hasta ella, mirándola de lejos, rondando en torno suyo, con el pudoroso sentimiento de quien no sabe si valdrá más no contemplar ya nunca la casa abandonada, para no sufrir la desazón que dan las ruinas con el mudo reproche de su mismo abandono, o acercarse valientemente, como quien va a una tumba que despedaza y exalta a un tiempo mismo el corazón.

Las dos horas que emplea el tren en ir de Morelia a Pátzcuaro le parecieron a Alfaro las más largas y las más cortas del viaje. Tenía la inquietud del caminante que está al fin de la jornada, a la vista del puerto y no sabe qué le espera allí. ¡Y el camino tenía tal seducción! Invitaba a quedarse en él, en cualquier parte, en alguno de aquellos caseríos, de rojos aleros de teja, que aparecían de pronto tendidos en una loma, en un recodo de la vía, ofreciendo la sorpresa de su nombre sonoro y cadencioso como un trino.

La región parecía más animada, a no dudarlo. Se había convertido en centro turístico. Recordaba Alfaro sus viajes de antaño, en vagones solitarios. Ahora venía lleno el suyo de excursionistas que se dirigían a Pátzcuaro a Uruapan, principalmente a este último punto. El mes de diciembre, que es un fin de fiesta en un país que hace fiesta de todo el año, pues al calendario cristiano ha agregado las más variadas celebraciones cívicas y revolucionarias, los días de esto y los días de aquello, removía ya en un anticipo de las vacaciones de Año Nuevo y de Navidad a la vasta población burocrática, que se cansa de no trabajar y ya a buscar el descanso de su cansancio ocioso en los variados lugares del México pintoresco y tropical.

Michoacán se llevaba la palma desde hacía mucho tiempo y por eso, los pueblos silenciosos de la provincia que vivió olvidada durante siglos, sufrían la invasión de una multitud alegre y jacarandosa. Pasaba esta por ellos sin saborear sus bellezas, sin penetrar en el misterio de sus leyendas, sin entender siquiera la dulzura de la vida recoleta que se esconde todavía en los hogares de tipo colonial (únicos supervivientes del desastre progresista, en estos pueblos rehacios al estruendo) y que era una reliquia sorprender o adivinar a través de sus rejas y de sus ventanas, por las que se antojaba pasar de puntillas y con un dedo sobre los labios...

Al darse cuenta el viajero de la numerosa compañía con que llegaba a su destino, experimentó la molestia que le daban siempre las compañías ruidosas, agravada ahora por su estado de ánimo, convertida en una neurosis que subrayaba su vieja timidez de insociable y huraño; pero, pensándolo mejor, advirtió que era preferible arribar así, confundido con una muchedumbre que le quitara notoriedad a su presencia.

Si, como temía, iba a pasar inadvertido, sería mejor que nadie tratara de saber quién era, al verlo sólo, vagando por las calles del pueblo, buscando un reconocimiento que posiblemente no hallaría. Sería ya difícil identificar, (aun para dos que le conocieron) al mozuelo atolondrado, al señorito rico, al militar apuesto que pasara fugazmente, encogido dentro de sus reservas ariscas, mitad petulancia y mitad timidez, camino de su hacienda y muy de tarde en tarde, en aquel señor melancólico, un tanto envejecido, que tenía el aspecto insignificante de cualquier turista.

Desde una colina, a la que el tren subió trabajosamente, se vio de pronto el lago terso, quieto, luciente como un espejo, al pie de la vieja ciudad adormecida en su sueño de siglos. La contempló el viajero con igual extrañeza y con la misma enternecida simpatía de todos sus regresos. Pero nunca como ahora le parecieron más anacrónicos el tren que lo conducía y los automóviles que le habían venido disputando a aquél la ventaja, a lo largo de la carretera que se cruzaba y volvía a cruzarse con la vía férrea.

Ambicionábase llegar en diligencia, desempedrando las calles con la carrera de las mulas del pesado coche sobre el erizado pavimento. Hallar todavía, en las casonas de gruesos ventanales, en los conventos, en los mesones, bajo los arcos de los portales que rodean la plaza de armas, en los colegios ilustres que son ahora montones de ruinas, a la población antigua, la de la época, de la colonia: hidalgüelos, maestros, frailes, justicias, encomenderos, indios, “gente del pueblo”, como rezaban los repartos de comedias de la época.

O si muy patriota se ponía el observador y renegaba de esos personajes que recuerdan una dependencia política, en vez de la población virreinal, siquiera la buena gente de los tiempos posteriores a la guerra con España, más decorativa que la actual, más en consonancia con el escenario, que reclama al insurgente de pantalonera de cuero, sombreros de alas anchurosas y copa como solideo; al charro, al chinaco, a las currutacas de peinados monumentales, crinolinas y negros mantos...

La entrada a la ciudad tenía, por cierto, cosas de aquellos buenos tiempos y cosas nuevas. Rehecho de la emoción de sentirse caminando, en firme, sobre el suelo paterno, Alfaro observaba que ya estaba allí la invasión del cemento y de la cursilería progresista; lamía tímida, pero mañosamente, las orillas del pueblo; se acercaba temerosa, pero segura de que habría de tragárselo, experimentada como era en esas conquistas: corrosiva como un ácido y terca como un orín, en su lucha despiadada contra todo lo antiguo.

Para comodidad de excursionistas refinados que lamentaban, como Gedeón, que las ciudades no estuvieran hechas en el campo, habían construido un hotel de corte yanqui junto a la estación, frente al lago; y a los lados de la vía del trenecito de mulas que llevaba a la ciudad, mirábanse unos “bungalows” como gallineros, chatos, chaparros, contraproposición exacta de las casas solariegas del pueblo, hechas para el amplio disfrute de la vida y para el comercio generoso con el aire y con la luz.

La ciudad antigua se defendía. Invitaba al viajero a llegar hasta ella en unos tranvías de tracción animal que ascendían con infinitas fatigas una cuesta pronunciada, gimiendo bajo el peso de sus años, arrastrados por un par de mulillas afanosas. Pasábase lentamente, con paso de viajero que visita un museo, frente a las casas que lucían bruñidos y rojos ladrillos a la entrada, y tras de cuyos enrejados se inundaban de flores y de cantos de pájaros los patios sumidos en una inmensa paz.

En la cumbre de la eminencia, frente a una plazoleta, estaba el principal hotel de la ciudad, donde hizo parada el tranvía para dejar su alegre carga de excursionistas.

Bajaron éstos en bandada bulliciosa. El hotel era una amplia casona, también llena de flores y de trinos, acondicionada de cualquier modo para alojar gente, pero de suyo acogedora y grata. Las amplias salas que en otro tiempo quizá sirvieron para el solaz de una familia prócer y numerosa, se habían subdividido en cuartos cuyo sencillo mobiliario le estaba diciendo al viajero que entraba a la vida pueblerina con todas sus incomodidades.

A Luis Alfaro, que sentía el embotamiento de quien ha recorrido millares de kilómetros y esa vaguedad del que, por querer verlo todo en un momento, no repara en nada, lo único que le importaba era que le dieran un cuarto con balcón a la calle, según dijérale a la gruesa señora, vestida de negro, que administraba el establecimiento y que subió al mismo tiempo que sus huéspedes, por una ancha escalera de gastada piedra, para acomodarlos. Era en el piso alto, donde los cuartos como celdas, rodeaban el jardín rumoroso y lleno de verdores.

—¿Le parece a usted bien éste? —dijo a Luis, que había esperado pacientemente su turno, mientras la señora discutía precios y comodidades con su clientela. Y le mostraba una habitación alfombrada con un tapete de ixtle, sin más muebles que una cama de hierro en un rincón, una mesa y una silla, una palangana con su jarra de agua sobre un tripié, junto a la cama; un armario cuya puerta no cerraba, en una esquina, y cuadros con litografías borrosas que representaban escenas bíblicas, colgados de las paredes.

Luis asintió. Dejó su equipaje de mano en cualquier parte y pidió que le trajeran sus maletas y baúles que deberían estar en la estación.

Preguntó luego la señora, con el interés cariñoso de la gente de provincia, que no ve en el viajero un extraño, sino a un huésped que reclama atenciones familiares:

—¿La primera vez qué usted viene a Pátzcuaro, no es así?

Se resistía Alfaro a responder con una mentira tan inútil, pero rehusóse a dar pormenores que le obligarían a descubrir intimidades en aquellos momentos en que sentía que poco a poco se sublevaba su pena al mirarse solo en un lugar a dónde hubiera llegado con el alma rebosante de alegría si le acompañara la mujer de su vida, ahora tan imposible, tan remota...

—Sí, es la primera vez.

Respondió con voz apagada:

—Y qué, ¿le ha gustado?

—Apenas la he visto, pero ya me he dado cuenta de que es un hermoso lugar…

—Ya la verá usted…

Se deshizo luego en el elogio interesado que convenía a una dueña de hotel deseosa de atraer clientela, y le soltó, de escopetazo, el catálogo de las bellezas de la ciudad y sus alrededores con ese apresuramiento del que quiere deslumbrar a su oyente. Le habló del lago poblado de islas, de la travesía a Tzintzuntzan, el pueblecillo de indios industriosos, a donde se llega por agua y en cuya iglesia conservan un cuadro del Tiziano; del soberbio panorama que se ve desde “Los Balcones, “ de las iglesias, de la fuente donde hizo brotar el agua el obispo santo, don Vasco de Quiroga…

Ayudando a su madre, atendían, mientras tanto, a los excursionistas, que llenaban de gritos y risas los corredores, dos guapas muchachas, alegres como sus huéspedes, contentas, al parecer, de aquel divertido trabajo de alojar personas que venían siempre de fiesta, satisfechas del cuadro de gracia y lozanía que formaban aquellos turistas de la ciudad, dicharacheros y oportunos, en su jardín lleno de perfumes y que florecía en diciembre; contentas, también, de la vida…

Con la atracción eterna de los sexos se reunían en parejas muchachas y muchachos, acodándose en el barandal de hierro de los corredores, en los huecos que dejaban los florecidos macetones y las enredaderas que venían desde el piso bajo y subían hasta el techo, mientras les arreglaban los cuartos correspondientes.

Había en el aire el contentamiento del vivir descuidado de quienes olvidan durante los días de asueto las preocupaciones ordinarias y se dedican a disfrutar intensamente esos minutos luminosos, libres de la más ligera sombra. Abajo, en el jardín, tocaba la orquesta una música bullanguera, al compás de la cual se balanceaban las muchachas, como si las obligara al baile el acompasado ritmo, y las ondulaciones del aire las movieran, tal como el viento que pasa por un prado mueve las flores. Cuando callaba la música, un aparato de radio traía ecos lejanos del mismo ruido armonioso, difundido por todo el país, por el mundo entero y que en aquel preciso instante estaría zarandeando, al igual que a estas de allá arriba, a todas las muchachas de todas las ciudades, de todos los pueblos, como si el viejo Eolo se hubiera metido a titiritero y desde sus cavernas sacudiera con invisibles hilos a la humanidad entera, presa de la epilepsia de la danza.

Coincidía con la llegada de la gente que viniera en el tren, la de los paseantes acomodados de antemano en el hotel, que regresaban de excursionar por las cercanías de la ciudad y subían a sus cuartos para asearse antes de comer.

Entonces vio Alfaro cómo su México sencillo de los principios del siglo, que no sabía de excursiones ni de turismos, y era metidito en su casa e iba uniformado con el traje burgués de la ciudad, se había universalizado y llevaba ahora encima la indumentaria de Tartarín…

El turismo había impuesto ya su abigarrada traza. Veíase bullir abajo o subir por las escaleras, los cascos de corcho, las chaquetas de cuero, el traje de cazador. Iban vestidas masculinamente las mujeres, que no se distinguían de los hombres, viéndolas desde el segundo piso, sino por la exuberancia de las formas, que también a algunas les faltaban, ocasionando entonces la confusión más completa.

Bufaban afuera los automóviles, reintegrados a su “sitio”, en el frente del hotel, durante el tiempo que la clientela comía o descansaba. Una nube de golfillos, rurales cicerones, descalzos y mal vestidos, entraban y salían vigilando a los probables clientes, esperando el momento de ofrecer sus servicios, cuando fuera hora de reanudar el paseo por los lugares pintorescos de Pátzcuaro.

El hotel rebosaba de gente. Del comedor, que estaba a la entrada y era insuficiente en los días de extraordinario movimiento para contener a la parroquia, subía el entrechocar chillón de la vajilla, así como un olor delicioso de guisos del país. Se arremolinaban afuera o se sentaban en las banquetas de madera, adosadas a los lados del zaguán, los que llegaron tarde y esperaban su turno. Bajaban presurosos los que se habían demorado en sus cuartos. Los corredores festonados de verdura se iban quedando solos, con un silencio grato, acompañado solamente de un suave piar de pájaros agobiados por el sol del mediodía.

Alfaro, que había estado presenciando el alegre movimiento, sin descubrir una cara conocida, decidió no bajar. Tenía un miedo ridículo de confundirse con aquella multitud divertida y de verse precisado a comer solo, en un rincón, haciendo más pesada su melancolía. Lo tenía igualmente de un encuentro casual con alguien que lo mirara con risueña curiosidad, se alegrara fingidamente de verlo, le largara un banal ¡qué milagro! y lo dejara pasar como si ya hubiera cumplido plenamente con el deber de saludar a un ausente tanto tiempo inadvertido.

¡Y a él le venía estallando el sentimiento, le oprimía la garganta, reclamando unos brazos que le estrujaran y un corazón que lo consolara…!

Echó la vista en rededor suyo y advirtió que no estaba solo, como pensaba. En el lado opuesto del corredor, una joven pareja, que creía también disfrutar de la soledad amiga y de la complicidad de la tupida trepadora que la ocultaba de la gente que bullía abajo, hablaba embelesada, estrechándose las manos con pasión, abstraída, lejos del mundo y de las prosaicas necesidades de aquellas gentes que se amontonaban en las puertas del comedor.

Encerróse en su cuarto Alfaro y por la primera vez, desde que Ana María muriera, ¡lloró desoladamente, sintiendo más que nunca el peso de su infinita soledad…!

XX

Ilustración: Roberto Silva, La Prensa, Febrero 22 de 1942, página 29.

Al pasar frente al cuarto de Alfaro, quedóse sorprendida la dueña del hotel viéndole sentado junto al balcón, en actitud contemplativa y triste, a la hora en que todo el mundo se desperdigaba por el pueblo y sus pintorescos alrededores. Esa circunstancia y la de que no había visto al melancólico pasajero en el comedor, despertaron su curiosidad y su solicitud.

—¿Está usted enfermo? —le preguntó desde la puerta. —No le ví a la hora de comer…

—No, señora. No estoy enfermo. Muchas gracias. Almorcé muy tarde en el tren y no tenía

hambre, repuso Luis.

—Pues yo me dije, el señor no bajó a comer, el señor no ha salido, probablemente al señor le

pasa algo…

La buena hostelera, que sólo en determinadas épocas del año veía lleno su hotel y de ordinario alojaba a unos cuantos viajeros y a los pensionistas habituales —dependientes de comercio, empleados del gobierno federal que van a los pueblos sin sus familias— tenía el vicio provinciano de indagar, de hacer una rápida intimidad con sus huéspedes, que también, casi siempre, la encontraban simpática y no la rehusaban la cordial correspondencia.

Alfaro recibió con agrado la visita y alabó la curiosidad que le deparaba compañía en aquellos momentos. Contra su habitual reserva, paróse de su asiento y vino a la puerta a responder a su patrona. Antes de que pudiera decir nada ya tenía encima nuevas preguntas, que le abrieron el camino para hacer él otras muchas.

—Nosotras queremos que nuestros huéspedes estén siempre contentos, porque, después de todo, cuantos llegan vienen a divertirse, ¿sabe?, y si nuestra solicitud puede servirle de algo a quien viene solo como usted... Cosa rara por cierto... Porque usted vino solo, ¿no es así? A algún negocio, seguramente.

—No… o mejor dicho, sí, respondió Luis aturrullado y cogiendo al vuelo la ocasión que se le ofrecía para indagar. Vengo a ver a una finca que me ofrecen en venta. Usted debe conocerla. Parece que no está lejos de Pátzcuaro.

Quedósele mirando la dueña del hotel como si no hubiera comprendido bien:

—¿A comprar una finca? ¿Una hacienda? ¿Un rancho?

—Sí, señora. ¿Qué tiene de extraño?

—Pues nada. Es como si dijera que venía a comprar el camino real, que es de todos...

—Entonces... ¿las haciendas?

—Le voy a decir... Nosotros tuvimos una... pero ¿es usted extranjero para que ignore estas cosas? —exclamó interrumpiéndose; y como Luis callara, asintiendo tácitamente a la pregunta, la señora siguió con su relato—. Nosotros tuvimos una. La heredó mi marido. Bien lejos de aquí, por cierto, en los días en que comenzaba la revolución. ¡Y como si hubiera heredado un avispero! Llegaban los federales y arreaban con los caballos. Venían los rebeldes y se llevaban el maíz y las cabras. Y nosotros, que estábamos recién casados, no teníamos para viajes ni para sustos. Una noche corríamos al monte, otra, salíamos a escape de la ciudad y volvíamos a la finca cuando pensábamos que no había riesgo o que éste andaba lejano. Hasta que agotados los animales y las semillas, un día, un jefe revolucionario le prendió fuego a las casas en vista de que allí no había nada.

—Pero ahora ya no hay revolución…

—Déjeme acabar de contarle. Cuando el país se puso en paz y empezamos a resucitar aquel cadáver de hacienda, vino el agrarismo, el reparto de tierras. Entonces realizamos en grande. Nuestros peones escogieron lo que les pareció mejor, nos dejaron con el casco de la finca, y allí está por si usted quiere comprarlo...

—¿Y desde entonces se dedicó al negocio del hotel? —preguntó Alfaro tratando de desviar el curso de la conversación—.

—Un poco después —aclaró la hostelera—. Mi esposo murió en plena madurez, dejándome a esas dos niñas que usted habrá visto por allí; y con lo que nos quedó de la ruina nos establecimos en Pátzcuaro, alquilamos esta casa, la amueblamos, y parece que no anduvimos muy desencaminadas, porque sin ser esto un negocio de primera, da para vivir y promete mucho, pues cada vez viene más gente por estos rumbos.

Después de un momento de silencio, preguntó Luis:

—¿Lleva usted muchos años en Pátzcuaro, señora?

—Alrededor de diez.

—Así es que conoce usted bien a toda la gente de estos contornos...

—Pues, figúrese usted. . . Cuando menos, a la gente de estos últimos tiempos, porque dicen que todo ha cambiado.

Como quien toma una resolución heroica o se sincera de una falta, dijo Alfaro, sonrojándose ligeramente, porque seguía diciendo mentiras para sacar verdades.

—Hace poco le aseguré que era la primera vez que venía a esta ciudad, pero lo cierto es que estuve aquí antes. No recuerdo cuánto tiempo hace. ¿Diez años? ¿Doce? ¿Quince? No se lo sabría decir con exactitud...

Luego, cogiéndose la barbilla y errando con la mirada por el jardín:

—Recuerdo que en aquella época, en una casa que está en el Portal Matamoros, vivía un señor don Juan Segovia, uno de los ricos de la comarca… ¿Le conoció usted...?

—¿A don Juan Segovia? No le conocí. He oído hablar mucho de él, claro, cómo uno de los vecinos más distinguidos, pero parece que murió hace mucho y que no queda nadie de su familia. Habita ahora la casa un general. Está medio convertida en cuartel...

—Conocí también a unos muchachos—muchachos, digo yo, de mis tiempos— apellidados Hernández de Alba. Con alguno de ellos estuve en el colegio, en México. Este siguió la carrera de abogado.

—¿Gaspar Hernández de Alba? cómo no... Viene muy frecuentemente por aquí, porque ahora vive en la capital, con toda su familia. Por cierto que Fernando, el mayor de la familia, murió hace poco...

—Déjeme recordar ... —siguió diciendo Luis, después de una penosa pausa, en que trató de dominar la amargura que le oprimía el pecho por aquél discurrir entre tumbas y entre ausentes… —Hay otras personas por quienes quisiera preguntarle: ¿A la familia Acevedo, la conoce?

—Acevedo, Acevedo…

—¡No la conoce!, prorrumpió desconsolado el viajero, desconfiando de que su informante estuviera al tanto de la historia del pueblo, y de sus relaciones con la gente de mayor arraigo—. La familia Acevedo era, cuando yo estuve aquí, más patzcuarense que el lago, la más conocida, en aquellos tiempos. Don Mariano Acevedo, presidente municipal durante muchos años; don Juan, comerciante de mucho crédito y caudal, dueño del establecimiento de mayor importancia; el Canónigo Acevedo, doctor en teología, borlado en Roma, de mucha fama como orador aquí y en muchas leguas a la redonda. Pronunciar entonces el nombre Acevedo era referirse a lo más castizo y linajudo de Pátzcuaro.

La hostelera empezaba a mirar con extrañeza a aquel señor que sabía más que ella de las cosas y de la gente del lugar. Sus conocimientos, en realidad, eran incompletos. Databan de una época en que, pasado el último movimiento revolucionario, todo el mundo buscaba tranquilidad y seguridad en un lugar remoto. Las pequeñas ciudades se vaciaban en las capitales de Estado o en la capital de la república, a donde todo el que podía iba a hundirse, a perderse, huyendo de las persecuciones, de las politiquerías de campanario, de las exaltaciones que permanecían despiertas por mucho tiempo, aun después de haberse estancado los limos e impurezas de los odios que salían a flote, en aquel tormentoso mar de la revuelta, cada vez que alguien lo agitaba. La mitad de la gente de cada lugar era “nueva”. Y mientras más firme, más arraigada era la vida de los habitantes de un punto, como Pátzcuaro, de tradición colonial, mayor era la conmoción. Sus raíces de siglos, al arrancarse por obra del cataclismo, levantaban medio pueblo, dejando huecos ruinosos, que llenaban los que venían de fuera buscando refugio, de otros lugares igualmente conmovidos. Se establecían en ellos los revolucionarios victoriosos, que recibían prebendas y gajes políticos donde mejor les acomodaba, con el mismo desorden de un reparto en que los hombres eran como semillas arrojadas al viento y caían y fructificaban en el sitio a donde les había llevado la mano del destino.

Alfaro, sin darse cuenta exacta de ese fenómeno, hablaba de la familia Acevedo como de algo tan visible e importante que no podía pasar inadvertido para quien viviera en Pátzcuaro, aunque su vecindad fuera reciente. No sabía que todo había cambiado en forma tal, que aun las tradiciones y las leyendas se olvidaban y que lo que importaba a todo el mundo era el momento actual, la marcha hacia adelante, el goce o el simple cuidado de la vida. La dueña del hotel vivía atenta a su negocio, comerciaba con una clientela que le traía todos los días impresiones nuevas y que semeja ser una corriente que pasara cantando una alegre canción de olvido e indiferencia. El viajero de hoy borraba las impresiones del de ayer como una esponja pasada sobre la memoria. Su casa era la menos a propósito para conservar recuerdos e historias.

Con todo, las explicaciones que le diera Alfaro sirvieron para orientarla acerca de la familia Acevedo. Ahora recordaba: del canónigo Acevedo quedaban dos hermanas: Jesusita y Lola, que vivían en la calle de la Cruz, cerca de la plaza. Del resto de la parentela no sabía nada. A las viejecitas sí las conocía.

Todo un mundo de recuerdos, vagos y desteñidos, se desveló en la memoria de Alfaro al oír los nombres de las hermanas del canónigo. Eran recuerdos de su infancia, de un olor de rosas marchitas, de las que encontramos alguna vez en las páginas de un libro viejo.

Veía a las dos bondadosas mujeres, vestidas siempre de negro, a la usanza de la época, con enaguas hasta el suelo, blusas cerradas en el cuello, mangas largas, oscuros mantos que las envolvían de pies a cabeza, cubierto de medallas el pecho y despidiendo todas ellas, de sus personas, un ligero olor a incienso.

Iban a visitar a su madre a la hacienda y pasaban largas temporadas haciéndola compañía. Él era un rapaz de seis u ocho años y las Acevedo tenían ya el aire resignado y devoto de las solteronas que no han de casarse nunca. Traían siempre la crónica del pueblo y sabían muchas historias y cuentos que a Luis le encantaba oír.

De sus labios aprendió casi todas las leyendas de la ciudad purépecha. La de la Pila del Toro era la que más le gustaba. De esa fuente contaban las viejecitas que, hallándose, hace siglos, en medio de la calle de Iturbe, sobre ella encontró la muerte un soldado a quien se le desbocó el caballo que montaba, yendo a estrellarse contra el abrevadero. Las autoridades de aquellos tiempos, formulistas como ellas solas, condenaron a la fuente a cambiar de sitio para que “en lo sucesivo no osara hacer daño, siendo que su oficio es dar la vida con el líquido que de ella mana”; y antes de que nadie se dispusiera a cumplir la sentencia, la fuente, sumisa, se retiró del arroyo y se fué a un rincón, adonde no estorbaba ni era un peligro.

¡Las noches de terror que pasó Alfaro después de saber de las bocas de las benditas Acevedo —Jesusita era la que llevaba la palabra, mientras la otra asentía a todo con pueriles aspavientos, grandes cabezadas afirmativas y medrosos suspiros— la historia de aquella bruja del Puente de Salamanca, que vivía más allá del Humilladero, a donde iban en busca de remedios y sortilegios los enfermos incurables, los maridos burlados, los novios a quienes urgía inflamar en un rápido amor el corazón de sus amantes, cuantos recurrían a las diabólicas artes de la hechicería para lograr lo imposible! Las cosas que relataban las rezanderas señoras habían ocurrido hacía muchos años, pero todavía, al pasar por el lugar maldito, la gente se signaba con terror, pretendiendo ver, en las noches, la misma decoración que hacía espantosa la casa de la bruja: esqueletos colgados de las paredes y tecolotes vivos o disecados; colas de lagartija, hierbas secas en hacesillos, colocados en polvosas alacenas o en los nudos de mugrientos pañuelos; braseros donde se quemaban esas hierbas y que, al conjuro de palabras abracadabrantes hacían venir los espíritus u ocasionaban en el mismo momento una muerte lejana o dejaban lisiado para siempre a un desdeñoso y burlador amante.

Cuando el Padre Acevedo, que iba a decir la misa a la capilla de la Hacienda en las grandes solemnidades, oía contar a sus hermanas las terroríficas historias, reprendíalas con benevolencia, un poco avergonzado de que ellas pusieran a circular, después de tanto tiempo, consejas inadmisibles para un espíritu cristiano, pero que (el mismo canónigo lo admitía) tenían tan firme arraigo en la imaginación popular, impregnaban de tal manera el aire de aquella ciudad virreinal tan llena de encantadoras reminiscencias y en donde antaño floreciera el milagro, que ya no era posible separar lo maravilloso de lo real sin el riesgo de desgarrar el misterioso velo que envolvía la secular y perfumada historia de la ciudad romántica.

Pero ni los regaños del eclesiástico, que pretendían restarle importancia a las historias, ni la seguridad que le daban las viejecitas, de que la bruja había desaparecido, quitábanle a Luis el terror que sentía al atravesar por los largos y oscuros pasillos de la casa de la hacienda, especialmente por aquel que iba a dar al “cuarto del balcón”, un “alto” lleno de trebejos, de colecciones de periódicos satíricos de la época del Imperio y de la guerra de Reforma, cuyas caricaturas hojeaba una vez y otra vez el mozuelo, porque le divertían y por disfrutar de la soledad misteriosa de aquel bodegón, a donde entraba silbando el aire y al que no hubiera ido de noche, así le ofrecieran millones.

Mientras pensaba en todo esto, bajo la vigilante mirada de la hostelera, que seguía intrigada con la actitud de su huésped y se había quedado silenciosa respetando su honda preocupación, Luis Alfaro, con el rostro iluminado por el agradable, soñar y por el hallazgo que acaba de tener con la dirección de sus amigas, cambió de pronto el tono de la conversación:

—No sabe cuánto le agradezco... comenzaba a decir, pero le interrumpió una de las muchachas que llamaba desde abajo:

—Mamá... el panadero... que cuánto quieres de pan...

—Voy…

Y se bajó, muy oronda y muy ufana, llenando la espaciosa escalera, contenta de haber divertido un momento al pasajero triste y con el aire de importancia del que va a resolver uno de los problemas más serios de su negocio...

XXI

Cuando Luis salió a la calle, con la incertidumbre de un convaleciente que se decide a afrontar por primera vez los peligros de una escapada, el sol —un amarillento sol de invierno— hacía la última etapa de su viaje. La ciudad estaba desierta y sólo un chofer dormitaba en su coche, frente a la portalada del hotel.

Lo ofreció con insistencia al rezagado pasajero. A aquella hora toda la población flotante vagaba por las iglesias, por las ruinas históricas, por el lago, por “Los Balcones”, la estribación de una montaña altísima, desde donde se dominaba el panorama espléndido.

Rápidamente cambió el plan con que bajara de su cuarto. No recorrería la ciudad ni iría, a aquella hora, a visitar a sus amigas. Le sedujo la proposición del chofer: remontarse, subir a “Los Balcones” para presenciar el espectáculo único de la puesta del sol sobre el lago.

Con una hojeada rápida, al recorrer las tres o cuatro calles del centro de la ciudad, advirtió, como se advierten las mudanzas en una fisonomía, los cambios que indicaban muertes, ausencias, renovaciones. Sobre los grandes rótulos de las viejas casas comerciales desvaídos, tan desteñidos que no precisaba borrarlos para escribir otros encima de ellos, había letreros nuevos. En las tiendas, más conocidas antaño por el nombre de sus dueños que por sus pintorescas denominaciones y en las que, al pasar, se veía siempre un rostro familiar, había una alarmante invasión de bigotudos árabes, de rubios polacos. En la esquina donde estuvo mucho tiempo una cerería se hallaba ahora una farmacia. Y escondida en los portales de la plaza, la casa de Ana María, con su zaguán oscuro, inexpresivo, y a un lado, las dos ventanas de la sala, cerradas como los ojos de un muerto…

Para subir a “Los Balcones” había un camino amplio, obra reciente de las autoridades municipales que no perdían de vista el interés que despertaba la ciudad en todas partes y atraía viajeros, cada vez en mayor número.

Era una ascensión, penosa, en plena montaña, que se hacía interminable a causa de las vueltas que daba el camino, rodeando con una espiral el cerro. Subía el cochecillo con un jadear angustioso de organismo que sufre y se esfuerza más allá de sus posibilidades. Bajaban por el monte los pastores con sus rebaños, y los vaqueros con su tardo ganado, que a veces se metía por el camino para hacer más peligrosa aún la subida del vehículo, estorbando su marcha cuando llevaba puesta en ella toda la fuerza de sus caballos y la atención de su conductor. A un lado quedaba la capilla de “El Calvario”, levantada sobre el sepulcro de un emperador purhépecha. Y allá arriba, en lo alto, más arriba de la planicie a donde podía llegar el automóvil, como mirador y atalaya formidable, la cresta de la montaña, a la que se subía por una larguísima y peligrosa escalinata.

En la planicie a donde llegaban los coches hallaba el viajero un kiosco para descanso de visitantes contemplativos y para estación de los que quisieran emprender da última ascensión, la mareante subida a la atalaya. Veíase la constante guardia de paseantes que iban, todas las tardes, a maravillarse con la imponente exhibición de una naturaleza donde el Artífice Supremo se había recreado decorando con todas las galas de los paisajes más bellos del mundo este lugar privilegiado.

Era un deslumbramiento...

Un viajero extraordinario, el Barón de Humboldt, trashumante maravilloso que tuvo la curiosidad de ver este pequeño planeta antes de abandonarlo, así como la atingencia de las nomenclaturas exactas, fué quien bautizó con el nombre de “Los Balcones” el mirador a donde llegaba Luis Alfaro para abarcar el horizonte de la tierra michoacana, que se ofrecía allí abajo, abriendo sus brazos amorosos en una caricia de bienvenida.

Era un deslumbramiento. El rojo disco del sol, envuelto en brumas, mandaba a la tierra una luz suave y difusa, velándose discretamente como si se prestará a ser en aquellos momentos, un elemento decorativo, un motivo más de color en el cuadro que mostraba la tarde, cayendo dulcemente, con infinita melancolía, sobre el valle silencioso; sobre el lago de color de estaño, privado ya de los reflejos de luz solar.

La planicie de “Los Balcones” limitada y estrecha como la localidad de un teatro suntuoso y caro, estaba cortada a pique por una barranca honda, en cuyo fondo veíanse tierras de cultivo que ostentaban todos los matices de un suelo multicolor: sepia, gris, negro, dividido en cuadros perfectos, algunos de los cuales ostentaban verdores increíbles en este mes de diciembre que no sabía nada del invierno, escondido en aquellos rincones del trópico.

A corta distancia comenzaba el lago, grande como un pequeño mar, moteado de islas en las que blanqueaban las casas de los indios pescadores y algunas pretensiosas fincas de recreo. Fingían una inmovilidad absoluta las aguas, pero el cabeceo pronunciado de las barquillas de los pescadores y de los lanchones de alquiler que llevaban y traían a los turistas, de la playa a las islas y de las islas a la playa (profanando con su ruido el silencio divino de la tarde) decían que los vientos jugaban impetuosamente con las olas. Llegaban los pescadores a los pequeños islotes, como obreros que vuelven del trabajo, cargados del pescado blanco, del charal tierno y suave, que al día siguiente realizarán en el mercado de Pátzcuaro. A la distancia, las barcas de los indígenas fingían ser un enjambre de mosquitos negros, revoloteando en torno de un cuerpo. En algunas, tan pequeñas como una bandeja, sobresalía el puntito oscuro de una cabeza. Eran éstas los medios de transporte de una población lacustre que las utilizaba para ir a la ciudad, y en las que navegaban, a veces, manejándolas con habilidad y desenvoltura, niños de corta edad para quienes las aguas de lago eran seguras como un camino firme.

Frente por frente del mirador se veía Janitzio, la más grande de las islas, seco peñón que semeja salir del lago solamente para dar abrigo a los pescadores, para ser el último reducto de las razas aborígenes puras que hablan tarasco y se esconden allí con sus tradiciones intocadas; viviendo como han vivido desde hace siglos, de fabricar esas redes que, tendidas sobre las rocas de la orilla, sobre los cantiles que lamen las olas mansamente, envuelven con un velo amarillento y misterioso la isla triste, perdida entre los vapores del lago.

Alfaro había estado alguna vez en ella y tenía el resplandeciente recuerdo de su visita en compañía de su novia de entonces. La recorrieron en un momento, seguidos de una turba de chiquillos que no sabían del español sino lo necesario para pedir una moneda a los paseantes, y de las miradas maliciosas de los indios María, y Dios sabe cuántas cosas más, en su lengua oscura, subrayando sus dichos con estruendosas risotadas. Fué en Semana Santa, y no olvidaba todavía la impresión pavorosa que le dejó un indio arrancando a su chirimía los más tristes lamentos para acompañar en la soledad de la capilla oscura, la soledad de la Madre de Dios que lloraba sobre el cadáver de su Hijo.

Las otras islas se desvanecían en la bruma, lo mismo que los pueblecitos tendidos a la orilla del lago. Allá, entre la niebla, debía estar Tzintzuntzan, “tierra de colibríes” multicolor como esos pajarillos, con sus flores, sus paisajes y sus leyendas.

Llegaba el espectáculo a su momento de suprema belleza con la puesta del sol. Se incendiaban los montes con la roja llamarada y en las cañadas y laderas había toques de sombra para hacer más fuerte el contraste del cuadro magnífico. Ascendían los pinares, de un fuerte verde oscuro, casi desde la orilla del agua, hasta lo más alto de la montaña, en donde erizaban todo el perfil de la sierra con la dentada y pareja silueta de sus copas agudas, y en su fuga hacia la cumbre iban dejando suavemente acolchadas las laderas, con una dulce y movible ondulación.

En algunos lugares, en donde se confundía la bruma del horizonte con la vaga claridad del agua, había rojizos manchones que se extendían hasta las nubes, cuyas formas irregulares jugaban con la luz del sol al desflecarse movidas por el viento, formando así la combinación de colores más variados y caprichosos: orlas de nácar, rojo de brasa en donde el sol daba de lleno, y toda la gama del rosa y del violeta allí donde se iba untando la sombra para fabricar colores suaves con la gracia y la imaginación divina del Supremo Colorista…

Allá, más abajo del lago, al pie de la sierra que quedaba al frente, la última claridad del día se esforzaba en hacer resaltar la belleza del valle, de donde ascendía, como una oración, la paz de la tarde, saliendo de los trigales amarillos, de los chaparrales grises, de los remolinos de polvo que acusaban la vuelta de los ganados al aprisco, de las iglesitas, que apuntaban, aquí y allá, en donde quiera que hubiera un poblado, hacia el azul del cielo, como una aspiración, con las cruces de sus campanarios; de los caminos blancos, que serpeaban entre zarrales y milpas mondas y pardas, del silencio “que se oía” y era el himno gigante de la naturaleza…

Sacó a Luis Alfaro de su arrobo religioso un tipo grueso, vestido de explorador, a quien acompañaba una remilgada señora de blanco traje y que tenía el aire aburrido de las gentes que no quieren demostrar admiración para no opinar como los demás.

—¿Eh, qué te parece?, decía el hombre gordo con ademanes de perito que tasa y falla en un momento—. ¡La Riviera! ¿O no? Mira allí aquello… Junto a la isla de Santa Fé… ¿Qué te recuerda? Me supongo que no habrás olvidado lo que vimos en Europa…

Todo esto, mirando a los demás, a los grupos de los excursionistas que de cuando en cuando prorrumpían en un “qué belleza”, “qué delicia”, que agotaba su repertorio admirativo.

La señora, frunciendo la boca y torciendo la cabeza, desdeñó lo que decía su marido:

—Pero hombre, ¡qué tiene que ver!

Dormitaban los choferes en sus coches, acostumbrados a aquella vista de todos los días y a las entusiasmadas explosiones de sus clientes.

Algunos de éstos, después de dar un vistazo distraído al panorama se acomodaban en el kiosco, satisfechos de haber hecho acto de presencia en uno de los lugares “a donde se debía de ir” como en visita de inspección, en obligada revista, para cumplir con las indicaciones de las guías del turista.

Alfaro decidió subir por la empinada escalinata, tratando de evitar la compañía y el ruido, nunca más molestos que en aquel lugar de unción y reverencia. Quería, también, ver hasta el último momento, con la última luz de la tarde que se iba, desde lo más alto, la tierra, su tierra, su país.

El chofer que lo había llevado, al verle dirigirse a la escalinata acercóse, alarmado, diciéndole:

—Es ya muy tarde, señor. No le alcanza la luz del día para volver y es muy peligroso descender por esos escalones mal arreglados, en la oscuridad.

—No me pasará nada. Espera a que yo vuelva.

—Dispense el señor, pero no me arriesgo a ir de noche, con mi coche, por la rampa.

—Bien. Entonces, vete.

Y le pagó el alquiler, entre la admiración de los cocheros que juzgaban una locura la idea de aquel señor que iba a quedarse en la sierra, a cinco kilómetros del pueblo y que tendría que bajar, en tinieblas, por un camino desconocido y lleno de peligros.

Llegó sin alientos el militar a la atalaya, a más de cien metros sobre la planicie del observatorio accesibles a los automóviles.

Estaba solo, absorbiendo con voluptuosidad profunda la caricia crepuscular de la tarde. Se acercaba la noche a más andar. La naranjada franja del horizonte, la huella que dejara el sol al hundirse iba tomando un color de ceniza, invadida por la sombra que subía del valle y borraba en un momento relieves y contornos del paisaje. Se habían encendido ya las luces de la ciudad y en los montes fulgían puntitos luminosos, probablemente las hogueras que pastores y campesinos prendían para atenuar el frío de la noche. En el lugar de donde se vió salir una espesa humareda en la tarde, muy lejos, en una sierra remotísima, se precisaba ahora la llamarada del incendio de un monte.

Oyóse desfilar, uno a uno, los automóviles que habían traído a los excursionistas. No quedaba nadie abajo y apenas se oía, al cabo de un rato, el ruido de los coches que bajaban a la ciudad, explorando el camino con dos ojos amarillos de sus linternas.

Un vientecillo frío que venía de los pinares, de las aguas del lago, que era sólo una mancha gris en la planicie, llenaba de rumores la noche.

La tierra hablaba…

¡Y qué gran historia la suya, qué dulce cuento que sabroso relato para que él supiera oír su voz porque hubiera leído en el libro abierto de su fecunda vida, extendido allí abajo, escrito por remotas generaciones de guerreros, de santos y de sabios que habían vivido en ella, atraídos por el encanto del suelo y la habían hecho vibrar con un continuado poema de esfuerzos y de hazañas, resonantes todavía en el aire, en una noche como ésta…!

Alfaro, apoyado en la balaustrada de la atalaya, advertía que se hallaba en uno de esos momentos en que, por un fenómeno de proyección mental, el recuerdo se enfoca hacia el pasado y alumbra perspectivas imposibles de alcanzar en las planicies oscuras de la lucha diaria, en los callejones sin salida de la rutina. El nombre de Michoacán, a la vista de sus hermosuras y al recuerdo de sus grandezas, no era la mera expresión geográfica y sentimental que resaltara en un mapa ilusorio, con una vaga simpatía familiar. Era un canto…

Un canto que venía del pasado, balbuciendo en sus primeras estrofas nombres misteriosos, que no se sabe si fueron inventados por los rápsodas que rehacen con los esfuerzos de su imaginación poética la historia de los pueblos, o pertenecieron a seres reales.

En medio del estruendo de un combate de razas primitivas, que luchaban sin descanso por asentarse en estas tierras de maravilla, surgía, como la primera palabra clara que puede oírse en un vocerío confuso, el nombre de Sicuirancha, emperador de los puhrépecha; después, el de Curátame, rey caudillo, constructor, organizador, dueño feliz de éstas tierras en los tiempos en que el hombre andaba domiciliándose por las selvas, poniendo nombres a los grandes signos de la naturaleza, a los montes, a los ríos, a los lagos, a las ciudades que fundaba. Así fué como en una de sus excursiones, Curátame, seguido de las tribus que iban tras él, arrastradas por su prestigio de guerrero, se encontró un día en una espesa selva un lugar en el que casi cubierta de malezas se hallaban cuatro rocas a cuya vista exclamó: “He aquí cuatro rocas que no son sino una petatzecua (cimiento) y que representan las cuatro estrellas que forman el pórtico del palacio de Tucup Achá (la Naturaleza). Fundemos aquí una ciudad santa que se llamará Petatzecuaro (lugar de cimientos) y que será la escala por donde ascienden nuestros ruegos y por donde nos lleguen dos dones y favores de los dioses; pues este y no otro es el lugar ofrecido por Cuerapperi a nuestros mayores para hacer grande a su pueblo”.

Así fue fundada Pátzcuaro, capital de un pequeño reino que apenas nacido sufría la acometida de otras razas, celosas de la fortuna de los puhrépecha, que habían encontrado tan bello lugar para establecerse. Como una turba infantil que se disputara los sitios más a menos de un bosque en las horas de recreo, así los reyes indios iban, unos en pos de otros, en una lucha interminable por la posesión de las tierras vírgenes, de las riquezas naturales o de las que lograban ir arrancando a la tierra los más industriosos o mejor organizados.

De esas luchas, y del paso de las dinastías que las sostuvieron quedaba una historia salpicada de sangre, sonora de los nombres esdrújulos de los pueblos que se iban fundando, brillante y vistosa como los trajes de los emperadores que se adornaban con las plumas blancas de las garzas de los lagos, con las rojas de los colibríes y las verdes de las guacamayas.

Una historia con todos los altibajos de la naturaleza humana, pues había en ella príncipes generosos, sacerdotes intrigantes, hombres depravados, grandes reyes que daban leyes justas e impulsaban el progreso de las ciudades, próceres sibaritas, que construían largas calzadas para el exclusivo recreo de sus grandezas, y templos suntuosos donde se les adoraba como a dioses. Y a través de toda ella se advertía la inquietud de las primeras razas pobladoras del continente, el impulso errante que las movía sin descanso, que las trajo de ignorados y remotos orígenes y las revolvía las agitaba, en el curso de los siglos, como si estuvieran condenadas a no asentarse funca en un lugar definitivo.

De todas las razas aborígenes, los puherépechas habían sido los más apegados al terruño, pues lo defendieron con fiereza, de reiteradas invasiones. Cuando los aztecas vinieron en su peregrinación supersticiosa, buscando la laguna con el nopal y el águila devorando a la serpiente, se detuvieron, previo permiso de los dueños de la tierra en el bello paraje de Tzintzuntzán, haciendo allí una de tantas paradas de su marcha divagada, que no se ponía plazo para llegar a su destino y aprovechaba los sitios más hermosos para descansar años enteros, largas etapas, que nada significaban para su espíritu nómada, hecho al viaje y al eterno caminar, los aztecas bautizaron con el nombre de Huitzilila el prestado sitio. Embelleciéronlo con templos, palacios y jardines. Se multiplicaron con la prolificidad de las razas nómadas hasta causar serios temores a los michoacanos, que un día les pidieron que siguieran su camino.

Después, cuando la conquista de México por los españoles, Michoacán fué el último baluarte de la libertad de las razas indígenas. Sometido el último emperador, Simtzicha o Caltzonzin, aliados con los invasores los principales jefes del ejército (Ecuángari y Muzúndira, traidores a su raza) una india joven y hermosa, walkyria de leyenda escandinava, soberbia. como diosa, con nombre de princesa de cuento —se llamaba Eréndira, que quiere decir “sonriente”,— al mando de una corta falange de michoacanos se refugió con su anciano padre Timas en lo que es ahora el “Barrio Fuerte” de Pátzcuaro, después de pelear fieramente, en Tzintzuntzan; y en aquel baluarte murieron todos de rabia y de hambre, viendo cómo se entregaba Caltzontzin, en el sitio conocido por “El Humilladero”, rindiendo allí homenaje al rey de España...

Sólo Eréndira escapó, y según los naturales de aquellos lugares, todavía se la ve algunas veces, cuando peligra la patria, correr con la melena al aire por los montes, convocando a sus hermanos a morir por la libertad…

Cambiaba el escenario después de la conquista, Los reyes purépechas sometidos, se mezclaban con los conquistadores, tomando nombres españoles, aprendiendo lenguas y abrazando la fe cristiana. El hijo de Caltzontzin, que fué el primer gobernador de Pátzcuaro en la época de la denominación extraña, se llamó don Antonio. Huitzimengari y Mendoza y Caltzontzin, y aprendió en el colegio, a donde lo mandara el Virrey don Antonio de Mendoza, su padrino, hebreo, latín, español y griego, además de ser versado en su propia lengua, la purhépecha. Entraban a la civilización los nuevos súbditos del rey de España con la fuerza impetuosa de una corriente fecundadora, dominando con habilidad las artes y las industrias que les enseñaban, y aportando las suyas, originales, pintorescas, con un fresco e ingenuo concepto de la belleza. Recibían en su alma oscura, como un rocío, las prédicas de los misioneros que les prometían el cielo y aplacaban con esas promesas sus instintos sanguinarios, causa principal de su inquietud, de su vida nómada. Pátzcuaro se transformaba rápidamente en una ciudad española, mediante la actividad creadora de los invasores y del esfuerzo sobrehumano de los indios, forzados a levantar los templos para su nuevo Dios, los palacios de sus señores, los conventos para las órdenes religiosas, las obras públicas que beneficiaban a la comunidad. De su estupor de dominados pasaban lentamente a una conformidad sostenida por sus nuevas creencias y propia de su carácter sombrío.

Entonces, de nuevo la tormenta. Un atroz representante del Virrey, enviado a tierras michoacanas para asegurar los frutos de la conquista en aquella región, acabó con la obra de los misioneros y de los gobernadores que trataban con mano paternal a los indios. Nuño de Guzmán era el tipo del conquistador cruel, sediento de oro y sangre. Los indios sometidos huyeron ante los desmanes del tirano, abandonaron a los evangelizadores, y por la dulce tierra purépecha sopló un viento de exterminio.

Para devolverles la fe en la religión y la confianza en la vida civilizada, llegó a Michoacán, en tan difíciles momentos, “un enviado de Dios”. La segunda audiencia; recién venida a España y sabedora de los desmanes de Nuño de Guzmán, expoliador incansable, sanguinario insaciable, mandó a la agitada provincia a uno de sus miembros, al licenciado don Vasco de Quiroga, en calidad de “Visitador y pacificador de estos reinos”.

Para pronunciar el nombre de don Vasco de Quiroga toda la tierra michoacana se ponía de rodillas. Así como Nuño de Guzmán fuera el azote, don Vasco de Quiroga fué la bendición. Llevaba en el alma el triple imán de la bondad, de la sabiduría y de la fortaleza. Los indios volvieron de los montes al extenderse la noticia de que en vez del encomendero brutal había un hombre bueno, que no iba en busca del oro, sino de las almas.

Fué un milagro; un milagro de esos ya nunca vistos ni oídos en que los pueblos se van detrás de un hombre de cuyo corazón brota a torrentes “la tibia leche de la bondad humana”. Un milagro que se hizo sentir más allá de los mares, pues el rey de España pidió al Papa que don Vasco fuera hecho obispo, y en un solo día el santo varón fué promovido desde la tonsura hasta la mitra.

Y una vez afianzado con bases de amor y de fervor apostólico el dominio español el obispo gobernador dió principio a una obra social y política que persiste al cabo de cuatro siglos. Organizó las industrias de dos indios, fomentando aquí las artes pictóricas, habilidad típica de los michoacanos, que todavía conservan el secreto de sus lacas brillantes y multicolores; allá la alfarería, en otro lugar los tejidos de lana, separando por regiones a los obreros de cada industria para que adquirieran valor comercial sus productos en vez de estar sujetos a un trueque sin provecho. Y durante treinta años, aquel anciano que comenzó su santa misión a los sesenta y murió a los noventa y cinco, no descansó un instante abriendo caminos, levantando catedrales, fundando pueblos y, sobre todo, amando a los indios, que lo veían como a un padre, como a un dios.

Su celo de misionero y de gobernante fué tal que, de creerse lo que contaba una anécdota, en una de tantas visitas que hiciera a su diócesis, tan grande como un estado europeo, con sus ochenta años a cuestas y después de haber recorrido a lomo de mula ásperas sierras, distancias enormes en donde precisaba cruzar ríos, salvar precipicios; después de haber sufrido los rigores de un viaje de mucho meses, acaso de años, luchando días enteros con la selva para ir de un pueblo a otro, teniendo que pernoctar en el monte o en caseríos donde sólo hallaba la buena voluntad y el amor de los pobres indígenas; al cabo de esa agotante peregrinación alguien le hizo notar —quizá para probar, con prueba chocarrera la escrupulosa probidad del prelado— que en el punto más lejano de la provincia en lo más abrupto de las sierras quedaba un ranchejo sin visitar.

Don Vasco, sin vacilar un momento exclamó:

—Pues volvamos a ese punto, que no quiero dejar de ver ni uno solo, de los de mi provincia, donde haya un alma de las que Dios puso bajo mi guarda…

Y hubiera desandado todo el recorrido si no le convencieran de que el informante estaba equivocado y que la visita había sido completa.

Toda esa brillante y remota historia de su tierra pasaba ante los ojos de Luis que, alucinado penetraba con ellos en la oscuridad, viendo, como si fueran cosas actuales y presentes los hechos que recordaba.

Había cerrado la noche, pero del oriente venía una tenue claridad de luna menguante. En el cielo no quedaba una sola nube, y las estrellas brillaban con extraño fulgor sobre la negrura azul del espacio. Las mismas estrellas que presenciaron, asomadas a esta bella porción del mundo, tanta bondad, tanto heroísmo, tanta tristeza, tanto dolor, hermosura tan grande, y que esperaban, con la paciencia y la dulzura de las cosas eternas, el día que la doliente raza india fuera por fin dueña de su tierra, sin sobresaltos ni quebrantos, sin conmociones ni revueltas, sin guerras que la arrancaran de su hogar, sin miserias que la obligaran a vagar por los caminos llevando a cuestas el producto de sus pobrísimas industrias, sino asentada firmemente en este vasto espacio que promete acomodo y sustento no sólo para los hijos del país, sino para humanidades enteras…

Un bocinazo que venía de abajo le hizo saber a Luis que el taimado chofer le esperaba, confiando en una utilidad mayor por el servicio extraordinario de llevarlo a horas desusadas. Sonrió el solitario observador como si acabara de tener un encuentro, al tomar contacto con estos pequeños detalles de la vida de su país, ondulante y gelatinosa, a causa de esos tratantes de la calle, de los vendedores de pequeños servicios, que traen en la sangre el vicio del engaño, heredado Dios sabe de qué chalanes andaluces descendientes de árabes.

Ilustración: Roberto Silva, La Prensa, 8 de Marzo de 1942, página 28.

—Si esperas que te ocupe—pensaba Alfaro—, vas a tener que aguardar un buen rato…

No sentía el menor deseo de abandonar su atalaya. Seguía viendo desfilar el pasado, glorioso, y resonante.

Corrían ahora por los campos y por los montes los indios antes sumisos, levantados contra el poder de España, reclamando su libertad. De un pueblecillo suriano surgía un cura de aldea, rudo, fiero, produciendo el patriótico incendio con su ejemplo y su genio guerrero. Era el cura Morelos, organizador de ejércitos, estratega, ante cuya actividad y ardimiento parecían abatirse las montañas, pues recorría en un momento toda la región tropical, inextricable, erizada de malezas, llevando el espanto y la derrota a las huestes españolas.

Desde entonces comenzaba un siglo de luchas. Conquistada la independencia, el país quedaba con la espada en alto, con el impulso guerrero en el corazón y el virus del desorden en la sangre. Tres invasiones extranjeras, muchas guerras intestinas y luego, un largo período de paz que se interrumpía para hacer chocar de nuevo a los hombres del país, en la más sangrienta de todas las guerras, aquella en que Alfaro había tomado parte.

Un galopar furioso de la raza, a través de aquellos montes que se veían al frente, unir y venir de los hombres, agitados a veces por el amor a la patria, y otras por las pasiones bastardas. Un eterno vivir en el torbellino que no dejaba medrar el árbol nacido de misteriosas y fuertes simientes, en la infancia de este mundo nuevo, injertado de brotes españoles, regado con amor por varones tan ilustres como don Vasco de Quiroga, mecido por el viento de los siglos, combatido por huracanes que aventaban las hojas del espeso follaje a las fosas abiertas por las revueltas, a las expatriaciones...

Porque era su raza, era él mismo, actuando de comparsa en la última jornada del desfile histórico, en la peregrinación sin fin que comenzaba en la oscuridad de los tiempos y seguía aún, muy civilizadamente, pero con el mismo andar medroso de la fuga, en trenes y automóviles, por caminos asfaltados; era la misma peregrinación la que veía ahora, encadenando las escenas grandiosas de su larga visión de aquella noche, con las escenas que acababa de presenciar en la frontera de los Estados Unidos, en los caminos poblados de emigrantes que volvían en derrota pero con esperanza, huido ya el nuevo Nuño de Guzmán que los echara fuera —el hambre, la discordia— en busca de la paz de la abundancia que tanto se les había negado.

¿Sería posible que alguna vez hubiese habido discordia y que no hubiera abundancia en la tierra pródiga y dulce que tenía a sus pies?

Dulces, en efecto, sin literatura y sin ponderaciones inútiles, era el bello país dormido a aquellas horas, bajo el fulgor de las estrellas. Dulces los nombres esdrújulos de los pueblos en cuyas sílabas se antojaba poner toda una sinfonía de sonidos: Huajúnbaro, Erongarícuaro, Zitácuaro, Tacámbaro, Tziróndaro, Jarácuaro. Dulce el carácter de su gente, que todavía ahora, como en los tiempos de la colonia, como en los tiempos bíblicos, se descubrían humildemente, dándole la paz al caminante con un: “Buenos días tenga usted, señor” que inundaba de confianza el alma; dulce el espíritu de la tierra que en todo hallaba motivos de poesía y de ensueño.

Los ríos nacían con una leyenda. El Cupatitzio, que abraza a Uruapan, la ciudad florecida, llena de aromas, de rumores de agua corriente, de remansos frescos y claros; se origina en un manantial caudaloso, que brota en las orillas del pueblo, entre rocas gigantescas. Una de esas rocas ostenta cierta huella profunda, que los nativos dicen que es “la rodilla del diablo”. Aseguran que la dejó allí nada menos que el poderoso señor del Averno. Fué una vez que el diablo trataba de cegar el copiosísimo venero y, sorprendido en su obra nefanda por un sacerdote, resbaló, al huir de la señal de la cruz y hundió su áspera rodilla de macho cabrío en la roca musgosa y amarillenta. Seguramente nunca más volvió el enemigo malo por aquellos lugares, porque el sitio donde nace el Cupatitzio es un paraíso, un edén, y el agua tiene la azulada diafanidad del cielo.

Esa misma transparencia celeste del agua da origen a otra leyenda encantadora. La laguna de Zirahuen, que se encuentra entre Pátzcuaro y Uruapan, es un zafiro más azul que el azul del cielo en días serenos, y la gente de la comarca asegura que se quedó así desde el día en que la Virgen vino a lavar su manto en sus tranquilas aguas.

Oyendo contar a dos nativos estas vagorosas historias que acompañan a la historia real sin abandonarla un momento, sin dejar de reclamar un sitio en el relato de cada suceso vivido, nadie podía mostrarse incrédulo, porque poner en duda la leyenda era como burlarse de lo cierto. ¿No había testigos de que don Vasco de Quiroga, revestido con las insignias de su alta jerarquía eclesiástica, fué una vez a bendecir una imagen de San Miguel, en la fuente que lleva ahora este nombre, para ahuyentar al demonio “que se manifestaba con frecuencia en aquel sitio”? Y este don Vasco, ahuyentador del demonio fué el mismo que mandó hacer una excavación buscando el agua de que carecía Pátzcuaro y que, después de orar fervorosamente, al herir con su báculo el fondo del hoyanco, hizo brotar el cristalino líquido que hoy surte la ciudad…

Dos horas llevaba Luis Alfaro en muda contemplación. Sintióse al fin satisfecho, como sediento que bebiera hasta hartarse. Bajó de la eminencia más tranquilo, apaciguado el espíritu después de oír las voces del pasado, tal como si saliera de la lectura de un libro cuya ficción maravillosa hace olvidar la realidad.

Así, en la tiniebla, el romántico pueblo, tendíase allí abajo como un consolador refugio para quien andaba buscando una casa donde esconder su vida y como un sitio ideal para el descanso eterno…

—¡Listo, señor!—exclamó el chofer, cuando llegó Luis a la plazoleta después de bajar con cuidado y lentitud la gradería de la escalinata. Y sin el menor escrúpulo le hizo saber que le había esperado considerando que eran imprescindibles sus servicios, pero que tendría que pagarle el tiempo de espera y la cuota especial por un trabajo extraordinario.

Alfaro subió al coche sin decir palabra. Hubiera sido una locura, en realidad, aventurarse por aquellos despeñaderos a tales horas.

El mecánico se empeñaba en hacer hablar a su cliente, tratando de saber qué manda misteriosa había ido a cumplir o cuál investigación extraordinaria le retuviera tanto tiempo en el solitario mirador.

Pero Alfaro era poco comunicativo y ahora, más que nunca, sentía la necesidad del silencio. No quería desprenderse de la delectación que le inundaba. Contestaba con monosílabos, y el cochero llegó a creer que conducía a un maniático, porque no volvió a chistar y antes bien dióse a vigilarlo por medio del espejo de retrospección que llevaba al frente.

Las afueras de la ciudad eran sombrías y calladas. Nadie transitaba por ellas y la luz de las lámparas eléctricas colocadas en altos postes, alumbraban escasamente las solitarias callejas.

Iban éstas en declive, hacia el centro de la ciudad. El automóvil se deslizaba sobre un empedrado que enseñaba el desgaste de cuatro siglos el paso de muchas generaciones. Las piedras, bruñidas, brillantes, tenían reflejos metálicos. ¿Cuántas veces apagaron el rumor de las pisadas de los indios que salían en fuga, huyendo de los desmanes de los conquistadores; cuántas resonarían bajo los cascos de los caballos de las tropas del rey o de las huestes insurgentes, o sabrían de los albazos de “mochos” y “chinacos’,’ de franceses invasores y aguerridos republicanos que defendían
la patria, de los revolucionarios de tantas facciones, a través de una larga y turbulenta historia de trastornos?

La ciudad dormía, indiferente al bullicio que se concretaba a la reducida zona del hotel donde se alojaban los excursionistas. Persistían hábitos y costumbres de otros tiempos, Pátzcuaro se dejaba invadir, haciendo, a regañadientes, esa concesión indispensable para su penosa subsistencia, a gente de otros mundos que ignoraba la dulzura de vivir quietamente. Gente que pasaba; por allí como si estuviera en zambra perpetua, procurando aturdirse, agitarse, para ahuyentar una inquietud producida precisamente por esa movilidad, por esa fiebre de placer que le había quedado como herencia de una larga etapa revolucionaria, subvertidora de los valores sociales. Gente que ya no preciaba en su justo valor la vida ni sabía tampoco del valor del dinero, al que parecía haberle puesto alas y quitándole su noble importancia de especie remuneradora del trabajo, según lo hacía volar locamente, como si fuera la paga de marcha de un ejército de conquista. Pero ella, la ciudad vieja, abrazada a sus tradiciones, se encerraba, como antaño, al toque de queda, se levantaba con el sonar de las campanas que llamaban a misa de seis, y trabajaba silenciosamente en un trabajo sin ruido en la pesca del lago, en las industrias que implantara don Vasco de Quiroga, en el cultivo de los campos…

El hotel rebosaba de gente cuando Luis volvió a él. Era la hora de la cena, de la que Alfaro no podía prescindir ya, después de tan larga abstinencia. Se sentía menos tímido y desconcertado. Pasó entre bulliciosos grupos de turistas. Tenían éstos las huellas del sol y del polvo, de la ruda jornada campestre. Se aseó rápidamente, sintiendo que la caricia fresca del agua acaba de confortarle.

Observábase en el comedor igual aglomeración que la del mediodía. Acaso mayor, porque no faltaba ninguno de los huéspedes del hotel. Muchos esperaban, formando animada tertulia, sentados en cómodos “equipales” en el patio que estaba cubierto de una vela de manta para proteger las plantas de los rigores del frío (precaución inútil, por cierto, porque la noche era de una tibieza estival). Sobre las conversaciones imponíase el estruendo del aparato de radio, cuya charla chillona, mezcla de anuncios chocarreramente ponderativos, y de canciones y piezas de música, escuchaban con paciencia, aunque sin hacerle mayor caso, los alegres viajeros, que en ocasiones tenían que esforzar la voz para hacerse oír sobre aquella otra que dominaba el tumulto de las conversaciones y de los ruidos del comedor.

Se acomodó Alfaro en uno de los sillones que vacaban cuando él apareció echando ojeadas ávidas y presurosas en torno suyo. No sólo no había nadie conocido, sino que la abigarrada concurrencia le pareció tan extraña, como si estuviera formada de personajes totalmente distintos de los que esperaba ver.

Entraba a la vida de su país con estas raras intermitencias de sorpresa, de la misma manera que aquel que penetra en la sala de un espectáculo, y por atender a los aspectos generales, a la suntuosa vista del escenario, al fascinador conjunto del público, sólo repara en fugaces detalles de la fiesta, en palabras sueltas de la trama que van desarrollando los actores en el tablado.

Este era, realmente, el primer momento de observación atenta de un grupo representativo del vivir mexicano, del nuevo, del que había cambiado tanto en sus largos años de ausencia. Recordó sus mismas palabras, las frases de su discurso a los colonos de la granja el día de la celebración patriótica: “México se nos va a presentar muy cambiado”. Y por más que se imaginara la mudanza, no dejaba de experimentar la curiosidad, un poco regocijada a veces, del que sólo ha visto una persona en un retrato muy antiguo y cuando la ve en modernísima traza, la encuentra invertidamente caricaturesca…

Su ojo penetrante, de hombre observador, veía también en aquel muestrario humano la transformación social que se había operado en un pueblo. Todo un cataclismo que cambió conceptos, ensanchando los límites de una clase, reduciendo los de otra, poniendo lo de arriba abajo y lo de abajo arriba.

Charlaban a gritos los de un grupo cercano.

—Te digo que fué una tontería lo de Aurelia—exclamaba una muchacha de subido color moreno, bajita, delgadísima, vestida de hombre, con pantalón de kaki y polainas, sweater negro, gorra gris y echando bocanadas de humo por la boca pintada de pintura corriente que manchaba de rojo el cigarrillo.

—¿Y qué fué, tú?—preguntaba otra, gorda, que estallaba con sus formas opulentas dentro del traje ajustado.

—Pues hombre, fíjate que habíamos convenido en ir juntos, todos los del grupo, a la caída de la Tzararacuara, en Urúapan, y cuando se dió cuenta de que no estaba Manuel en el camión (un camión que nos esperaba en la plaza principal y que nos había costado un trabajo loco alquilar) se puso de un humor negro y nos hizo una tanteada…

La gorda rió estrepitosamente de la ocurrencia.

— Yo lo siento por el señor Landeros —siguió diciendo la otra—, que fué quien organizó nuestra excursión, consiguió el permiso especial de la Compañía para que nos adelantaran las vacaciones y ha venido sufriendo tantas inconsecuencias: unos, que no quieren jalar parejo y se van por su lado; otros, que empiezan a murmurar de que la cuota fué muy alta; los de más allá que quieren regresarse por su cuenta porque ya se aburrieron, aunque pierdan la vuelta que ya tienen pagada en los carros especiales que trajimos. Y luego de Aurelia…

—¡Bah!... necedades de muchachitas mal educadas —decía un joven alto y huesudo, de rostro quemado por el sol y con barba de tres días, que se acostaba materialmente en su sillón y ponía los pies en al barandal de hierro que rodeaba el jardín—. Eso de Aurelia ya se los había yo anticipado: son niñas que no pueden ocultar que proceden de una portería, mal que le pese al gorrito que se pone.

—Hombre, que te van a oír—terció uno de lentes, de rostro bondadoso y apacible.

—Que me oigan. Se lo digo a ella sí la veo. Porque lo malo no fué que fuera de mala gana, sino que se bajó a medio camino, cuando se dió cuenta de que el novio no iba tampoco con unos grupos que se nos adelantaron.

—¿Y se quedó en la carretera? —preguntó otra muchacha.

—No, aprovechó, para regresar a la ciudad, un ómnibus que volvía de la Tzaráracua. Sin decirnos nada, descendió del coche en una parada, tomó el otro y se marchó, haciendo una cara…

Y se reía a carcajadas el muchacho.

—Bueno, bueno, me parece que ya podemos declarar cerrado el incidente, como decimos en Sindicato de empleados de la Compañía de Luz, exclamó a gritos una guapa chiquilla, que tenía el pelo húmedo todavía, del chapuzón de la tarde en el lago. Vamos a cantar algo. Y sin esperar respuesta, soltó el trapo:

“Por unos ojazos negros

igual que penas de amores…”

A picture containing text, book

Description automatically generated

Ilustración: Roberto Silva, La Prensa, 8 de Marzo de 1942, página 28.

—Cállate —dijo a media voz una morenilla delgaducha—. Ya ves de qué talante se ponen los señores esos cada vez que armamos alboroto—refiriéndose al caballero gordo y a la dama relamida que comparaban el Lago de Pátzcuaro con la Riviera un poco antes, y que ahora formaban parte de un grupo de gente elegante.

—¡Bah!... —volvió a decir el muchacho que todo lo resolvía con esas filosóficas exclamaciones—. Si nos les gusta, que se aguanten. Nosotros pagamos como ellos, y tenemos derecho de hacer lo que nos dé la gana, donde quiera que estemos.

—¿Y quiénes son ésos, tú?

—¡Sepa Dios! Lo que sí podría asegurar es qué son hacendados sin hacienda, gente de la “high life”, de los del Jockey Club porfirista, que todavía figuran en las listas de los periódicos los días de grandes acontecimientos sociales, pero que pasan la pena negra porque ya no hay de dónde—haciendo con el pulgar y el índice, doblados en forma circular, una figura de moneda.

—Pues no presumen poco… —dijo la joven bonita, con un mohín de desprecio dirigido rectamente hacia el grupo elegante.

Desde el “bar” que se hallaba frente al comedor, en el cubo del zaguán, llamaron a uno de los empleados de la Compañía de Luz, a gritos:

—Eh, Rodríguez, ¡a tomar la del estribo! Se levantó, en pleno, el corrillo, para atender la invitación de sus compañeros.

Ocupó los lugares vacíos una familia tranquila, que había bajado las escaleras dando muestras de un infinito cansancio: un señor alto, grueso, rubio, de un rubio rabioso; una señora que representaba admirablemente (como si fuera la figura de un cuadro premiado en un concurso para encontrar al tipo de la mamá mexicana) a la esposa y madre de familia en cuyo rostro hay las huellas de las vigilias, el desencanto de una vida que hace mucho agotó sus ilusiones, la resignación de quien ha librado batallas sin cuento tratando de imponer la rigidez de una vida hogareña al esposo que siempre llega tarde, se desvela en la parranda, malgasta el sueldo y observa con una disciplina nacional el código de dos mandamientos que rige la vida del matrimonio: “a la mujer, ni todo el amor ni todo el dinero”; una muchacha, solterona sin duda alguna, agregada a la familia en calidad de hermana de la esposa, y cuatro chicos rubitos, graciosos, yéndose ya la mayorcita para mujer y el más pequeño todavía en bebé, pero igualmente ruidosos y enredadores todos.

—¡Ay, los dichosos paseos! —murmuró la señora, derrumbándose en la silla, de golpe.

—¿No te has divertido, pues? — reclamó el marido frunciendo el ceño, con el tono de leve disputa que maquinalmente ponía en sus conversaciones.

—Sí hijo, pero es mucho zarandeo. Y sale una a ver cosas... ¿Te fijaste en esas que estaban aquí? Hablan a gritos, fuman, cantan y a veces le dan un tiento a la botella de tequila que nunca les falta a los hombres...

—Ah, vamos, ¡tus aristocracias de siempre!

—¡Aristocracias! Buenos estamos para aristócratas nosotros. Si lo fuéramos, tú no trabajarías de contador titulado, ni viviéramos en casas de departamentos ni viajáramos en segunda. ¡Lo que nos espera ahora que volvamos, con todas las cuentas pendientes, los ahorrillos disipados y el tiempo tan malo, como tú dices! Pero cómo íbamos a dejar de salir, para que los amigos supusieran que cada vez estamos peor y que ya no podemos darnos los gustos de antes… —terminó con un dejo de ironía y de reproche.

—Pues cualquiera te entiende—reprochó a su vez el marido.

—Yo, por mi parte, ya lo sabes. Me hubiera quedado muy quietecita en mi casa. Pará venir a ver estas cosas…

—Orgullos tontos, necedades…

—Eso de haber venido a menos —se defendió la señora— de acomodarse a su situación, y resignarse con su suerte, no impide vivir con el decoro de siempre en lo que respecta a costumbres y vecindades. Me parece que no te gustaría ver a tus hijas en una de estas excursiones en que las muchas campan por sus respetos bailando en un dancing y vistiendo el traje de hombre hasta para ir a misa...

Gruñó el señor y dejó sin respuesta la filípica de su esposa.

Al grupo de la “high life” se agregó otro que llegaba retrasado del paseo. Eran dos parejas jóvenes, ellos y ellas sin sombrero. Al pasar por el comedor se detuvieron en la puerta, inspeccionando, en busca de sitios. Llegaron a donde estaba el hombre gordo y la dama vestida de blanco. Saludándose con displicencia.

—¡Hola, pollos! —dijo aquél.

—Qué tal, respondió uno de los muchachos.

Demostraban estar aburridos por la falta de asientos en aquella hora en que todo el mundo apetecía estar sentado. Cedieron su sillón a las muchachas dos caballeros que se marchaban. Recobraron aquéllas su buen humor al verse instaladas.

Pasó, levantando admirativos bisbiseos una comitiva que se agrupaba con adulación rastrera en torno de cierto personaje cuya posición oficial debía ser bien encumbrada, atendiendo a la deferencia con que lo seguían militares de lucidos uniformes y civiles de todas las cataduras. Los del corrillo aristocrático se levantaron implorando una sonrisa. El personaje pasó, desdeñoso, altanero. Uno de sus acompañantes inmediatos se quitó el sombrero para saludar a las muchachas, que contestaron complacidas, familiarmente, levantando en alto una mano y moviendo los dedos con expresivo ademán.

Después de comentar la importancia del hombre público que acaba de cruzar, ofreció cigarrillos uno de los recién llegados y al cabo de unos segundos el grupo humeaba como si le hubieran prendido fuego.

El contador público dió con el codo a la esposa llamando su atención hacia la gente elegante, hacia las entonadas muchachas que arrojaban con delicia blancas espirales sobre la verdura del jardín. La señora se encogió de hombros como diciendo:

—No hay adónde volver los ojos.

Luego, después de meditarlo, y de examinar con detenimiento a los aludidos:

—Estos, por estirados, y aquéllos por corrientes, ya nadie hace caso de la gente que merece alguna consideración.

El marido se rió de lo que él llamaba gazmoñerías de la señora.

—Los tiempos cambian, vieja, y el que no quiera ver lo que pasa en el mundo, ahora que todo va tan de prisa, que no salga de su casa...

Si a la conservadora dama le extrañaba lo que veía. ¡qué le parecería a Luis, que no pudo apreciar, como ella, el paulatino modificarse de las costumbres…!

A esas muchachas que hablaban de sindicatos y fumaban desenfadadamente y que, según opinaba uno de su propio círculo, procedían de las porterías, esperaba hallarlas envueltas en el tápalo humilde o en el más humilde rebozo de las catrinas de vecindad, qué no aspiraban a otra cosa, cuando él las conoció, que a la servidumbre de la máquina de coser, a la vida oscura de la barriada. Eran las mocitas de los romances de Prieto, de las estampas de Villasana, de las escenas de “La Linterna Mágica“ de Facundo; las que perturbaba el mocerío de los barrios y que, de repente, entrando por la puerta que abría una época desquiciada, arrojaban lejos de sí las anticuadas prendas, acortaban sus largas faldas, se calzaban bien, se arreglaban el pelo, iban a una academia o a una escuela oficial aprendían a escribir en máquina y a hacer cuentas y, participando de una nueva lucha, subían un escalón social, transformando y borrando uno de los aspectos más típicos del México pintoresco y diferenciado.

Mezcladas ahora a estos dependientes de comercio, a esos empleados públicos, a la enorme población burocrática del país, ensanchaban la clase media que en México no representa, como en otros países a la gente acomodada, al pequeño rentista.

La ausencia de una verdadera aristocracia (había desaparecido a los embates de la revolución la casta que desde la colonia sobrenadaba, a través de todas las vicisitudes, con sus títulos rancios, sus marquesados pontificios o sus apellidos históricos) dábale a esos que poseían simplemente la fuerza o el dinero, categoría de clase alta, por más que en países de tantas alternativas, el dinero vaya casi siempre a manos de individuos que nunca podrán ser altos, de donde
quiera que se les mire.

La clase medía comenzaba ya donde termina el hombre del pueblo, la inmensa teoría desheredada, carente de todos los elementos para salir de su condición, hasta de los rasgos étnicos, pues los suyos constituyen un signo de inferioridad y parecen darle el carácter blando, la falta de voluntad y de iniciativa para todas las luchas.

El obrero se había desprendido también de la masa oscura y alternaba con los otros, disfrutaba de la vida. Entre aquellos excursionistas que formaron una sociedad cooperativa para divertirse —precisamente entre los que llamaron a los del grupo para que fueran a tomarse la última copa— se podía identificar al hombre de labores manuales bien pagado.

En tanto, los otros, los de la vieja aristocracia, los que conservaban casas y apellidos históricos que habían perdido el lustre y el dinero (nombres que no eran más que el eco sonoro de una grandeza pasada); los herederos de títulos, descendientes de las clases batalladoras que fundaron el país; los del dinero y de la política de otros tiempos, abatidos por la revolución, tenían un lugar equívoco dentro de la nueva clasificación social y se les veía ahora amargamente empeñados en sobrevivir a su desastre, en no dejarse expulsar de su dorada categoría. Recurrían a todo, haciendo concesiones a los arribistas, a sus antiguos caballerangos y mozos, que se vengaban de las tradicionales afrentas de su clase desdeñando a sus amos de otros tiempos, pero sin dejar por eso de hombrearse con ellos mientras se reían, con la rudeza propia de su manera de ser, de aristocracias y prejuicios sociales, sin darse cuenta de su propia avidez de ser aristócratas y de ser ricos…

Todo eso se advertía, a poco de tomar contacto con ellos, en los grupos que rodeaban al recién venido, quien consideraba con tristeza que, en realidad, sólo un motivo les congregaba y les mantenía juntos En aquel momento y era el afán de divertirse; pero aun dentro de aquella disposición de ánimo, tan ajena a la lucha de la vida, se echaba de ver el secreto antagonismo de las clases y la misma división de siempre que, con pretextos políticos ahora o con prejuicios sociales y religiosos antaño, o con novísimas subdivisiones engendradas por ideas disgregantes —de gran utilidad y provecho para sus sostenedores— mantenían la falta de unidad de todos los pueblos de los países latino-americanos, que no ven, que no quieren verse esa falla, mediante la cual dominan y triunfan sobre ellos todos los extranjeros, todos los que trabajan…

Un secreto afán de hallar aceptable cuanto veía, y el temor de estar siendo víctima de los distingos adquiridos en la prolongada ausencia, hizo parar en seco las observaciones de Alfaro.

—Es que traigo exacerbado el espíritu crítico y encandilados los ojos con las perspectivas gringas— pensaba, refrenando su desenfrenado filosofar, que le hacía sacar consecuencias trascendentales de hechos, al parecer, insignificantes.

Y para no seguir haciendo tan hondas consideraciones en tan raquítica corriente, dejó Luis su observatorio y se fué a buscar sitio en el comedor.

Con inquietud se dió cuenta de que la espera sería larga porque los que se habían adueñado de las mesas tomaban con mucha calma su posesión. Algunos, de sobremesa, veían con indiferencia el pasear frecuente y preocupado de los que esperaban.

Pero frente al hotel había unas fondas provisionales y providenciales: los clásicos “puestos” de toda feria mexicana. Simples armazones de madera cubiertas de manta, imitando casas de tejado; unas mesillas de pino sin pintar; con manteles donde había manchas de todos los guisos del menú ranchero; toscas sillas de tule, la cocina en el mismo local, y unas maritornes que removían con lentitud los contenidos de grandes cazuelas de barro, y atendían a la clientela móviéndose con parsimonia de odaliscas.

No era muy numerosa la concurrencia cuando Luis, titubeando un poco, se decidió a ocupar un sitio. En otra mesa, dos muchachas muy pintadas, sustituían el “rouge” de sus labios gruesos con el mole. La rica salsa nacional, roja y espesa, le daba un regusto especial a las piernas de pollo con que las mozas se debatían, golosas, arrancando con los blancos dientes las piltrafas pegadas al hueso, sin el auxilio de los cubiertos, sin más intermediario entre las manos regordetas y morenas que ayudaban, ávidas, a devorar el manjar, y la apetitosa pieza, que la tortilla de maíz, blanca y humeante.

—Con los deditos, con los deditos—aprobaban satisfechos sus acompañantes, dos jóvenes que tomaban sendos vasos de cerveza y trataban de explicar que ante aquellos platillos, en aquellos sitios y en tal ocasión, no valían cuchillos, tenedores, ni “fierros” de ninguna clase.

—Esto se come así o no tiene chiste—doctoraba uno de ellos, mirando con entusiasmo a su compañera, que no decía una sola palabra, dedicada por entero a comer, con la cabeza inclinada sobre el plato.

Después de una demora inexplicable, porque las figoneras tenían tiempo de sobra para atender a su escasa clientela, llegóse una de ellas, sin prisa a la mesa de Luis.

—¿Qué le vamos a servir, “joven”? —preguntó la mujer diciendo la palabra sacramental de todos los vendedores callejeros mexicanos que halagan al parroquiano con ese adulador reconocimiento de juventud, así tenga el aludido más años de los que se requieren para llamar viejo a cualquiera—. Hay pollo o enchiladas.

Luis quería lo que estuviera listo más pronto. Se trataba ya de un caso de verdadera necesidad. Urgió a la mujer para que le trajera una abundante ración de gallina.

Afuera, cantaba los números de una lotería de cartones una voz adormilada. Hasta el puesto llegaba también el ruido del radio del hotel.

Otras tres personas, que hacían gala de un silencio desdeñoso, comían en un rincón, hablando muy rara vez, en voz baja, con indudable tono de comentario acre contra las parejas de gente alegre que llamaron la atención de Luis al llegar.

¡Con qué delicia saboreó Luis los platillos nacionales! Eran la primera ofrenda de la tierra, picante, sabrosa de la tierra, que aún en el goce del comer ponía un poco de dolor, abrazando el paladar con las salsas ardientes, alimento de una raza extraordinaria que da la pauta de sus gustos, con estas comidas que amedrentan a los paladares extranjeros para los que resultan siempre incomprensibles tales excitantes bravíos!...

Así como el pensamiento olvidaba, al cabo de un largo alejamiento, solicitado por otros conceptos de la vida, dos pequeños detalles, los accidentes del discurrir cotidiano en el suelo nativo, también el estómago tenía su momento de extrañeza, de deleitosa complacencia gustando lo de ayer. Y Luis podía asegurar, conocedor de la manera de alimentarse de muchas razas, que ninguna comía como la suya y que posiblemente su inquietud, su genio combativo, su indisciplina, venía de esta absorción orgánica de cosas fuertes, de los licores ásperos, extraídos de plantas salvajes; de ají picante que condimenta ineludiblemente los guisos vernáculos, los típicamente mexicanos; de los otros mil frutos de la flora, nutridos con los jugos del suelo tantas veces regado de sangre, sacudido por conmociones sísmicas cuando no puede desfogar sus cóleras por las crestas nevadas de sus montañas.

Ninguna porción de humanidad era como ésta. Ninguna ponía tanta indolencia en el vivir, tanto desprecio por la vida, tanto gusto en el momento vivido... Un gusto que era exaltación fisiológica, estallante, manifestada en gritos, en jubilosas explosiones de entusiasmo, en expresiones fuertes, picantes, como las salsas que el hijo pródigo, vuelto al hogar paterno, devoraba ahora en un clásico figón mexicano…

Alfaro estaba matando un hambre de muchos días, de muchos años. Volvía por sus fueros el paladar que se estragó durante tanto tiempo soportando con resignación legumbres empacadas, carnes refrigeradas por largos meses, condimentos envasados sabiamente a base de récipes químicos y sabores sintéticos, que sustituían el gusto de las cocinas y ahorraban tiempo y dinero. Pescados que venían de Alaska o de California, horrendamente insípidos, en latas hechas para durar lustros; frutas secas o almibaradas que conservaron vagamente el sabor original, alimentos industriales, en fin, que tenían el gusto de la máquina y la parejura de un régimen dietético impuesto a un pueblo que se pliega a todas las disciplinas y por eso es fuerte, grande y rico.

¡Las cosas de la vida, que todo cobra y que todo paga!...

Por cualquier puerta que se entrara a la vida mexicana experimentábase la impresión de sacudirse los ordinarios cuidados de la vida. Era como disfrutar de unas vacaciones, sin la disciplina del orden, del método. Al menos, así lo sentía Luis al imponer a su estómago delicado, hecho ya a los menús que decretaban determinada cantidad de calorías para satisfacer la necesidad orgánica de la alimentación, aquellos manjares en los que había una orgía de sabores suculentos.

—¿Algo más, joven? Tenemos unos frijoles refritos cuatro veces...

Se engolfó Alfaro, fervorosamente, en los frijoles y bebió con ansía de una agua fresquísima, perfumada con el olor del barro de los botellones de Guadalajara…

A black and white photo of a person and person sitting on a bench

Description automatically generated with low confidence

Discurrió después por las ensombrecidas calles de la ciudad, dando tumbos en los embanquetados llenos de hoyancos. Había enfriado la noche y algunos perros callejeros temblaban en los gastados marcos de las puertas. El cielo ostentaba una fabulosa exhibición de astros, sin que una nube velara la brillante decoración. Parábase el solitario paseante, como queriendo descubrir su historia de siglos, su secreto de aquel momento, frente a las ventanas de gruesos barrotes de hierro y de vidrieras desajustadas, tras de las cuales se cerraban recias puertas con tableros toscamente labrados. Leía con detenimiento los letreros de las tiendas las muestras que anunciaban un servicio profesional o ciertas especialidades del pueblo chocolate de Pátzcuaro”, “ates” morelianos, específicos de procedencia local que llevaban cincuenta años de mostrar sus bondades, placas que recordaban hechos históricos o señalaban el lugar donde había nacido un héroe o muerto un patriota. A lo lejos cerrando una calleja, levantábase la mole de una iglesia, cuya negrura resaltaba a causa del ojo de un reloj público que brillaba, encendido, entre sus dos torres, cuyas siluetas se adornaban con un dosel de estrellas.

Como una roña, como una sarna, cubríanse las paredes de los vetustos edificios con largos escritos de propagandas políticas, ostentando retratos de militares o civiles que anunciaban su próximo dominio en aquella comarca, dominada, vencida de antemano y ajena a las disputas que la sobresaltaron. A la luz de una lámpara eléctrica, en una esquina, leyó Alfaro una de tantas proclamas: promesas de libertad y bienandanza envueltas en amenazas; hirvientes de fobias, de resabios partidaristas, que en aquella hora y en medio de aquella paz tenían el acento de una injusta alarma provocada inútilmente entre un pueblo que precisaba trabajo, que demandaba fuertes orientaciones de actividad, de industria para disfrutar de la riqueza de su tierra tan abandonada, tan muerta, tan mal explotada. Era el mismo tono brutal de todas las proclamas que en aquel momento resonaban en el mundo entero, en el mundo teorizante y enfermo de liderismo, de exaltación, ayuno de la bondad, de la verdadera confraternidad que podría salvarlo.

¡Cosa extraña! En una de las calles que partían de la Plaza Mayor, veíase una ventana iluminada y gente que se apiñaba en ella. Oíanse los acordes de un piano. Una voz femenina y dulce cantaba una vieja romanza arrastrando lánguidamente las notas. Se acercó Alfaro, presuroso, como al anuncio de un espectáculo largamente deseado. Era una tertulia casera en la casa de alguno de los notables del pueblo. Gente del lugar, vecinos, quizá, de la casa en fiesta y turistas que andaban rondando como él, a aquellas horas, se asomaban y comentaban con descaro.

Bien valía la pena de haber caminado miles de kilómetros, para ver sólo esto, pensaba Alfaro. Creyó por un momento que nunca había salido de su país, que tenía veinticinco años y que él mismo estaba allí dentro. Aquella vieja sala venerable, de familia lugareña, no había cambiado un solo detalle de su elegancia de los tiempos porfirianos y la misma gente que la habitaba semejaba haberse conservado, con los cuadros de grandes marcos dorados, con los espejos que reflejaban las alfombras de colores desvaídos y las consolas llenas de juguetes, con los retratos de graves caballeros enlevitados y de damas de altos peinados, en el ambiente de su tiempo, bien remoto...

Tres ancianas vestidas de negro ocupaban el estrado, el viejo sofá de Viena, con asiento y respaldo de bejuco, sobreadornado de labores de malla. En una de las sillas mecedoras estaba una señora de edad mediana, con una niña rubia dormida en el regazo y en la otra un señor de alto cuello, reluciente calva, cadena de oro sobre el amplio abdomen y espesos bigotes que le cubrían la boca.

Estaba sentada al piano una muchacha de vaporoso vestido de muselina de color claro y a su lado, en un sillón bajito un viejo de barba blanca, anteojos con arillo de oro, un cerquillo de pelo igualmente blanco sobre las sienes, y reluciente y rosado el cráneo mondo. Vestía de negro, con elegancia antigua, y para escuchar mejor la música se inclinaba hacia adelante, con las manos enclavijadas entre las piernas, y los ojos semicerrados.

Cuando llegó Alfaro duraba todavía la canción. Una romanza que estuvo en boga cuando él era mozo:

“Si tú me amaras y mi oscura vida

De clara luz quisieras inundar…”

El abuelo de la barba blanca marcaba los compases con el pie y veíasele materialmente arrullado por la canción romántica. Nadie hablaba una palabra, nadie se movía, y sólo entre las sombras del jardín, al que daba una puerta del salón se advertía el moderado ademán de dos muchos que conversaban en aquel sitio, adonde habían salido seguramente para fumar.

Al terminar el canto sonaron aplausos suaves, familiares.

Aparecieron nuevos personajes, ocultos a la vista de los curiosos hasta entonces. Tenían también el aspecto notarial de los otros. El público de la ventana les iba acomodando, entre risas y chacotas, profesiones, y destinos.

—He ahí al médico más acreditado de lugar, decían de un caballero que se acercaba para ofrecer un cigarrillo al abuelo y era de rostro moreno, abundante cabellera gris y rizada partida por en medio por una raya que la dividía y la hacía caer en abundantes madejas hacia los lados, llenando de caspa el saco de color verdoso, abotonado hasta el cuello.

—No, no es el médico, rectificaba, ingenuo, un hombre modestamente vestido, a quien le molestaban las burlas de los forasteros, pero que no atrevía mostrar su indignación. —Es don Escolástico Mendoza, Secretario que fué del Ayuntamiento durante muchos años, antes de la revolución.

Se oía decir a don Escolástico:

—Linda música la de nuestros tiempos, ¿eh?

Y responder al viejecito:

—Era música, en verdad. Tenía ritmo, cadencia, sentimiento, alma. ¡El alma de nuestra época! —exclamaba suspirando—. Se explica que no podamos entendernos con la gente de ahora, con los que gustan de ese estruendo de cacerolas, de ese mayar de gatos y rebuznar de jumentos del “jazz band”.

Luego, riéndose hasta dejar al descubierto sus encías desdentadas y moviendo la cabeza para celebrar él mismo su picardía, continuó.

—El otro día vi en Morelia una película de cartones animados, donde había una orquesta de animales caricaturescos, a cuyo son danzaban otras bestias, entre chillidos destemplados. Y pensé: ¡qué bien empleada está, ahora la musiquilla esa!...

—Aquél sí es médico —decía el espontáneo informador de los turistas— el que se sienta ahora con el otro señor, a jugar una partida de ajedrez. Es el doctor González, el dueño de la botica de la esquina de la plaza. Su contrincante es el señor don Pedro Ramos, historiador de Pátzcuaro, que se pasa la vida preguntando fechas, apuntando datos, escribiendo folletos.

Entró una señora joven con una bandeja llena de vasos de humeante ponche. Gustaron los de la reunión de la confortante bebida. Se levantó a brindar, con el vaso en la mano, el señor Ramos. Habló con voz apagada, que era imposible oír desde afuera. El viejecillo a quien iba dirigido el discurso escuchaba atento, emocionado. Habían entrado los que andaban afuera, los dos jóvenes y dos muchachas bonitas, vestidas con extraordinaria sencillez.

—¿El santo, seguramente, del caballero anciano?— preguntó Alfaro al que no veía con buenos ojos las sátiras de los turistas.

—Sí, señor. Ese viejecito es don Bernardino Navarrete, profesor que fué de no sé qué Universidad, de Jacona o de Zamora, no estoy seguro. Hombre muy ilustrado, muy honorable, muy apreciado...

Cuando acabó de hablar el orador, que se fué a enfrascar en su partida de ajedrez tras de estrechar la mano de su amigo, el viejecito pidió a una de las jóvenes que acababan de llegar:

—Ahora tú hija, toca algo…

—Pero abuelito, si ya lo tengo todo olvidado…

—Nada, nada, siempre dices lo mismo y cada vez tocas mejor. Anda, ya sabes: la mazurca de Chopin.

Buscó entre los papeles de música la muchacha y le dió gusto al abuelo y a la reunión de adentro y a la de afuera, con aquella composición poética en que parecía exhalarse el alma de las cosas viejas, como si un sutil perfume, una fragancia que viniera del pasado se desprendiera de todos los objetos, de los retratos de la melancólica estancia y cada uno dijera su historia de amor o de dolor, su “momento de oro” o su minuto de desesperación y de abandono.

El viejo reloj que marcaba las horas desde hacía muchos años con tic-tac arrullador y que había sido testigo del desfile de muchas vidas, parecía estar acompañando ahora los recuerdos que danzaban en el aire con el isócrono sonar de su péndulo, tal como contó los minutos en los tiempos inefables de tanta juventud que se había marchitado.

Alfaro no recordada a ninguna de aquellas caras ni tenía presentes los nombres de personas tan conocidas en el lugar. Esto le produjo una fuerte impresión de desencanto. Se había hecho cuentas galanas, en verdad, al contar con afectos, amistades, relaciones en un punto por donde había pasado como un extraño ¿Por qué llegó a pensar, a esperar en lo que no había existido nunca?

Con todo, alguno debía de quedar: aquel doctor Rosales que era de los habituales contertulios de Valle Umbroso y se deleitaba examinándolo, queriendo saber de sus estudios, cada vez que regresaba del colegio; los parientes de Ana María, Ángel y Juan Segovia, primos lejanos que solían acompañarle en sus excursiones campestres, en sus cacerías, en sus paseos a caballo. ¿Por dónde andaría toda esa gente?

Esperaba la mañana ansiosamente para hacer, con las viejecitas Acevedo, el balance final de relaciones y memorias; para afrontar, por fin, aquel recuento de afectos que él había dejado morir, indolente y desorientado…

Se retiró de la ventana y volvió a su hotel que se hallaba en calma. Metióse en el lecho, rendido, y un sueño profundo vino muy pronto a borrar de su memoria tantas impresiones, a darle laxitud a los nervios tensos, a sacarlo del torbellino de sensaciones que le agotaron durante el día...

XXII

Estaba desierto el hotel cuando Alfaro despertó, bien avanzada la mañana. Penetraba el sol a su cuarto por la abierta ventana, que dejaba ver un cuadro de cielo diáfano, de un azul índigo fuerte.

Trató de llamar para solicitar un baño que le hacía mucha falta y vió con desconsuelo que no era posible comunicarse con la servidumbre sino por medio del primitivo sistema del grito.

Echóse fuera de la cama, ágil, descansado, lleno de ánimos. Se cubrió con una bata y supo, de boca de una criada que barría las hojas secas del corredor que no se estilaban allí los baños, y menos en invierno; que en la plaza de San Agustín podría hallarlos, siempre que avisara con anticipación para que le preparan agua caliente, y que también en el hotel de junto al lago encontraría regaderas más o menos bien acondicionadas.

Agotó el agua de la jarra en abluciones copiosas y salió a la calle después de un abundante desayuno. Se sintió más libre, más tranquilo, con la certeza de que no había nadie que le reconociera.

Su desmedido orgullo no toleraba los términos medios o los afectos cálidos, que tanta falta le hacían o la extranjería absoluta, en vez de la curiosidad desdeñosa de dos que le reconocieran vagamente, indiferentes a su llegada.

Encaminóse a la calle de la Cruz, en busca de las viejas amigas de su familia. No sabía el número de la casa, pero tenía la seguridad de dar con ella. Luego vió que la empresa no era fácil porque todas tenían la misma apariencia. Grandes portones letrados, cancelas de hierro o de madera que detenían al visitante en el cubo del zaguán, jardines que apenas mostraban las huellas del invierno, salas sombrías que sólo dejaban ver espejos, retratos, cerradas como estaban las hojas bajas de sus ventanas.

A todas se asomaba, con divagada curiosidad. Iba mirando, atento, cuanto le salía al paso. En la Plaza Mayor, se había acabado el comercio lánguido que hacían en la mañana, alrededor de ella, los indios que llevaban semillas, verduras, frutas. Veíanse mujeres sentadas junto al petate donde tenían su pobrísima mercancía o apoyadas en las mesas que sustentaban grandes vasijas llenas de bebidas de extraño sabor, hechas con plantas y frutos de la región. Algunas remendaban su ropa o conversaban con sus vecinas, esperando algún cliente rezagado, después del movimiento de la mañana.

En las bancas de la plaza se recostaban con infinito abandono tipos pueblerinos que semejaban no tener problema en la vida. Algunos turistas sacaban fotografías y otros gozaban de la calma del pueblo, espesa, absorbente sentados también en las bancas del jardín adormecidos por aquella quietud en que el aire mismo pasaba diciendo cosas sedantes, aconsejando no inquietarse por nada, burlándose de los que venían cansados de la vida de la ciudad y encontraban un momento de felicidad en la total negación de todo movimiento.

Pasó Luis junto a la casa de Ana María y una fuerza más poderosa que su voluntad le hizo apretar el paso. En las ventanas de la sala, sobre los marcos apolillados y desteñidos, veíase una gruesa capa de polvo. En el marco del portón amplísimo, en la entrada de la casa, dormía, con los brazos cruzados sobre el pecho y la cabeza inclinada, un soldado de mala catadura.

Las calles de la Cruz, que se extendían hasta dejar ver el monte, achaparrándose y confundiéndose con la maleza en el lugar donde terminaban, se envolvían en el mismo silencio rumoroso de toda la ciudad. Raramente se veía pasar a algún grave señor que salía de su casa sin prisa, o a las criaditas que venían del mercado, a los aguadores que iban a la fuente o volvían de ella.

En la puerta de una casa, una ancianita que tejía una labor de aguja mientras esperaba que se presentara un parroquiano providencial para dos “ates” morelianos que exhibía en una mesita; alzó los ojos para ver, sobre los vidrios de sus gafas, al moroso paseante que se había detenido frente a ella.

—¿Pudiera usted decirme a dónde viven las señoritas Alfaro?—le preguntó Luis.

—Justamente allí, respondió la anciana, señalándole una casa que estaba al cruzar la calle.

Agradeció Alfaro el informe, atravesó la calle, seguido de la mirada, llena de preguntas, de la viejecita. Antes de entrar curioseó, por la ventana. Reconocióse él mismo en un retrato en que aparecía al lado de sus padres, vestido con un trajecito negro, de largas hileras de botones en los costados, un gran cuello blanco, pantalón corto y altas botas abotonadas hasta el tobillo.

No pudo reprimir la emoción que le subió a la garganta pensando que iba a ver, por fin, gente que le recordaría su niñez, su lejana juventud; gente que no había visto hacía veinte años y que conservaría, con más precisión que él mismo, los pormenores de la riente vida de sus primeros tiempos; que se habían desvanecido en su memoria rodando por un mundo tan distinto de aquel mundo apacible.

Y en aquella casa nada había cambiado. Desde la entrada, recibiéronle, con un mudo gesto de felicidad altiva, de firmeza, de lealtad para el sitio donde habían estado siempre, las pequeñas cosas que él reconocía al momento y que le decían cómo vive más y es más fácil de recordar lo que es inmóvil, lo que no tiene mundanza.

Junto a la cancela, por dentro del patio, había un cuadro que representaba a Cristo atado a la columna, de una ingenuidad inolvidable. El Divino Maestro, sin la amargura del suplicio y de la humillación, sin expresión de dolor ni ninguna otra; con un rostro complaciente y tranquilo, parecía vigilar el paso de los que entraban y salían, mirándolos atentamente, siguiéndoles con la mirada.

Llamó desde la cancela por medio de un timbre que sonaba con el abrir y cerrarse de la puerta.

Del interior de la casa venía un olor de cuartos cerrados, de cosas viejas, que acusaba la soledad, el hermetismo, el apartamiento en que vivían sus dueñas.

El sonido del timbre resonó en la soledad de la casa como si fuera un ruido inútil. Nadie se presentaba a saber quién llamaba.

Luis esperaba sin impaciencia y más bien satisfecho de aquella espera que le permitía reponerse de su desconcierto y observar con enternecida curiosidad una de las pocas casas donde se alegrarían de verle.

A falta de comodidades, pues todo era viejo y pobre, había una limpieza exagerada. Los cuadrados del piso de betún, rojos y negros, reflejaban como un espejo los objetos, las plantas del jardín. Grandes tinajas de agua rezumaban humedad sobre los carcomidos arriates que las sostenían. Una fuentecilla circular, que parecía el brocal de un pozo, adornaba el centro del patio, ostentando en el centro un grifo por donde en otros tiempos salía el agua.

Volvió a llamar Alfaro y precisamente cuando se decidía a cruzar la cancela para buscar a los remisos moradores de aquella casa desierta, apareció una viejecita pequeña, vestida a la antigua usanza, tal como la recordaba Alfaro: con las amplias enaguas hasta el suelo; la blusa de mangas angostas y largas, lleno el pecho de medallas. Tenía cetrino el color, restirado el cabello gris y atado en la nuca en una trenza pequeñita, cegatones los ojos, sobre los que se ponía una mano para distinguir al que entraba.

Llamó, extrañada, a su hermana:

—Jesusita… un señor…

Alfaro siguió caminando, en dirección a la anciana, que se alarmaba por momentos.

—¿Quiere usted un cuarto? —decía a gran prisa—. Dispense un momento. Ahora viene mi hermana... Es ella la que se entiende...

Pero en vista de que el extraño visitante no se detenía sino que se llegaba a ella con los brazos tendidos y con una sonrisa que ya, acorta distancia, ella distinguía, adelantó la cara para verle, fijando en él sus ojillos grises, sin vida, y mostrando, en la expresión del rostro, una ausencia total de la idea de quién pudiera ser el intruso.

—Pero, ¿quién es? —preguntaba, ya con verdadero azoro.

Jesusita llegaba en aquellos momentos, renqueando, abrumada con su corpulencia, gordísima, levantando sobre la frente los anteojos que no le servían sino para leer o coser.

—¡Alabado sea Dios! —exclamó, agitadísima, roja de emoción, reconociendo a Alfaro—. Pero, ¿es posible? ¿De dónde sales? ¿Cuándo llegaste, y así, tú, solito?

Luego, dirigiéndose a su hermana, que seguía embobada luchando con su memoria y con la simiceguera que le velaba los ojos:

—¿No miras quién es? Es Luis, Luisillo Alfaro…

Abrazó el viajero a las dos buenas mujeres que expresaban de muy distinta manera su emoción: Jesusita, con una alegría desbordante, alharaquienta, que la hacía temblar, derramar lágrimas, moverse descompasadamente, y Lola, con una especie de atonía aplastante, como si le hubieran puesto delante algo que debiera ser motivo de intenso regocijo y sólo le producía desesperación y tristeza por tener confusa la mente, secos y apagados los ojos, ausente para siempre de su corazón la alegría.

Su hermana la disculpó, observando que Luis la veía con asombro:

—Dispénsala, está así desde hace mucho… Una enfermedad de los nervios que le quedó de un ataque hemipléjico. Pero ¿y Anita? ¿Dónde la dejaste? ¿Viniste tú solo?

—Solo… —dijo sombríamente Luis, dejándose caer en una silla.

—El tono de esa única palabra lo decía todo. La viejecita lo comprendió y se abatió también en otro asiento, sollozando convulsivamente.

Lola veía aquella escena con extraña hosquedad, sin decir palabra. Parecía no entender todavía nada de lo que pasaba delante de ella.

Cuando pudo hablar, Jesusita se desató en preguntas.

—A ver cuenta, dime, cuéntame todo y explícame, ingrato, ¿por qué nunca volvimos a saber de ustedes? Llegamos a suponer que no existían. Es cierto que Anita nunca tuvo intimidad con nosotros, pero ¿tú? Ni una palabra, ni una letra… De cuando en cuando nos daban noticias vagas: que estaban en Europa, que en los Estados Unidos…

A picture containing text, book

Description automatically generated

Ilustración: Fulgencio Corral, La Prensa, 15 de Marzo de 1942, página 32.

Alfaro trató de explicar cómo llegaron desorientados al destierro, cómo se aislaron después en él, y de qué manera pasaron los años como si fueran un día, un día de espera en que no precisaba comunicarse con nadie porque todo era provisional y el regreso reanudaría cuanto quedó pendiente en materia de amistades, de cariños, que también esperarían alborozados la vuelta de los que fueron.

Un golpe brusco de realidad fué el volver los ojos, en aquellos momentos, hacia la pobre mujer extraviada que tanto había querido con mirada ausente, sin reconocerle, con una frialdad que llegaba al alma.

¡Oh, no! El tiempo era muy cruel. Discurrir rápidamente para los que tenían juventud y amor; pero esos mismos días, llenos de esperanza para unos, eran de languidez, de acabamiento para otros. Y los encuentros, al cabo de muchos años, habrían de tener siempre esa falta de conexión de las almas que ya no se comprenden como en otro tiempo, como se hubieran comprendido de seguir viviendo juntas…

Entendió el sentido de aquella mirada la enferma se echó a llorar. Marchóse limpiándose las lágrimas con la punta del delantal y se dirigió a una habitación entre cuyas sombras distinguíanse estantes llenos de libros, imágenes de santos; muebles viejos y arrumbados.

Luis trató de seguirla para decirla algunas palabras de consuelo, de afecto, pero le detuvo Jesusita.

—Déjala, es lo único que le hace bien: llorar. La impresionó tu visita y como no puede desahogarse con palabras, después de unas lágrimas es como se siente más despejada y conforme.

—¿Qué tiene, en suma?—preguntó Luis.

—Desde que murió nuestro hermano, el canónigo, vimos que aumentaba su abatimiento, una pesadumbre que venía de muy atrás, de los tiempos en que emigraron todos nuestros amigos, ustedes entre ellos cuando entraban y salían los rebeldes cometiendo toda clase de tropelías, cerrando las iglesias, persiguiendo a mi hermano, dejando desolada la región, donde sólo quedábamos los que no podíamos huir. Un día sufrió un ataque en la iglesia, quedó paralizada de medio cuerpo y sólo a fuerza de cuidados recobró los movimientos de su cuerpo, pero el pensamiento, el espíritu, quedaron desquiciados…

Ella, en cambio, según lo advertía Luis conservaba la viveza que siempre había tenido. El canónigo la llamaba bachillera, literata, sin dejar por eso de mandar imprimir los versos místicos que ella componía, en loor de la Virgen, o para la fiesta de algún santo, y de repartirlos “para aumentar la devoción de los fieles”.

Alfaro satisfizo la ansiedad de la viejecita contándola cuanto ella ignoraba de su vida, de sus afanes, de sus tristezas, de la muerte de Ana María, de la adopción del niño norteamericano, cuyo retrato, que llevaba siempre en la cartera, la mostró con mal disimulado entusiasmo paternal.

Jesusita la contempló enternecida, calándose los anteojos, y alegrando las lágrimas que la había vuelto a arrancar el relato de la desterrada, con una bondadosa sonrisa de abuela.

—Lindo… lindo. Y además, se te parece. ¿No llegaste a saber que te llamaban “el gringo” viéndote “güero”, de ojos claros y de tal corpulencia y estatura como la tuya?

Como en día de tormenta veraniega, en que a veces se nubla y llueve y a ratos sale el sol y alumbra el campo llovido y borra las tristezas con rayo luminoso que es vida y esperanza, así en la charla de aquellos dos seres que se descubrían tantas cosas que ambos ansiaban saber leyendo en sus vidas como en el más ameno, el más profundo, el más triste y el más consolador de los libros, el llanto sucedía a la risa, y sin transición pasaban de recorrido entre tumbas a una descripción de las ciudades que el viajero había visto, o a la historia del encumbramiento rápido de uno de tantos nuevos ricos de la revolución, que la viejecita contaba con gracia e ironía…

Dos horas llevaba la conversación y apenas había sido un desflorar de asuntos clientes, de arrebatarse la palabra preguntándose una y otro lo que venía primero a la imaginación excitada. El sol daba de lleno en el corredor y Jesusita propuso, para evitar la molestia de sus rayos ardientes, que fueran a seguir conversando a la sala.

La sala era un museo. Un museo de donde podían habilitarse muchas galas típicas, con el clásico mobiliario, el ambiente, la traza de las salas coloniales; de los salones de las casas próceres, de arraigo y tradición, que fueron atesorando objetos de cada época, retratos, cuadros, fotografías descoloridas de los primeros tiempos de ese arte. Adivinábase que en aquel largo salón se habían ido acumulando, por herencia, donaciones o encargo de familias que huyeron en épocas aciagas, muebles y adornos de otros casas, porque de casi todo había duplicados; y sólo con dificultades, sorteando escollos y arrecifes, con la habilidad de “práctico” de la dueña de la casa, se podía andar entre los sillones y “confidentes” que formaba estrados en distintos lugares, entre las mesas redondas cargadas de adornos, los cojines que inundaban el suelo, los jarrones, tibores, imágenes de santos y jardineras estorbosas e inútiles.

Presidía aquel tumulto una mala amplificación a lápiz del canónigo Acevedo, enmarcado en un corriente marco de madera dorada. Una colección de Papas contemporáneos y del siglo pasado, veíase diseminada entre retratos familiares. Estaban Pío IX, León XIII, Pío X y Benedicto XV. Un cuadro del Juicio Final y otro de Adán y Eva expulsados del paraíso ocupaban los lugares de honor, a los lados del retrato del canónigo. En vitrinas cerradas había una imagen del Niño Jesús y una escultura del Padre de la Independencia, don Miguel Hidalgo y Costilla. La historia de México comenzaba con una pintura del incendio de las naves del Conquistador Cortés, y representando épocas, gobiernos, facciones, mirábanse los retratos del Virrey Enríquez de Almanza, de don Vasco de Quiroga, del primer Presidente de México, don Guadalupe Victoria, de don Agustín de Iturbide, de la Emperatriz Carlota, este último en una valiosísima miniatura.

Mostrábanse materialmente tapizadas las paredes de fotografías en las cuales podían apreciarse las modas de un siglo. Damas de crinolinas y guardainfantes y caballeros de perilla y de angostos pantalones, cruzados chalecos, cuellos abiertos en la garganta y de grandes picos que tocaban el bigote, y rabonas chaquetas de pana. Señores de levitones inmensos, largos como paletos y señoras de monumentales sombreros, profusos de adornos, como una selva donde hubiera frutas, pájaros y follajes. Otras con trajes de interminables caudas, entallados en tal forma que volvían ondulantes los cuerpos femeninos, deformados por el corsé, y altos, ubérrimos los bustos, también a causa de esas fajas que torturaban los pechos.

Donde no había cuadros o espejos, cubrían las paredes cromos y estampas de calendarios de todos los años y de todos los establecimientos comerciales habidos en Pátzcuaro desde que el Canónigo Acevedo era niño.

Pero lo más notable de aquel conjunto de cosas raras y antiguas era un monstruoso jarrón de barro, que ostentaba en el centro del salón, decorado con fragmentos de tiestos o de vajillas, recubierto con pedacería de vidrio, de todos los objetos imaginables, que lo erizaban funambulescamente: ampolletas vacías, globos viejos de lámparas eléctricas desechadas, figurillas de juguetería, frascos y redomas de todos los colores; prismas de candiles suntuosos, sutiles canutos de cristal… ¡la obra de una imaginación desviada, pues se debía a las pecadoras y laboriosas manos de Lolita, que se dedicaba a esa alfarería fantástica, trasunto de su vida en la que sólo brillaban ya los colorines y resplandores de recuerdos fragmentarios, deformados, rotos, grotescos, inútiles…!

No obstante el descuido, la falta de gusto, la chocarrería que asomaba en algunos detalles, como éste del jarrón, la sala de las Acevedo tenía un dulce encanto de vejez y de aristocracia. No era fría como un museo. Todas las cosas vivían, estaban ligadas al presente con las vidas de las dos ancianas que se movían entre ellas y las animaban, les daban calor. En uno de los pianos de dos que había, las teclas amarillentas y gastadas por el uso y los papeles de música, ajados y rotos, cabalgando sobre el atril, decían que todavía, de cuando en cuando, vibraban las viejas cuerdas bajo las manos que recordaban saudosamente armonías olvidadas.

A la vista de los retratos que ayudaban a reconstruir el pasado comenzó aquel pasar lista que tanto temía Alfaro. Invariablemente, a cada pregunta que él hacía, la viejecita iba respondiendo: “Se murió”, “está ausente”, “vive en la capital”, “se fue a Morelia”.

El recién llegado protestó. ¿Cómo era posible? ¿No quedaba ninguno de los que había conocido?

—¿Y de qué otra manera puede ser, hijo mío? En quince años, en veinte —ya no recuerdo exactamente cuántos van desde que te marchaste a esas guerras de las que nunca volviste— se renueva una generación. Se va una y viene otra. Además, en épocas agitadas todo cambia, se transforma, se disgrega. ¿Quedar? Quedan los hijos de los que murieron, los que eran pequeñitos cuanto tú te ausentaste y que nada saben de ti, sino es la leyenda de las riquezas y las aristocracias de estos pueblos ahora empobrecidos. Toda es gente nueva.

—¿Nunca volvieron ustedes por Valle Umbroso? preguntó Alfaro temblándole la voz.

—No. ¿A qué hubiéramos podido ir? En la época de la revolución nadie se arriesgaba por los caminos. La finca estuvo intervenida mucho tiempo porque tú fuiste federal. Los facciosos de “El Chivo Encantado“ un cabecilla que dejó recuerdos amargos de su crueldad y barbarie, y que al fin fué fusilado por los mismos revolucionarios, incendió la iglesia y una parte de la casa grande. Después supimos que la vendiste. Los nuevos dueños reconstruyeron lo deshecho, trabajaron algún tiempo, pero ahora la tienen casi abandonada. Les quitaron las tierras para repartirlas a los agraristas.

—¿Y la gente de la hacienda? inquirió Alfaro, pensando con ternura en el caballerango Ponciano Rodríguez, a quien tenía muy presente: alto, calvo, huesudo, respetuoso, amable y fiel como un dogo, que le enseñó a montar desde que él, Luis, era un chiquillo de seis años y le acompañó después en todas sus excursiones; en don Pedro Gaitán, como llamaban, con ese don que le daba una categoría especial entre la servidumbre, al viejecito de cara infantil, llena de arrugas y de sonrisas y cuyo empleo en la hacienda no se hubiera podido determinar en un momento dado hacía las listas de raya, ayudaba a la misa los domingos, rezaba el rosario en las tardes, enseñaba la doctrina, los sábados, a los niños de la cuadrilla y vigilaba la despensa; en el caporal, don Sixto Fuentes, viejo valetudinario de piernas arqueadas, casi ciego, pero erguido a pesar de sus ochenta y pico de años y de sus achaques. Don Sixto había servido a sus abuelos y conservaba el puesto desde entonces, hasta cuando Luis le dejó en la finca, sin servir ya acaso para nada. Descansaba en sus hijos a los que trataba con dureza para que le tuvieran al tanto de lo que ocurría en el campo; de la cuenta de los animales y hasta de las edades, colores y nombres de los mismos, que él retenía con una rara precisión en la memoria desvaída. Una dureza del anciano sirviente, con sus hijos y subordinados, que contrastaba con la humildad con que se quitaba el sombrero delante del “amo don Luisito” cuando este era todavía un imberbe.

Era cosa de ver a don Sixto, delante de aquel muchacho presuntuoso, diciéndole:

—Señor, se nos murió una vaca en “La Peña…”

La viejecita quedóse pensativa antes de responder, entrecerrando los ojos como para enfocar las cansadas pupilas hacia una remota escena que estuviera viendo.

Al fin dijo:

—Como si la hubiera barrido un huracán... Aquí vive la mujer de Juan Ponce, el que nos traía la leche de la hacienda, que nosotros vendíamos por bondad de tu padre. Ella nos cuenta, nos da noticias desde hace muchos años. Fué de las que perdieron a su marido y a sus hijos en la revolución. Se pone a hacer cuentas, a recitar nombres y no acaba nunca. No pierde la querencia, como ella dice, y a la querencia va de cuando en cuando. Iba, mejor dicho, porque en los últimos días apenas puede moverse. Es de mi edad, más o menos. Por ella sabemos todo lo que ocurre en Valle Umbroso. ¿Por la gente preguntas? Échate a buscar una bandada de golondrinas que perdieron el nido al derrumbarse la casa que lo sustentaba y tendrás mejor suerte que tratando de saber a dónde están los trabajadores de la que fuera tu hacienda.

—Pero, entonces, ¿a quiénes? les repartieron las tierras?

—Es la misma historia. Los que conocimos nosotros están en otro lado; de otras partes vino gente nueva. El mundo se volvió loco en los últimos años...

Locura le parecía a la viejecita lo que ella veía desde su rincón solitario, donde el tiempo no cambiaba nada y sólo iba dejando las huellas descoloridas del discurrir de unos días sin agitaciones.

Entró tímidamente Lolita a la sala.

—Siéntate. Luis quiere hablarte —le dijo su hermana.

Sonrió como quien se disculpa de un olvido. Quiso decir, seguramente, lo que bullía en su cerebro oscuro, donde el recuerdo de Alfaro y de los dichosos tiempos en que le conoció, trataba de precisarse sin conseguirlo. Dijo entonces algunas palabras incoherentes y volvió a callar. Su obsesión era el jardín, el aguador que no cumplía con “los viajes” necesarios para regar las plantas.

Hoy tampoco acabó Bruno. Hay unas matas que se están secando.

Alfaro sentía el corazón opreso. No se le ocurrían las palabras que pudiera decir a su amiga para traerla a la realidad sin lastimarla con la idea de que él se daba cuenta de su extravío…

—Hoy no tenemos huéspedes, declaró la enferma, con esa infantilidad de los dementes que dan cuenta espontáneamente, como los niños, de lo que ocurre en su casa.

Jesusita explicó que de eso vivían ahora. De alojar turistas alquilando los cuartos vacíos. Ayudábanse también haciendo los famosos dulces de Michoacán, los “ates” o jaleas y pastas de frutas que los huéspedes se llevaban como reliquia.

—¿Recuerda qué atracones me daba de esos dulces ¿Cuándo los llevaban ustedes a Valle Umbroso? dijo Luis dirigiéndose a Lolita para forzar su memoria y ver si por aquél camino conseguía abrir brecha en su angustioso olvido.

—A Valle Umbroso… Ah sí... hace mucho tiempo. Pero yo no salgo ya nunca, exclamó como si la amenazaran con llevarla y sintiera miedo de entrar de nuevo a la corriente de la vida.

Levantándose de su asiento, dijo a media voz

—Voy a ver si viene Bruno.

—Pobrecita hermana —suspiró Jesusita—. Ni el consuelo de su compañía me queda, porque ya no es ella.

Después, interrogó a Luis:

—Y tú, ¿qué planes tienes? ¿Qué piensas hacer? ¿Vas a instalarte definitivamente en México?

La pregunta planteaba una resolución que no tenía y de la que se encontraba más lejos que nunca después de la conversación con la viejecita.

Por eso respondió “no sé”, sintiéndose horriblemente desconcertado, pensando en su pobre Ana María, que se había quedado en la tierra extraña; pensando en su propia tierra con la impresión de que se le escapaba, de que huía bajo sus pies negándole asiento, castigando su disipación afectiva, su falta de interés por ella, su huida indisculpable a pesar de todos los horrores que ella hubiera sufrido, o precisamente a causa de ellos. Había sido un crimen dejarla como se deja una madre dolorida en momentos de aflicción. Aquellas viejecitas eran más felices que él, a pesar de todas sus miserias y de todas sus tristezas, porque sus ojos se cerraron viendo el mismo panorama, aunque fuera aquel, limitadísimo, de las paredes de su casa que conservaba memorias y tradiciones. Y, dolientes y desvalidas como eran, se apoyaban una en otra con lo único que da alientos para terminar la jornada y es el afecto de los que nos quieren o el recuerdo de los que nos han querido…

Hombre de impulsos violentos, de resoluciones rápidas, de reacciones súbitas, como todo imaginativo, se desprendió de aquella tristeza que pretendía cerrarle los caminos, y pasó del abatimiento a una nueva esperanza.

En México, en la ciudad absorbente que había succionado a toda la población del país, adonde estaban todos sus amigos, irían a buscar la orientación que hasta ahora se le ocultaba.

Le comunicó esa determinación a su amiga, que comprendió bien lo que pasaba por el alma del recién llegado.

No se atrevió a proponerle nada a pesar de su deseo de retenerle. ¿Qué podría decirle, sí ella misma le hizo una triste pintura de los lugares por los que preguntó con una ansiedad que ocultaba el deseo de volverlos a ver, y había puesto una cruz sobre cada recuerdo y sólo pudo hablarle de muertes, de ausencias, de olvidos y de ingratitudes?

Despidióse Luis de su amiga prometiendo volver para decirla adiós. Llevaba la pesadumbre de que, hasta ahora, a cuantos encontraba en su extraño viaje, tenía que dejarlos, después de cruzarse un momento en su camino, desprenderse de ellos para seguir el suyo, que lo empujaba hacia adelante, lejos de cuantos había querido.

XXIII

Aquella misma noche estaba Alfaro en camino para la Ciudad de México. No llevaba ya la ilusión del viaje. Era, en el tren, uno de tantos pasajeros que sólo piensan el lugar de su destino. Le pesaba sordamente, como pesan los desengaños, el de su visita a la ciudad solitaria, que se quedaba ya atrás y para siempre en aquel atardecer en que salía casi en fuga, perseguido por las sombras de la noche. Estas le borraron accidentes y cambiantes del camino que recorrió emocionado dos días antes. Se dejó llevar huraño, temeroso, guardando avaramente su postrera esperanza para el lugar hacia donde le arrastraba el afán de quedarse en su país.

Le extrañó la soledad del vagón. Acompañábanle solamente tres viajeros, tan silenciosos y abstraídos como él.

Las ciudades, los pueblos por donde pasaba, tenían, en cambio una animación extraordinaria. Veíase la estela de oro de los cohetes sobre la silueta negra de los caseríos, alumbrados aquí y allá con iluminaciones de fiesta. Resplandecían las iglesias con las luces de las candilejas que festonaban el borde de sus muros subiendo algunas hasta la torre donde sonaban con loca alegría las campanas.

¡Era la noche en que nadie viajaba, en que todo el mundo quedábase en su casa, al calor de hogar, junto a la familia en media de los afectos y de las amistades en una fiesta íntima, de la que participaban todos, desde los chiquillos despabilados hasta las abuelas tristes que reclamaban su parte de vida en la gran noche de las efusiones y de los recuerdos, en la noche Navidad…!

Había olvidado la fecha, la celebración, al decidir su rápido viaje. Por lo demás ¿qué le importaba pasarla en un tren, viéndola de lejos, a él que no tenía dónde ni con quién disfrutarla?

Hundido en su asiento se daba cuenta de que no era el mismo de los días anteriores. Se había secado la vena del torturado sentimiento que durante ese tiempo le llenó el pecho de una emoción cuajada de promesas, haciendo subir a sus ojos, sin motivo, la humedad del llanto, en una anticipada explosión de ternuras para todo lo que iba a ver. Tenía ya todas las reservas de quien se acercó con los brazos abiertos a un antiguo afecto, que respondió fríamente al cariñoso halago.

Y lo más inquietante de todo era que Bellavista empezaba a llamarle, a desplegar la seducción de los lugares que nos reclaman después de que agotamos la novedad y el encanto de los que nos llevó lejos de ellos.

En Pátzcuaro recibió cartas de su administrador y de su hijo. Vibraba en ellas el deseo de que volviera cuanto antes. Preguntábanle, temerosos, qué le había parecido México con un instintivo y secreto deseo de que no hubiere hallado como los soñó. Luisillo añoraba “los días felices que había pasado en la granja al lado su madre querida” y el administrador Compean ponderaba la tristeza de los trabajadores que no vivían ante el temor de que el amo vendiera la finca y tuvieran que ir a dar a otras manos.

Todo esto tenía un calor de cariño que le atraía dulcemente.

¡Era cierto que también se extraña la celda de una cárcel, al cabo de vivir muchos años en ella! Se explicaba la nostalgia del lugareño que en todas partes echa de menos el poblacho gris y mustio, la casa vieja y apartada, la choza perdida en una montaña, lo más contrastado con la opulencia de las ciudades o con la belleza de los paisajes distantes, pero que es, ciertamente, el engrane perfecto con la realidad tranquila de la vida, es la vida misma, domeñada, familiar, atrayente, sin esa impenetrable reserva de lo extraño, que nos expulsa de lo más opulento o de lo más bello, donde no hallamos nada. nuestro, y nos empuja con vehemencia y ternura hacia el rincón solitario donde las mismas piedras parecen hablarnos…!

Inquietábale a Alfaro aquella inversión brusca, cruel, que dislocaba su imán afectivo haciéndolo apuntar hacia otro lado, perfectamente opuesto al que reclamaba el sentimiento patrio, la fuerza avasalladora que le había hecho caminar enormes distancias buscando una luz, un calor que, de repente y en brusca y burlesca mudanza, se le aparecía en el mismo lugar de donde había salido para buscarlo.

Estremecido de angustia pensaba en aquellos que él había considerado con desdén y con pena al verlos apegados a una nacionalidad que no era la suya, arraigados en el suelo extraño, presintiéndoles siempre un poco parias y horriblemente desposeídos del bien supremo de la patria, más hermosa cuanto más distante.

Le sorprendió el sueño en pleno desconcierto, y dentro de la vaguedad del sopor que se inicia; iba perdiendo la noción del rumbo, de la distancia, ignorando si soñaba lo que quería, o si lo que quería era algo más irreal o imposible todavía que un sueño…

* * *

A la vista de la ciudad suntuosa y soberbia, asentada en el paraje más bello de la tierra, en el valle que deslumbró los ojos ávidos de maravillas de los conquistadores después de cautivar a los reyes guerreros, soñadores, sibaritas, que vinieron del Aztlán buscando el sitio adonde fundar su imperio fabuloso; a la vista de la ciudad imperial y virreinal, conservadora y republicana, antigua y moderna, aristócrata y plebeya, legendaria e iconoclasta, de pergeño colonial si se la veía desde lejos, como ahora, entre las brumas de la mañana, y universal y cosmopolita entrando ya en su vida inquieta, nerviosa, contrastada, violenta, abigarrada, pintoresca, llena de color y de originalidad; ante el panorama de la metrópoli que había sido el escenario de sus juveniles hazañas de amor y de entusiasmo y cuyo nombre tenía ahora la eficacia de precisar en todo el mundo una rebelde actitud, un gesto audaz de renovación, un estruendo de voces agitadas que clavaban interrogaciones agudas como dardos en el porvenir, Alfaro no pudo evitar la misma emoción de su llegada a tierra de México, en la frontera; la emoción de su arribo a Pátzcuaro; una emoción que quería ocultarse a sí mismo como si fuera un sentimiento destinado a perderse siempre, a mirarse siempre burlado…

Rodaba el tren aquella mañana fría de diciembre atravesando campos cultivados, haciendas lecheras, pueblos de sórdido aspecto, de viejas casas semiderruidas, con muchos años de incuria encima, pero en los que se notaba la animación de los lugares que viven junto a las grandes ciudades. Había una corriente de carros, de automóviles de carga, de recuas de burros, que llevaban frutos y productos del campo a la ciudad. Encontraba Alfaro, juzgándola con aquel nuevo sentido observador de quien se alejó muchos años de su propio ambiente y ya no lo encuentra natural, corriente, armónico, perfecto, sino que lo analiza y lo examina comparándolo, quiera que no, con los conceptos de vida y de progreso a que se habituó en el largo vivir extraño, encontraba que no había conexión entre las espléndidas ofertas de suelo, entre la belleza incomparable de los campos y la pobreza y la melancolía que se exhalaba de dondequiera que hubiera un signo de vida humana.

Salía de todas las cosas una suavidad encantadora. Del clima que en pleno invierno dejaba vivir a la naturaleza y no cegaba los caminos ni desnudaba rabiosamente los árboles. De los campos donde dibujaban las magueyeras un bordado pespunte, romboidal y gracioso. Del inmenso panorama donde las montañas mismas semejaban haber sido puestas como un elemento más de ornato, con su airón de nieve en la empinada cumbre, o azules y ondulantes, limitando el valle para realzarlo más, como el marco de un cuadro portentoso.

En tanto, en medio de aquella dulzura caminaban trotando los indios, abrumados con su carga que no les permitía alzar siquiera la vista para contemplar lo que pasaba a su lado, llevando sobre sus espaldas verdes montañas de legumbres, renegridos sacos de carbón, haces de leña. Pasaban arrieros o campesinos, gente que disfrutaba del privilegio de vivir sobre aquel valle prodigioso y que se veía pobre, triste, cansada…

El tren que cruzaba frente a las chozas míseras de las rancherías, con estruendo de monstruo retador, parecía un insulto a su pobreza.

A medida que se acercaba el negro monstruo a la ciudad, perdiese un poco la ilusión que ésta despertara desde lejos. La capital se rodeaba de poblachos tristones y sucios, al menos, por esta entrada del tren del norte. Mujeres somnolientas, envueltas en rebozos pardos, cruzaban con indolencia los descampados o salían de sus casas destartaladas. En los bardales, grandes anuncios, de letras pintadas a la diabla, con monstruosas faltas de ortografía, hacían risibles y vergonzosas recomendaciones de aseo, que todos se empeñaban en contrariar aquella hora. Manchaban la lozanía de las arboledas, grandes basureros. La ciudad opulenta tenía aledaños de mendiga. Lamparones y miserias deslucían la veste suntuosa con que se adoraba. Y como si el personal de tren complaciera en mostrar con lentitud toda la lamentable y mal oliente resaca de ciudad las maniobras de la entrada a la estación duraban eternidades. Penetraba, por fin, reculando, el tren, con su misma petulante imponencia de todo el camino en el cobertizo oscuro de la terminal, en la Estación Colonia, que en aquella mañana de fiesta, en que seguramente nadie esperaba a nadie, tenía la tristeza de un lugar abandonado…

Caminando entre una silenciosa caravana que semejaba ir presa, pues llevaba al lado una escolta militar cuyos pasos marciales y unísonos resonaban sobre el asfalto dominando todos los ruidos de la estación, y llevando él mismo sus maletas, llegó Alfaro a la Ciudad de México.

El aire de la mañana, demasiado fresco, le hizo temblar un poco.

En el enverjado que impedía la entrada al patio de la estación unas cuantas personas, agarradas a las rejas, examinaban con ansiedad a los viajeros. Se alegraba de pronto un semblante a la vista de aquel que buscaba, como si se hubiera establecido de pronto una misteriosa corriente que iluminara los ojos.

Una nube de cargadores, de agentes de hoteles, de choferes estorbaba el paso del viajero al salir de la estación. No era la oferta insinuante, cortés, del que solicita, sin una competencia desbordante, una cacería despiadada de la clientela, un apoderarse por la fuerza los cargadores y los agentes de hoteles de las maletas del recién llegado, un parase en seco, los choferes, delante de su víctima para obligarla a utilizar sus servicios, una extraña agresión que destanteaba al pasajero.

La estación del ferrocarril venía a ser, pues, como una cortina que ocultaba la vida de la ciudad. Atrás quedaba la resaca, la tristeza, la miseria. Comenzaba la vida encuesta, desordenada, esplendorosa…

Recobraba la ciudad su aspecto señorial al salir uno de la estación. El Paseo de la Reforma, envuelto en una bruma gris que los aristocratizaba, daba la bienvenida majestuosamente al viajero. No desdecía de ninguna rúa europea. Bordeado de árboles de amarillentas ramazones, tras de la cuales se ocultan los palacetes de arquitectura antigua, limpio e impecablemente asfaltado, desierto a aquella hora, sin más testigos que las estatuas de los hombres ilustres colocadas sobre los andadores enarenados, a cada lado de la vía, el amplio boulevard invitaba a llegar, con un gesto de refinada elegancia, a la antigua sede de los virreyes.

Al recorrerlo, precisarse figuras y hechos de la historia de un país que la tenía gloriosa, viniendo desde el fondo de los siglos hasta el momento actual en que nadie podría decir cuando terminara el desfile de hombres empeñados en transformarlo, en cambiarlo, en darle la estructura definitiva de pueblo que sabe lo que quiere y lo que necesita.

Emperadores aztecas, reyes españoles, navegantes descubridores del nuevo mundo, frailes, y conquistadores, recios guerreros de la nueva, paladines de las guerras por la libertad y de las guerras interinas, contemplaban el paso de recién llegado para decirle que no había etapa de la vida de la nación, ni pedazo de tierra que dejara de tender estruendo de batallas, duelo, sangre, lágrimas y, como consecuencia heroísmos sin nombre, sacrificios gloriosos, abnegaciones, o, también, crueldades inauditas, ambiciones feroces, maldades y tiranías, que le daban al conjunto histórico el acusado relieve que sólo tienen los pueblos donde las pasiones elevan a los hombres a santidades y heroísmos o los hacen caer en inconcebibles abismo de maldad.

Ello era que el viajero, el turista, recibía la impresión de ir caminando sobre una tierra que tenía no sólo el prestigio de la tradición y la leyenda, como las ciudades históricas del mundo antiguo, mausoleos portentosos de una grandeza pasada, pero bien muerta, sino que era toda ella una leyenda viva, un prodigio actual. Las promesas de su naturaleza pujante y de sus razas que empezaban a despertar a una vida nueva, atraían la curiosidad y el interés de todo el mundo, como si fuera ya la única fuente de vida, de juventud y de energía dentro del espectáculo desolador de una humanidad caduca, cada vez más agobiada por decadencias y pesimismos.

El mismo Luis Alfaro que muchas veces desfiló en las grandes paradas militares de su tiempo sobre esta avenida suntuosa que arranca del Castillo de Chapultepec, residencia veraniega de los presidentes de la República, y termina en el Palacio Nacional, asiento oficial de los mismos jefes de la nación, sentía que respiraba ahora un ambiente raro al ir, camino de su hotel, por esta vía suntuosa.

Iba cogido ya, a pesar de todos sus problemas sentimentales por el encanto de la ciudad que, no obstante todos aquellos mudos testimonios de bravura, de inquietud, de rebeldía, tenía un aire bondadoso y risueño.

Uno que otro automóvil de gente desvelada o madrugadora se cruzaba con el que lleva a Luis al hotel. Había elegido el más elegante del mismo Paseo, “El Imperial“, que enfila la redondeada esquina de su triángulo hacia el boulevard en una de tantas de las caprichosas y geométricas figuras de la planificación moderna de la avenida.

Le chocó oírse, como si fuera otra voz y no la suya, la que decía la palabra que había dicho ya muchas veces a lo largo del camino, en cada parada del viaje, para pedir el alquilado albergue, en el lugar que lo recibía como a un desconocido.

—Un cuarto…

Sin prisa, sin el celo ni la acuciosidad de los grandes hoteles de los Estados Unidos, un empleado señaló a Luis el libro de registro para que escribiera su nombre y procedencia, con un gesto desdeñoso y benévolo al mismo tiempo, tal como si el hostelero representara a la ciudad que se digna recibir dentro de sus muros al visitante, concediendo una merced más bien que percibiendo un beneficio. Era esta una ciudad muy distinta de aquellas, traficantes y logreras, que se alegraban a la vista del recién llegado como a la vista de un cliente que entrara a un establecimiento comercial.

Aseado y descansado ya el viajero, que había despachado tales menesteres en el tren, instalado en un cuarto que daba al boulevard, sin otro problema que ver la ciudad y penetrar en ella para buscar entre las ruinas de lo pasado sus propios rastros, Alfaro se acodó en la barandilla del balcón para comenzar su ansiosa exploración.

La ciudad amanecía de fiesta. Se animaba con el transcurso de las horas. Doraba ya el sol las amarillentas copas de los árboles, ascendiendo en un cielo singularmente limpio y azul.

En un momento se vió inundada de paseantes la avenida. Se dirigían al Bosque de Chapultepec gentes endomingadas que disfrutaban de la caricia del aire mañanero caminando con lentitud por los amplios andadores.

Ponían el toque típicamente vernáculo del paseo, los charros y caballistas elegantes que continuaban la tradición del charro mexicano, en el traje y en la afición por cabalgar, pero que no tenían nada que ver con aquellos centauros, rancheros, grandes jinetes, sabios en las artes de la charrería, que parecían haber nacido sobre el caballo y tenían verdadera necesidad de esa cabalgadura para ir de un punto a otro y desempeñar faenas campestres. Charros que veían en el animal un compañera inseparable, un auxiliar de todos los momentos, un amigo, que hacía corvetas frente a la novia, alcanzaba un toro, ganaba una carrera o ayudaba al guerrillero a preparar una emboscada, dar un asalto o a escapar del enemigo.

Estos charros que iban ahora por una mullida callecilla de arena, sombreada por los grandes árboles del paseo, parecían temerosos, inseguros, temiendo más que deseando las gallardías de los corceles que les soportaban.

Por la avenida pasaba una corriente de automóviles, engrosada a medida que pasaban las horas, como la de un río henchido lentamente por lejanas afluencias.

Cerrando los ojos por un momento y bajo la influencia del afán de buscar en los mismos sitios las mismas cosas que habían dejado. Alfaro asistía, en una alucinación fantasmagórica, a la transformación de la avenida.

Esos coches elegantes, soberbias y relucientes máquinas que se deslizaban ingrávidas sobre el asfalto, habían venido a sustituir a las carrozas de piafadores caballos, al tren de los ricos de otros tiempos. En vez de los señorones de sombrero de copa y negros levitones, y de las damas de tocados inmensos, iba gente de la nueva aristocracia que parecía menos estirada más encogida que la vieja, pues no podía quitarse todavía el aire de asombro y de timidez del que ha llegado, aunque sea en son de conquista, a un campo nuevo, que antaño miraba con encono y con envidia.

En vez de las clásicas carretelas de alquiler, de las “calandrias“ rechinadoras arrastradas por escuálidos jamelgos cuyos cascos herrados se agarraban con desconfianza al asfalto, el “fotingo”, nombre genérico del automovilillo barato, así sea el “ford” de donde salió la corrupción del nombre o cualquiera otra de las marcas inventadas, para desesperación de los transeúntes callejeros, en el país de las máquinas y de las comodidades.

¿Y a dónde se habían ido los ocupantes de los viejos coches de la ciudad colonial, el empleado de sombrero hongo y alto cuello torturador, a quien acompañaba la señora de tápalo y enhiesto peinado y los niños de sombrero de paja con anchas cintas que caían sobre la espalda y sobre el cuello marinero adornado de anclas y de otras insignias navales?

Era otra gente, otro mundo, el que pasaba allí abajo, y había desplazado a la generación de Alfaro: obreros de recias contexturas y rostros morenos, muchachas desenfadadas y alegres, parejas de novios, gente de la clase media en donde se había operado un fenómeno semejante al que observa Alfaro en los Estados Unidos, pues el desquiciamiento social había hecho saltar los prudentes diques económicos de otros tiempos y el coche no era ya privilegio de los ricos sino que, por arte de las mismas facilidades comerciales que se extendían hasta México, podían poseerlo los que podían… y los que no podían.

El recién llegado disfrutaba de la extrañeza del espectáculo, tan raro para él como había de ser natural y corriente para quien lo viera transmutarse poco a poco, arrumbándose hoy una moda, desapareciendo, una tras otra, las figuras típicas; asistiendo al momento en que, por obra de una revolución, de una brusca mudanza; de una invasión de las costumbres extranjeras, se cambiaba todo. Se hundía, como por escotillón, para ocupar un sitio en el museo de las cosas de ayer, lo que le daba traza y fisonomía a un conjunto nacional, y surgían tipos, gestos, ademanes, respondiendo a la nueva actitud del pueblo.

Uno por uno mostrábanse allí abajo, ufanos, orgullosos de la modificación que representaban, los nuevos tipos. Esos muchachos imberbes, adolescentes, marcialmente uniformados, de mirada agresiva e intransigente y que parecían más atentos a imponer y subrayar las diferenciaciones del nuevo orden social, que a servir de guías y vigilantes urbanos, sustituían al gendarme bonachón al “vecino” al “tecolote” (como llamaban en su graciosa jerga folklórica las gentes del bajo fondo mexicano al guardián del orden público comparándola con el ave nocturna de aquel nombre) de grandes y lacios bigotes, vestido de azul, garrote al cinto, kepí francés y que se prestaba a desempeñar su misión citadina con un gesto cortés y complaciente en que había un poco de la servidumbre habitual de la gente del pueblo.

Los militares no ocultaban su extracción revolucionaria que no atendió a castas, privilegios ni estudios para hacer un general de un soldado e impuso las insignias de mando al que se distinguió simplemente por su actividad para organizar grupos armados, por su adhesión a la causa, por su lealtad a los jefes de tracción en tiempos de revuelta o a los gobiernos, cuando aquella recibía la sanción institucional tras de un dominio absoluto del país. Se habían suprimido entorchados, espadas, uniformes decorativos y todo cuanto le daba cierta teatralidad napoleónica a la oficialidad. Las chusmas habíanse disciplinado, no sólo en lo que toca a la técnica militar sino en la contextura espiritual de una clase que había perdido la idea abstracta de corporación que se debe a un régimen, sea cuales fueren sus ideas en política y seguía siendo revolucionaria: revolucionaria en el vestir, sencillo, verdaderamente uniforme, de arriba a abajo, y que no hacía resaltar al oficial de la tropa; revolucionaria en su actitud predominante; revolucionaria en lo de quitarle brillantez a la organización para darle únicamente aspecto de máquina temible, sostenedora de un sistema.

En el pueblo se habían operado transformaciones semejantes.

Cerca del hotel había un campo deportivo donde jugaban obreros y empleados de empresas comerciales e industriales, según podía deducirse de los nombres del “team” escritos con grandes letras, en el uniforme de la corporación, sobre el pecho de los jugadores.

Pasaban con marcado orgullo profesional, amontonados en un automóvil, los que iban a contender aquella mañana, con la misma ostentación de las cuadrillas de toreros que van a la plaza entre las admiraciones anticipadas de sus partidarios. Llegaban entre exclamaciones calcadas de las que lanzan como un reto, las claques yanquis para animar a sus favoritos: “rra, rra, rra, Fulano, Fulano, ganará...”

Y las multitudes que en otros tiempos buscaban la diversión romántica de las audiciones musicales en plazas y alamedas que iban a las romerías de los pueblos y barriadas, entraban en tumulto ahora a estos “stadiums”. Tenían el mismo fervor deportista de las multitudes sajonas que Luis Alfaro había visto enardecerse ante la disputa de una pelota, sin entender nunca ni participar del entusiasmo de aquellos juegos que atraían gente como si fuera un gran espectáculo de valor, de fuerza de destreza y no lo que realmente eran una pugna pueril y brutal, símbolo de todas las luchas de los tiempos actuales, en que los hombres andan a puntapiés o a manotazos. Sin miramientos ni escrúpulos, para lograr el objeto de sus ambiciones.

En pernetas y con los brazos al aire, enfundados en ligeras camisas que apenas cubrían los torsos jadeantes, corrían por las callecillas de la avenida otros fanáticos de la gimnasia y del cultivo de los músculos.

Y así, animados unos por el deseo de ir a respirar el aire del campo, atraídos otros por las bellezas y las diversiones del Bosque cercano, buscando aquellos el placer barato de rodar en automóvil alquilado por las suntuosas colonias de la gente rica, por las afueras de la ciudad; yendo los de más allá a la diversión todavía más barata de los “teams” “llanteros”, donde juegan los pobres sin equipo y sin público de paga, pasaba la gran corriente humana por aquella arteria, vibrante de vida, rebosante del placer de disfrutarla, ajena a las preocupaciones de la lucha diaria, con el abandono peculiar de nuestras razas que ponen en cada uno de los minutos del goce un entusiasmo, una disipación, un olvido de las asperezas de la lucha que ahoga problemas, borra cuidados, ahuyenta miserias y suaviza las más duras pruebas de su azarosa existencia...

El viajero sintióse arrastrado por ella. Bajó a la avenida y tomó un coche de alquiler.

—¿A dónde, señor?, preguntó el chofer, un mozo listo y atento.

—A cualquier parte. A dar un paseo por la ciudad…

¡Cómo se había esponjado y se remozaba a más y mejor la que fuera Muy Noble y Leal Ciudad, y de su traza española no conservaba ahora sino unos barrios viejos donde se escondían, avergonzadas y temerosas de las profanaciones modernistas, la leyenda y la historia…!

Por ciertos rumbos era una ciudad totalmente nueva. Al atravesar por una colonia suntuosa, que tenía un hermoso parque en el centro, rodeado de palacetes, de construcciones modernas, alineadas en calles de trazo perfecto, bordeadas de arboledas de muchos años, Alfaro no pudo reprimir la pregunta:

—¿Y esto?

—Es el antiguo Hipódromo de la Condesa, dijo el chofer.

A picture containing text, tree, outdoor, newspaper

Description automatically generated

Ilustración: Fulgencio Corral, La Prensa, 29 de Marzo de 1942, página 28.

El Hipódromo de la Condesa fue un descampado triste, con una tribuna roñosa donde había, muy de tarde en tarde, carreras de caballos. Marcaba, hacía veinte años, los límites de la ciudad por el rumbo suroeste.

Lo más elegante, en materia de urbanización, era, cuando Luis abandonó la capital, la Colonia Roma, el cogollo y la flor de la prosperidad porfiriana. Mostrábanse entonces con orgullo porque había venido a modernizar la ciudad colonial, la de las casas de tipo español, de gruesos muros y ventanas carceleras por las que miraban sus pacíficos moradores a las calles empedradas y sucias. Ahora, la Colonia Roma, con sus chalets de tipo francés, presuntuosos y prematuramente envejecidos, como si hubieran sufrido, al par de sus dueños los agravios de la revolución, veíase parda y desaliñada junto al moderno caserío de la gran área citadina nueva. Representaba ésta el formidable estirón que se había dado la capital en una época en que todas la suponían encogida, estancada, sin alientos para otra cosa que lamentar sus dolencias y para resarcirse de miserias y quebrantos...

Cuando el ex militar se ausentó de la ciudad, se detenía ésta, como espantada de haber rebasado los límites en que se encerró tantos años a unos cuantos pasos de las viejas garitas que durante el dominio virreinal y aun en los principios de la autonomía nacional, la vigilaban como dueñas gruñonas y pacatas que tuviesen por encargo no dejarla salir de aquel predio reducido, bueno apenas para contener una población segundona.

Las Colonias Roma y Juárez habían sido el primer paso en la vida nueva de la nación; lo que se lograra en una rara época de paz el premio, la cosecha de una etapa en que la nación trabajaba y producía. Eran el reflejo de la época porfiriana. Tenían el empaque aristocrático de una generación europeizada, que copiaba del Viejo Mundo trajes, construcciones, literatura, que hablaba francés, y, descendiente de españoles, desdeñaba un poco lo español.

Estas colonias monopolizaban el asfalto, que se concretaba entonces a unas cuántas avenidas céntricas y se extendía después, simplemente para facilitar el acceso del centro de los negocios al arriscado “faourburg” de las clases privilegiadas.

Fué suntuoso, solemne, el avance de esta urbanización. Duró un tercio de siglo. Como todo lo que se hacía en aquella época, los hombres que crearon aquel progreso, recreábanse considerando la opulencia que surgía y parecían saborearla golosamente, sin apresuramientos, empleando años en construir una avenida, en plantar árboles, en abrir caminos.

Tenían en esto la parsimonia de que ha logrado hacer una fortuna a costa de sinsabores y goza gastando lentamente, sabiamente, el capital adquirido con mucho trabajo, en obras que perpetúen su nombre y aprovechen a las generaciones venideras.

La revuelta paralizó la vida del país. De un golpe paróse el crecimiento de la ciudad. Mediaban entonces, cuando comenzó la revolución de 1911, grandes distancias entre la capital y los pueblos del Distrito Federal, bellos lugares de nombre evocador, que sirvieron de asiento a los señoríos y principados de la monarquía azteca; rumorosos de arboledas, tranquilos, que invitaban con su paz recoleta y el encanto de sus jardines a vivir en ellos y por esa causa podrán ostentar, entre las construcciones humildes de sus habitantes pobres, orgullosas residencias de la gente capitalina adinerada que tenía allí sus fincas de recreo. Los trenes eléctricos que comunican esas municipalidades con la metrópoli —San Angel, Tlalpan, Tacubaya, Coyoacán, Mixcoac, Azcapotzalco— tienen un sistema ferrocarrilero más importante que el de una nación centroamericana. Los trenes corrían entonces, al salir de la ciudad entre cementeras y arboledas, donde apenas se veía el “casco” de una hacienda, tal cual establo o una casa aislada, de gente que vivía en pleno campo

Ahora la ciudad se había juntado ya con la mayor parte de los pueblos vecinos., Las calzadas históricas por donde llegaron los conquistadores y por donde estos mismos huyeron, muchas veces, en noches de derrota y de matanza; atrincheradas en los días de sitio, durante las guerras de todo un siglo; agobiadas siempre por el paso de tropas que entraban y salían para sostener o derrocar imperios, escoltar virreyes, combatir invasores, encumbrar o derrumbar presidentes; las viejas calzadas de nombres legendarios estaban convertidas en modernísimas avenidas por donde hacían un tránsito rápido automóviles, ómnibus ruidosos atestados de pasajeros. Con estos medios de transporte, vivían ya dentro de la ciudad los que habitaban aquellos lejanos y rientes pueblecillos...

¿Cómo había sido este rápido e increíble crecimiento en menos de veinte años, tal transformación que lograba en tan corto tiempo, aumentar el plano de la ciudad casi al doble, haciendo una ciudad nueva junto a una vieja?

Se alegraban las fértiles campiñas —verdes, increíblemente verdes en pleno diciembre— con la pintoresca urbanización, híbrida de construcciones, alegre y alocada como la vida de sus habitantes, remedaba aquí tipos españoles, copiaba más allá el bungalow norteamericano, levantaba casas del tipo de la alquería francesa, se empeñaba en conservar los rasgos de arquitecturas medievales y renacentistas en ojivas y ventanas y despuntaba aquí y allá, subrayando sus ansías de renovación modernísima, con extrañas construcciones de casas como barcos, con barandillas circundantes, diáfanas de cristales, y absorbiendo el aire y el sol por todas partes…

El automóvil que llevaba a Alfaro corría a gran velocidad por la Avenida de los Insurgentes, que se extiende desde el Paseo de la Reforma hasta tocar la amplia arteria que comunica a Coyoacán y San Ángel. Iba sirviendo de “cicerone” el chofer, muchacho inteligente que en un momento se dió cuenta, con la habilidad de la gente de su ocupación, de la calidad del pasajero que conducía, esto es, de que llevaba a un mexicano que volvía a su país tras una larga ausencia.

—Allí tiene usted la Colonia Roma Sur, o sea la prolongación de la antigua colonia Roma. Esta es la del Valle, tan grande como una ciudad. Esta otra se llama Mixcoac-Insurgentes. Aquella a donde vamos a llegar, construida en los terrenos de la hacienda de Guadalupe, se llama Guadalupe Inn...

—¿Y por qué ese “inn” extranjero en una población mexicana? preguntó el viajero, a quien le chocaban esos resabios anglosajones en su país.

—No lo sé, caballero, repuso el mecánico, con un gesto de desconsuelo. Así andamos en todo. La mitad de las cosas las decimos en inglés. Hay otra sección elegante de la ciudad denominada Chapultepec Heights… !Figúrese usted al Tío Sam y a Cuauhtémoc del brazo…! Los restaurantes se llaman Lady Baltimore, Sanborns o Manhattan. Las contribuciones nos las cobran en gringo, con un “income tax” que la gente pronuncia como suena... Y aun por las calles más riñonudamente mexicanas, en las viviendas construidas hace dos siglos, encontrar letreros anunciando “jazz bands” y “barber shops…”

—Es una lástima ¿no le parece a usted?

—Ya lo creo… Teniendo nuestro idioma y siendo tan peligroso irse acostumbrando al idioma invasor…

Alfaro espontáneo con el muchacho para hacerle hablar. Le expresó su admiración por el portentoso crecimiento de la ciudad.

Figúrese… Hace cerca de veinte años que no veía todo esto.

—Veinte años… En ese tiempo han pasado aquí tantas cosas.

—Muchas, sí... En veinte años pasan muchas cosas. Si me daré yo cuenta que al recibir la impresión quedan todas ellas juntas, no sé si estoy viviendo o estoy soñando...

—Cuando usted se fué no había nada de lo que acabamos de recorrer. Ni aquellas colonias ni esta avenida. Y es curioso, ¿verdad? —dijo el muchacho, informando con ligereza y volubilidad— todo esto lo hicieron la revolución, el petróleo y la política.

Le miró Luis extrañado por aquella conjunción de elementos constructores, tan antitéticos y desconcertantes.

—¿Cómo ha sido eso? preguntó.

—Muy sencillo, explicó el chofer. La revolución llenó de gente nueva la ciudad. Todo el que pudo abandonó la provincia, el poblado inseguro, donde amenazaban mil peligros, y donde la política de campanario hacía víctimas en cuantos ocuparon una posición cualquiera. Ya usted sabe lo que son entre nosotros los odios pueblerinos. En cambio, hasta la capital no llegaban las persecuciones, y el emigrado se perdía en la ciudad populosa y se consideraba a cubierto de la amenaza. Pero como la revuelta se prolongó años y años y cada nueva sacudida arrojaba su contingente de atemorizados, la población capitalina se duplicó, aumentando, como es de comprenderse, la necesidad de viviendas, que fincaron por su cuenta los que pudieron, o alquilaron los de pocos recursos, pero favoreciendo unos y otros este ensanchamiento. El capital medroso y expulsado de los campos, de los lugares inseguros, vió una bella ocasión para invertirse en fincas y la ciudad estacionada reventó, como si estuviera en bonanza, en estas construcciones, y se hizo más elegante, más ruidosa, más grande... con una gente que venía huyendo de la muerte…

—¿Y el petróleo? ¿Y la política? ¿Qué tuvieron que ver con todo esto?

—Ah, sí. Coincidió con la explosión revolucionaria, con los formidables brotes de la cólera del pueblo, el estallido de los pozos petroleros de Tampico y Veracruz. Así como el bajo fondo social arrojaba todos sus detritus para hacer arder el país, el subsuelo echaba de su seno inmensas riquezas que soplaban sobre la llamarada con el dinero que se requiere para mantener las guerras o para acabarlas. Los gobiernos revolucionarios, que al fin lograron consolidar el nuevo orden de cosas gastaron los millones, el río de oro que venía de las costas del Golfo de México, en reprimir rebeliones, levantar ejércitos y fincar, en una palabra, material y socialmente, una nación nueva. Y esta ciudad absorbente como ella sola, se quedó con toda esa riqueza que pertenecía al país empobrecido. Una riqueza que al pasar por los campos de la política fecundaba los bienes de quienes la cultivaran. Si se le ocurre a usted detenerse a preguntar, en una colonia elegante, a quienes pertenecen los palacios más suntuosos, las fincas más llamativas, le dirán: al gobernador del Estado, al general H. al Ministro R. al diputado tal o cual.

—Entonces, —interrumpió Luis, queriendo llevar la conversación a otro punto, pues todo lo que se refería a la política le repugnaba, aunque fuera este ligero asomarse a sus miserias y a sus mentiras— la provincia se ha vaciado en México.

—Ese es el fenómeno, respondió el muchacho.

—Y la provincia; ¿qué hace?, preguntó el viajero como si no supiera nada de ella.

—Morirse de aburrimiento y de tristeza, suspirar por la política, y no pensar en otra cosa que en venir a México…

Volvía a presentársele a Alfaro el espectáculo de un pueblo inquieto que carece del arraigo del lugar y vive en perpetua movilidad. La raza errante, podía llamársele a la suya que no podía o no quería establecerse en un sitio, hacerse un plan de vida, aferrarse al patrimonio familiar, explotar el suelo, la única salvación de este gran país desierto. Podrían caber en él, holgadamente, diez poblaciones como la suya, y a él vendrían, seguramente, en el futuro, dentro de pocos años o dentro de algunos siglos, emigraciones audaces, más capacitadas para ver las perspectivas de la tierra virgen. Si los nativos seguían ignorándolas o desdeñándolas, ellas transformarían el aspecto social de la patria con una organización semejante a las de los países europeos, donde no se desperdicia ni un centavo, ni un momento para redondear la heredad, conservada. tesoneramente, de generación en generación.

¿Emigrar? ¿Moverse de un punto a otro con la inconformidad del que no se siente a gusto en ninguna parte? ¿Para qué, Dios santo? ¿Por qué no volver a los campos, a los villorrios, ahora que el peligro había pasado? ¿Por qué había en el extranjero esos millones de mexicanos que persistían en la emigración a pesar de sus dolorosas condiciones de elementos indeseables en el país vecino, que los invitaba a salir de mil maneras, y que a pesar de todo se quedaban, unos por la absoluta imposibilidad de regresar y otros porque estaban ya ligados a la nacionalidad nueva y no podían desprenderse de ella?

Como una caricia que hace olvidar todos los sinsabores y borra los pensamientos sombríos, sorprendió de pronto a Luis Alfaro la belleza del Bosque de Chapultepec, adonde lo había llevado el chofer sin que él lo advirtiera, preocupado como iba con sus divagaciones.

El bosque tenía la inmovilidad de lo grande y de lo eterno. Allá arriba, el castillo altanero, que había alojado emperadores, presidentes de la república y fué también colegio militar, la escuela de donde salieron oficiales del ejército que defendió a la patria en épocas aciagas y donde el mismo Alfaro hizo sus estudios. Mirador grandioso que domina el Valle, rodeado de árboles centenarios que sombrean calzadas poéticas. Estas habían sido el paseo de la aristocracia de otras épocas y el viajero tanto tiempo ausente, antes de verlo como lo veía ahora, se lo representaba como en los días anteriores a la revolución. Solitario en los días de faena, con unos cuantos paseantes en los amaneceres diáfanos: parejas de novios que buscaban el admirable marco de los rincones umbríos para su idilio; magnates que iban a respirar el aire fresco y saturado de fragancias, recostados en lujosos coches; militares civiles que concurrían a dar clases al Colegio Militar. Y en las tardes, después de la infaltable lluvia veraniega, a la hora de los crepúsculos divinos, en que los últimos rayos del sol irisaban las gotas cristalinas que se desprendían de los árboles, otro paseo de gente adinerada que remataba allí, a la hora del “cinq-a-set” el desfile elegante de Plateros. Un desfile pausado, solemne, de una gente que hacía acto de presencia muy seriamente, muy tristemente, en este sitio de reunión aristocrática; el desfile de una sociedad huraña y orgullosa a cuya sociabilidad le bastaban las sombreradas de los socios del “Jockey Club”, de los “lagartijos” estacionados en la puerta de “El Globo” y de los propios compañeros de paseo.

Los domingos, el bosque se animaba con el bullir de la gente que sólo ese día de descanso podía disfrutar del paseo por la floresta maravillosa, de la música militar y del mismo desfile de los ricos, más solemne y ceremonioso ahora con las damas encopetadas y los estirados caballeros que concurrían, en masa como a una revista. Mezclábanse en esta ocasión, tímidamente, otros paseantes humildes, los de coches de alquiler, cuyos caballos encanijados también parecían avergonzarse de ir entre los tordos y alazanes de arqueados cuellos, plateados arneses, que braceaban presuntuosamente, regidos por la férrea mano de cocheros de libres, más estirados que sus dueños en lo alto de los asientos...

Era curiosa —y esto sólo podía apreciarlo Alfaro, con una visión retrospectiva, cinematográfica, tal como en esas escenas peliculeras que cuestan mucho tiempo, mucho trabajo y mucho dinero y sirven para dar la idea relampagueante de un tiempo ido —era curiosa la impresión de mudanza al entrar a la escena actual teniendo en la imaginación, casi en la retina, todavía el conjunto, intensamente grabado, de la escena antigua. Era igual que en las mismas cintas del cine, en que, por medio de un truco fotográfico, sobre una imagen pretérita se hace aparecer otra figura, esfumando aquélla y precisando ésta.

Así veía Alfaro el espectáculo que se ofreció a sus ojos en el bosque incomparable, aquella mañana de fiesta, en que llegaba él por fin, a lo que era, en aquellos momentos, el corazón de la ciudad, en la ciudad que era a su vez el corazón de la patria…

Marchaban en apretadas filas, llenando la Gran Avenida, la calzada principal del paseo, reptando como un enorme gusano de anillos multicolores; los automóviles que se envolvían en el humo de la gasolina, uno pequeño espacio, acomodándose en aquella compacta formación de cuatro hileras que iban y venían con un lento movimiento de bandas de fábrica. Por un lado de los andadores, charros y caballistas elegantes, a la europea; por el otro, paseantes de a pie, los de la burocracia, los obreros, todos bien vestidos y con aspectos de gente regularmente acomodada en la vida, aunque grave, seria toda ella, como si en vez de estar en un paseo, concurriese a una ceremonia triste, por deber y obligación.

Los amplios prados del bosque presentaban un aspecto abigarrado y multicolor, llenos de gente del pueblo que disfrutaba de las variadas diversiones de aquellos sitios de recreo. Armaban amable algazara los niños en los trampolines y aparatos de gimnasia, o rondaban en torno del jardín zoológico donde se exhibían escuálidas fieras, tristes pajarillos, variadísimas especies de la fauna mexicana. Pasaban por el lago pequeñas barcas tripuladas por obreros, acompañados de sus familias. Y en todas los sitios abiertos, el democrático conjunto inundaba el bosque, rodaba por el césped, despachaba sus viandas, se establecía allí del día a la noche, con un deseo de posesión que le habían inculcado los del nuevo régimen, deseosos de borrar toda huella de aristocracia en el país, para vengarse ellos y vengar al pueblo de los estiramientos y privilegios que antaño les mantuvieron lejos de aquellos lugares vedados.

Junto al lago, en el sitio más tupido del bosque, una orquesta de charros, una típica de instrumentos de cuerda, llenaba el aire fresco de aquella mañana invernal, de cadenciosas armonías. Antojábase que salían éstas de una gran caja de música, de una de aquellas máquinas antiguas donde un cilindro metálico y dentado hacía sonar finas y vibrantes placas del mismo metal. La música era suave, alada, de una tristeza elegante, como hecha para soñar temas mexicanos; la música de un pueblo que expresa sus pasiones hondas y exageradas con lánguidos acentos que mecen el alma sobre quiméricos e imposibles anhelos.

Bajo la fresca sombra de aquellos árboles de siglos, en el misterio de la floresta umbría cobijada por una atmósfera radiante, la música fina, de notas cristalinas, hacía volver el alma a los recuerdos infantiles de los cuentos en que hablan los pájaros y los árboles cantan. La multitud que se agolpaba en rededor del cercado sitio donde tocaba la orquesta, ávida de sensaciones tristes, aunque con el deseo de vivir y de gozar pintado en el semblante, adormecidas las mujeres por el sortilegio de la música y deslumbrados los hombres con la hermosura de las mujeres que eran como grandes flores sensuales; la multitud vivía en aquellos momentos un minuto inefable, como si estuviese bajo una gran campana de cristal de donde hubiera sido expulsado el dolor...

La música, aquella música suave, que inundaba el alma de una dulce tristeza, daba en tales momentos la pauta de la vida. Hasta las bruscas máquinas que impulsaban los coches de la solemne procesión de la avenida, procuraban acallar los desagradables sonidos de sus mecanismos, como fieras sumisas, para no romper la armonía del bosque encantado. Acortaban la marcha los paseantes de a pie, al acercarse al lugar de donde salía la música y ésta iba marcando el ritmo del caminar de aquellas muchachas lánguidas, de ojos soñadores, que acompañaban sus pensamientos con el dulce columpiarse de las notas tristonas, de esa tristeza convencional que nos entra cuando somos felices y pensamos en el dolor, en la muerte, en la ausencia, con el placer morboso de sentirlos lejos.

¡Era pródiga la tierra mexicana en dar mujeres hermosas como flores! ¡Qué variedad de bellezas las de estos países, crisoles donde se funde, como en molde divino, el tipo criollo, mezclando colores y rasgos faciales, ofreciendo toda la gama de la belleza femenina, desde el tipo nórdico, rubio, de tez de camelia; la mujer alta, bien formada, de ojos claros y orgullosos, hasta lo beldad morena, flor de las razas orientales, descendientes de las mujeres de la Biblia; o la indígena que tiene en sus venas sangre de la Malinche y de los conquistadores hispanos; y que, no importa que nacieran en el país o que fueran trasplantadas a él por las emigraciones que vienen al Nuevo Mundo buscando savia nueva para sus raíces resecas o para sus genealogías deslustradas, tienen todas de común la dulzura y el fuego interior. Llevan en el alma y en los ojos los dones que salen del aire que acaricia, del cielo eternamente esplendoroso, de la vida toda que se ofrece como un halago, ofrenda toda ella, en estas tierras óptimas, para el que disponga del más pequeño don de fuerza, de talento, de belleza…

Ilustración: Roberto Silva, La Prensa, 29 de Marzo de 1942, página 31.

Había ahora una raza nueva, observaba Luis. Estos hombres y estas mujeres que inundaban el paseo, hijos de la generación a que él pertenecía, eran ya por el tipo, por la actitud y seguramente por el espíritu, algo totalmente distinto de sus padres. Tenían el paso más firme, el gesto más resuelto, el porte más airoso, Los modernos trajes de las chicas, las cabezas sin trenzas, coquetonamente adornadas de cabellos rizados y cortos, ¡cuán lejos las ponían de sus abuelas que agobiaban su juventud y su belleza con tocados monumentales! Mediaba un siglo entre estas muchachas desenvueltas y las severas damitas que se apretaban el seno y el alma con la ropa complicada y voluminosa, que las daba una madurez prematura y encogía y paralizaba la retozona inquietud de sus años mozos.

México perdía en aspecto típico, pero ganaba en aspecto universal civilizado. Las obreritas de antaño, “la poblana de enagua roja que Prieto amó“, la “catrina” de los romances y de las novelas de costumbres, la mujer del pueblo, el típico clásico mexicano, sólo podría hallarse ahora en otro escenario más humilde, en la población rural o en la densa masa de los de abajo”. ¡La masa oscura de millones, de todos los millones que arroja el censo de un país donde una minoría insignificante manda, triunfa y se agolpa en los centros poblados, y ve bullir en torno suyo una dolente raza que, a pesar de la alharaca de los privilegiados, sigue todavía al margen de la vida!

¿Era esto el principio de una transformación social completa? ¿Iba México a dejar de ser por fin ¡por fin! el país “pintoresco”, el de las descripciones ofensivas, el paisaje de tarjeta postal que enamora por exótico, el que atrae a los turistas que vienen a ver cosas raras, costumbres primitivas, ingenuas notas de color donde la figura humana es un “motivo” más, con su tristeza, si desnudez, su desamparo, su dejadez de cosa inerte, jamás arrastrada por la corriente del vivir?

Podría ser, pero ¡cuánto faltaba para que el centro invadiera con su bienestar y su modernismo la periferia, viendo como había visto Alfaro que los pueblos y dos ranchos dormían en su sopor secular! Sólo aquí, en este sitio luminoso era amable la existencia y daba la ilusión de un país que hubiese llegado ya a la civilización perfecta, salvada ya la distancia que media entre la tribu y la sociedad bien organizada, sin arrebatos, envidias ni crueles y contrastadas diferencias de posición.

* * *

Un estupor, una extrañeza desconcertante invadían al viajero. El espectáculo maravilloso de esta vida prometedora, producíale la tristeza de los que no pueden disfrutar de la alegría de los demás porque perdieron los dones de la juventud y se sienten extraños, ajenos al ambiente que les rodea.

Su tristeza recrudecida en aquellos momentos, nacía de sentirse sólo, desorientado, incapaz de percibir las vibraciones que inflamaban el aire. De ser un extraño entre aquel cruzarse de miradas incendiarias, en aquella vida pujante que salía del bosque milenario, de la atmósfera inundada de sol, de la música en que cantaba el alma romántica y soñadora de su pueblo.

¿Había cambiado todo, en realidad, en torno suyo? pero para nadie tanto como para él. Para los otros, la vida seguía su curso natural y perfecto. Así como el arrogante militar pensó alguna vez, en aquel mismo sitio, que todo el magnífico paisaje había sido arreglado para el goce de su juventud, desbordante, estos mozos y estas chicas, que vivían su minuto intenso, propio, perfecto, juzgaban; como él en otros tiempos, que todo estaba bien en torno suyo.

No sabían que también ellos, viendo mañana las cosas nuevas (sólo Dios sabe qué cosas absurdas las tremendas serían esas) dirían igualmente que valían mucho menos que las de su tiempo y que sólo en su juventud hubo alegría y comprensión exacta del goce de la existencia.

De aquí a treinta, a cincuenta años, el bosque, el mismo bosque inmutable y eterno, habría de verse, quizá, tremante de alas de máquinas voladoras que hubieran sustituido a los automóviles. Estaría poblado de “nudistas”. El castillo heroico habríase convertido en falansterio, Pero abajo bulliría la misma humanidad, que se puede despojar de todo, hasta del vestido, mas no de su condición de masa pensante y pasional, sujeta por los siglos a los mismos vicios con que salió
de las manos del Creador. Inconforme, ambiciosa, con los aptos, los audaces y los fuertes arriba, y abajo el rebaño que se deja conducir balando alabanzas para los que lo esquilman y lo explotan, o convirtiéndose en jauría cuando le toca el turno de rebelarse por obra de explotadores nuevos que siempre están inventando motivos y promesas para escalón de sus ambiciones… La misma historia, la misma humanidad, las mismas cosas. Lo único que cambia es el prisma con que se la ve.

Pero ninguna visión más triste, admitía Alfaro, con una lacerante percepción de la tremenda realidad de su infortunio, que la de quien pretende incorporarse al grupo humano donde vivió feliz, en los sitios donde disfrutó de su juventud, habiendo dejado por mucho tiempo un hueco de ausencia que se convierte en espacio vacío de aire enrarecido que todo lo hiela y lo marchita.

Inútil afán el de quien esperase hallar calor de afectos entre gentes nuevas. Tan inútil como el de quién pretendiera reposar su cansancio de caminante a la sombra de un árbol que brotara de la simiente acabada de echar en la tierra recién abierta.

Lo único que consuela de las mudanzas y de las palideces del atardecer es la presencia de los que nos acompañaron en el viaje. La tristeza del tramonto se disuelve en una dulce melancolía llevándola entre muchos. Cuando cae sobre un ser solitario, lo convierte en un “triste usque ad mortem”.

Y Luis Alfaro se sentía sólo, más sólo que nunca.

Era el extranjero en su propia tierra...

XXIV

A picture containing text, book

Description automatically generated

Ilustración: Roberto Silva, La Prensa, 5 de abril de 1942, página 29.

El día siguiente, poseído ya de una desesperante obsesión, salió Alfaro de su hotel, tras una noche de insomnios, a buscar sin rodeos, sin aquellas vacilantes timideces de Pátzcuaro, a sus amigos, a quien le sacara de la horrible soledad en que venía viviendo.

Habíase pasado la tarde anterior escribiendo cartas a su administrador, a su hijo, a las viejecitas de Pátzcuaro, de donde salió sin despedirse de ellas. Durante la noche la ciudad estuvo estruendosamente agitada, clamorosa de alegres gritos de la multitud que disfrutaba de aquel último día de la Pascua, que prefirió ver desde el balcón de su hotel el desfile carnavalesco, cercano a la locura.

Corría un aire confortante ahora que caminaba a pie por el Paseo de la Reforma. Arremolinaba el viento las hojas amarillas de los árboles que fingían un deslizarse de monedas de oro sobre el gris de pizarra de la avenida.

Iba Alfaro a buscar primeramente al abogado Hernández de Alba, compañero de su juventud, por quien había preguntado en la ciudad michoacana, de donde salieron los dos cuando comenzaban la lucha por el nombre y por la gloria. Averiguó su dirección en una guía telefónica Hernández de Alba tenía sus oficinas en un edificio de la calle de Uruguay, que cuando Alfaro salió México se llamaba de San Agustín, por lo que tuvo hacer indagaciones, como si esta ciudad, tan suya y tan presente, fuera un punto nuevo, desconocido, recién hallado.

Por la amplísima arteria que conduce al centro de la ciudad y cambia de nombre a medida que se avanza por ella —Paseo de la Reforma, Avenida Juárez, Avenida Madero— iba el viajero con paso lento de observador que confronta detalles y echa de menos todo lo que falta y mira con ojos inquisitivos todo lo nuevo.

Deteníase a examinar a la gente que encontraba en su marcha divagaba, como esperando ver surgir de pronto un rostro amigo. Sentía deseos de hablar con cada uno de los transeúntes que pasaban indiferentes sin parar mientes en aquel hombre que hubiese querido gritar: “Ya estoy aquí, yo que tanto tiempo anduve lejos sin disfrutar de esta luz, de este aire, de esta vida, en la que quiero penetrar de nuevo. Reconocedme... No puedo, no debo ser un extraño para vosotros…”

La gente pasaba sin reparar en él, con las huellas de la alegre jornada en el semblante, presurosa, camino de su trabajo. Empleaditas que hacían sonar el menudo tacón sobre el cemento de la acera, urgidas de llegar a su oficina, después de abandonar el tren eléctrico o el ómnibus que las dejó en la parada más próxima; dependientes de comercio que volvían con aire aburrido a su trabajo, papeleros que metían por los ojos del caminante el periódico de la mañana, ululando un grito incomprensible.

Tenía ahora la ciudad un aire triste, como de timidez o de arrepentimiento por las locuras de los días anteriores, por aquellos prolongados días de fiesta de diciembre, de bailes caseros, posadas, excursiones a los lugares del turismo; por el derroche que dejó vacíos los bolsillos, por las trasnochadas de todo un novenario de devaneos.

Comenzaban a levantarse las cortinas de acero de las tiendas y se iniciaba el tránsito de los automóviles de alquiler que recorren sin descanso las calles en busca de clientela, perseguidos por una maldición municipal que los obliga a caminar eternamente, estableciendo un hilvanar de rutas inútiles y un aparatoso tráfago que mueve a diez mil de estas máquinas, como para presentar una actividad y un movimiento que en realidad no están. Cada uno de los choferes de esos vehículos le parecía a Luis un alma en pena que le miraba con ojos de angustia pidiéndole la redención de su carrera loca por medio de un alquiler que hiciera momentáneamente productivo el incesante consumir de combustible.

Preguntó a un gendarme, por hablar con alguien:

—¿Quisiera decirme dónde quedan las calles de Uruguay?

Le miró el guardia, que no pudo ocultar la extrañeza de que se le tomara como guía; y luego, señalando vagamente un rumbo, dijo:

—Por ahí…

Sintió Alfaro, como una ofensa, la indiferencia del vigilante.

En el edificio donde tenía el bufete su amigo, había una gran calma. Esperó largos minutos a que descendiera el elevador, que se eternizaba en el último piso. Bajó por fin, pero el empleado a cuyo cargo estaba el aparato, pareció no darse cuenta de que entraba un pasajero. Después de que acabó de leer una noticia, puso en marcha el motor y sin levantar la cabeza gruñó descortés:

—¿Qué número?

—Quiero ir al despacho del Licenciado Hernández de Alba, respondió Alfaro.

Se detuvo el ascensor en el tercer piso.

En el larguísimo corredor que los circundaba, alineábase una serie de oficinas, ostentado todas ellas placas metálicas con los nombres y profesiones de sus ocupantes. Unas muchachas silenciosas tomaban el sol, de codos sobre el barandal de hierro, junto a la entrada de las oficinas. Otras leían, sentadas junto a la máquina de escribir, en los recibidores de los despachos.

Sin grandes trabajos dió Alfaro con la muestra que indicaba cuál era la oficina de su amigo, que estaba cerrada. Como si aquello fuera un obstáculo definitivo, quedóse indeciso, desilusionado, frente a la puerta de vidrios opacos que le cerraba un camino. Una de las muchachas que disfrutaban del sol, después de verle con mucha atención y de no decidirse, le preguntó por fin:

—¿Buscaba usted al licenciado?

—Sí, señorita.

—Acostumbra a llegar muy tarde, pero su empleada abre más o menos a estas horas.

En aquel gran centro de negocios (los letreros de los despachos decían que había allí abogados, médicos de nota, gerencias de minas, de industrias, asociaciones científicas, laboratorios de química) se podía oír a aquella hora —las nueve y media de la mañana— el vuelo de una mosca.

La muchacha seguía informando por su cuenta.

—Aquí, ya se sabe: desde las diez se empieza a trabajar. Hay jefes que llegan al mediodía. Bueno, y ahora con motivo de las fiestas que acaban de pasar, todo el mundo está fatigado. Cuesta trabajo acorrientarse después de una semana de vacaciones. Muchos salieron a excursiones largas y no regresan sino hasta mediados de la semana. Por cierto, el abogado que usted busca despacha muy poco en su oficina. Parece que trabaja en el gobierno y a veces sólo viene en las tardes. En fin, como le digo, la empleada no tardará en venir y ella le puede informar...

Agradeció Luis las noticias, y preguntó:

—Hay pocos negocios, según parece...

—¿Negocios? —repitió la muchacha. Hay algunos. Pero así se arreglan todos: un poco tarde y sin mucha prisa.

Reparando en el aire de forastero de Luis, le preguntó:

—Usted viene de fuera, ¿no es así?

—Acabo de llegar de los Estados Unidos...

—Ah, vamos. Se conoce que el señor está hecho a otros métodos de trabajo. Los Estados Unidos… Allí sí que se mueve la gente. ¡Tengo unas ganas locas de conocerlos!... No, aquí no tomamos las cosas con tanto afán. Ya lo ve. Generalmente, el jefe de cada oficina llega a las diez a leer los periódicos, pregunta si ha telefonado alguien, revisa la correspondencia, espera a la clientela, que casi empiezan a llegar los habituales contertulios con los que charla de toros, de box, de política. Se van después a tomar la copa. En la tarde ya es distinto. A esas horas —que todo el mundo lo sabe— es cuando se puede encontrar a quien se busca…

Miró Alfaro la puerta cerrada de despacho de su amigo, que, según la parlanchina muchacha, se abriría inútilmente aquella mañana.

Una muchacha lánguida, delgada, de grandes ojos negros y pálida tez se acercaba con desgano. Mientras abría, confirmó lo que había dicho a Luis su compañera. Hernández de Alba no despachaba casi nunca en las mañanas, tenía un empleo en la Secretaría de Industria, como abogado consultor, y era fácil encontrarlo a aquellas horas, en base de que hubiera regresado de sus vocaciones.

Alfaro que estaba decidido a dar con su amigo, marchóse a la Secretaría de Industria, que se halla en la zona del México viejo.

Se le ofreció, de improviso, al desembocar por las antiguas calles de Flamencos, el espectáculo singular de la Plaza Mayor convertida en “square” inglesa.

La plaza que constituye el centro oficial de la ciudad, y en un lado ostenta el Palacio Nacional y en el otro, haciendo ángulo, la Catedral, soberbio edificio, monumento de una civilización que se abrió paso con la espada y con la cruz entre las razas dueñas del Anáhuac; la plaza de las portaladas típicamente españolas, en donde se agruparon los mercaderes, traficantes y escribanos que venían detrás de los soldados de la conquista; la plaza que congregó tantas veces, a las multitudes, para toros y cañas y aladares militares, recepciones de virreyes y obispos, cabalgatas y procesiones; la que vió pasar bajo sus arboledas a los austeros Presidentes de la República de otros tiempos, que iban a pie a despachar los asuntos de su alta encomienda; la de los pacíficos años porfiristas, que tenía mucho de plaza de pueblo, rumorosa de rondas y de pájaros, de revuelo de campanas, sonora de rodar coches y de cascabeleo de mulillas de los trenes urbanos, estaba ahora afectadamente seria, con la traza, un poco ridícula, de un rostro patriarcal despojado de sus luengas barbas.

El Palacio y la Catedral sufrían el desconcierto de aquel gran espacio abierto que, pese a las necesidades de perspectiva que pudieran tener, era un vacío en la decoración tradicional de los palacios y de las iglesias que necesitan de la sombra, del arrimo, de la verde veladura de las frondas. No obstante las reformas que había sufrido el primero, los dos edificios pertenecían a una decoración antigua. Eran dos figuras de un cuadro reconstruido. Tal como si en una estampa venerable, en la desvaída lámina de un libro que guardara retratos de tipos y de viejas escenas, alguien pegara, como un remiendo, recortándolos de un catálogo, grabados de automóviles, de prados de pasto inglés, áreas inexpresivas, con la monotonía gris del cemento y de las paralelas de los tranvías eléctricos.

Lo único que quedaba, precisamente en el centro de la “square” presuntuosa, era la misma gente que venía poblándela desde muchos siglos: el vendedor ambulante, la mujer que ofrece “hojas” a los trasnochadores, el dulcero, el chamarilero estafador que va a sorprender al “payo” con baratijas y joyas falsas. Al rapar la plaza habían dejado al descubierto la plaga que vivía a la sombra de los árboles.

Con la molestia del que siente un poco la tragedia del Rip Van Wynkle que despertó de un sueño tan largo como una vida, atravesó Alfaro el Zócalo y se internó en las calles que están al norte del Palacio Nacional.

Eran aquí más feroces que en parte alguna los estragos del progreso. A la voz de mando de algún edilultra revolucionario, enemigo del pasado, habíanse callado las voces que cantaban, en la placa del nombre de cada calle, leyendas misteriosas, romances caballerescos, relatos de crímenes temerosos, la vida y la tradición entera de una ciudad que después de tres siglos de fundada, se sacudía toda su historia como si fuese el polvo molesto de un camino inútil. Sobre la documentación lustre o pintoresca, tan amplia como la biblioteca de un museo, se había colocado simplemente el mapa de América Latina: todas las calles se llamaban república de esto o república de aquello.

Por las del Reloj, que están rebautizadas con el nombre de República Argentina, iba Luis buscando a su amigo. Tenía por lo demás, el instinto del ciego que camina seguro por donde anduvo mucho tiempo antes de perder la vista. A pesar de los cambios y modificaciones, persistía el recuerdo de la nomenclatura antigua. La muchacha que le dió las señas del Ministerio de Industria, no mencionó siquiera el nombre del gran país del sur.

—Vaya usted por las calles del Reloj, ¿sabe cuáles son?, le había dicho. ¡Que si sabía dónde quedaban esas calles! Con los ojos cerrados hubiera ido...

En el moderno edificio donde se acomodaba la dependencia del gobierno, había un gran movimiento, aquella mañana.

Entraban y salían empleados, iban de un departamento a otro, cruzaban los corredores de los pisos altos llevando papeles en la mano, la pluma en la oreja, formando corrillos aquí y allá, llenándolo todo de conversaciones y rumores.

Después de grandes trabajos dió Alfaro con él Departamento Jurídico, en el último piso, donde trabajaba su camarada.

En una antesala, dos empleadas ponían gran cuidado en el aliño de sus maños. No repararon en su llegada. Esperó cortésmente a que las chicas dieran lugar para interrogarlas, entretenidas como estaban en su labor embellecedora y en contarse las peripecias de sus vacaciones. Una de ellas las había gozado febrilmente, en una larga excursión, viajando en trenes y automóviles, a caballo, a pie. La otra, según lo decía melancólicamente, sin levantar la vista, viendo atenta el trabajo de manicure que se hacía a sí misma, no había podido salir. Tenía deudas, a su madre enferma, su novio era celoso, y ella prefería quedarse en casa, remendar la ropa de sus hermanitos.

Su amiga pizpireta y descarada, sonreía burlona ante aquella exhibición de abnegaciones y virtudes domésticas.

—Pues yo, no. Yo me divierto. Porque cuando una acuerda ya se le fué la juventud y la oportunidad, y entonces…

Alfaro, impaciente, se acercó con el sombrero en la mano preguntándole por el Jefe del Departamento

—El licenciado, ¿llegó ya, tú?, le preguntó una a la otra, levantando apenas la vista hacia el solicitante.

—Creo que sí. Voy a asomarme.

Siguió sentada, a pesar de su promesa, hasta poner en orden una uña rebelde

—¿Quién lo busca, señor?, dijo levantándose morosamente.

Dió Alfaro su nombre. Al abrir la puerta la muchacha, oyóse una animada conversación, sin la gravedad que pudiera tener cualquier discusión sobre temas jurídicos.

La muchacha tardó eternidades en volver.

Asomó al fin la cabeza para preguntar de nuevo:

—¿Su nombre, señor? Dispense, pero lo olvidé.

Otro nuevo mutis y una prolongada espera. Salieron dos caballeros sonriendo complacidos. Uno de ellos se despidió con familiaridad de la taquígrafa:

—Adiós, Aurorita...

Esta contestó con un adiós larguísimo, lleno de maliciosas apoyaturas.

Entraron, uno tras otro, dos escribientes, llevando en la mano papeles que el aire enrollaba. Cualquiera hubiese jurado que iban a recoger la firma del indulto para un sentenciado a muerte.

Breves instantes después volvió, dando zancadas y un portazo que hizo estremecer a la muchacha, uno de los activos covanchuelistas.

La taquígrafa volvióse a verlo, extrañada por aquella violencia de torbellino.

—Por Dios, Suaritos, ni que fuera a recibir herencia.

Jadeante, a causa de la carrera respondió el aludido.

—Vine a ofrecer al licenciado un número de la rifa de mi relox. ¿No quiere uno? Voy de mucha prisa. He de juntarla hoy…

Y siguió como un ciclón…

La otra muchacha no volvía. Sentía Luis una secreta irritación contra aquella antesala injusta, que él no hubiera hecho sufrir a un antiguo condiscípulo, a un paisano, a un amigo. Se disponía a retirarse cuando apareció de nuevo la empleada que fungía de introductora. Traía en la mano un cuadernillo que alargó a Luis, diciéndole:

—Tenga la bondad de poner su nombre y el objeto de su entrevista.

Tuvo el impulso de echarlo todo a rodar y no pensar más en amigo alguno, pero le pareció de mal tono cualquiera actitud violenta y con toda calma escribió: “Luis Alfaro, que desea saludar a su condiscípulo y amigo Gaspar”.

A los pocos minutos salió agitadísimo, el letrado. Abrazó a su amigo hasta ahogarlo, le estrechó la mano, sacudiéndose entre las suyas, y entre palmada y palmada cariñosa, mientras le arrastraba, cogido del brazo, al interior de la oficina, se disculpaba con inconfundible sinceridad:

—Pero, hombre, por Dios santo, cualquiera atina...Esta niña va y me dice que me busca un señor Alfaro… Figúrate…. Alfaro... Alfaro... ¿quién será? Pues que me diga quién es... Y lo que menos me imaginaba era que fueras tú. Después de veinte años y sin la menor idea de tus huellas... ¡El buen Alfarito…! Y si te encuentro en la calle no te reconozco: sin los mostachos rubios, ni la espada, ni…

Ilustración: Roberto Silva, La Prensa, 5 de abril de 1942, página 29.

—No te quedes a medio camino —prorrumpió Alfaro, riendo del embarazo de su amigo que no sabía cómo decirle que le faltaba el porte audaz de su juventud loca, el empaque de mosquetero, la alegría…Con todo, en aquel momento la experimentaba muy honda. ¡Tenía tal necesidad de efusiones, de palabras amigas…!

Y mientras se sentaba en un sillón mullido, frente a una ventana que miraba a la calle y dejaba ver el panorama de la ciudad vieja: azoteas de casas chaparras, con sus tendederos de ropa lavada flotando al aire; hornacinas de santos, torres de iglesias que señalaban, como una flecha en un plano, rumbos y zonas que seguían teniendo en la memoria del viajero su prístina traza y despertaban mil recuerdos; en tanto que su amigo se agitaba revolviendo papeles, despachando a uno de los escribientes que esperaba en actitud respetuosa, Alfaro asintió por vez primera la caricia de la tierra que tanto amaba, el calor de la vida que, cuando nos sonríe, convierte el invierno en primavera.

Hernández de Alba estaba emocionado. A pesar de su plan de vida, que no era otro que buscar acomodo en ella mediante todas las transacciones imaginables, de posponer todo a la conversación de un empleo, de no tener, como casi toda la burguesía mexicana, ideas en política, o de ocultarlas prudentemente en público, Hernández de Alba era un sentimental… a su manera. Puestos ya en orden sus asuntos, se sentó alborozado junto a su amigo, dejando salir a borbotones las preguntas.

El hombre prudente reapareció cuando Alfaro, que le contó toda su historia reciente, le dijo que trataba de radicarse definitivamente en México y que iba a pedirle consejo.

Pasó por los ojos del abogado el relámpago de un sobresalto, de la inquietud que sufre el empleado público de cierta posición cuando supone que alguien va a acudir a su influencia para conseguir favores oficiales. No fue más que un segunda, pero lo suficiente para que el recién llegado verificará de cera, una vez más, por medio del más ligero detalle, la barrera que le separaba ya de aquellos que en otro tiempo se le entregaban con vida y alma, sin la sombra de un egoísmo, en una camaradería franca, abierta, fraternal.

Luis tranquilizó a su amigo explicándole claramente su situación. Le quedaba todavía algo de su fortuna. Lo que consideraba difícil era transmutar la empresa fincada en tierra extraña, la granja que, (ahora lo comprendía) era, como obra suya. parte de su vida y no quería dejarla de cualquier modo, especialmente por causa de aquellos trabajadores mexicanos tan adictos, tan leales, y a los que sería un crimen abandonar en un país donde soplaban malos vientos para la raza.

Con todo, las efusiones de Hernández se habían apagado en un momento. Conocíase que no se atrevía a dar su opinión a Alfaro. Para no verse forzado a la respuesta categórica y como tratando de revisar el expediente de la causa que se le presentaba, preguntó a su vez:

—Vamos a ver. Dime, ¿qué impresión tienes de tu país? Siempre me ha resultado interesante observar a los que vuelven, especialmente cuando se han tardado tanto como tú y regresan a ver una nación nueva, modificada, en que el presente ha hecho olvidar completamente el pasado en que todo arranca briosamente hacia el porvenir.

Alfaro rió del énfasis con que hablaba su amigo. No venía a hacer estudios ni quería dejar llevarse por sus impresiones. Habíase hecho el ánimo, a costa de duros esfuerzos, de prodigios de la voluntad y de la razón, de no echarle en cara nada, no digamos a la patria, que ninguna culpa tenía de las pasiones de sus hijos, pero ni siquiera a los hombres que al transformar un orden social causaban tantos trastornos materiales. Tenía que perdonarles, aunque ellos se rieran de su perdón, el daño de aquella ausencia forzada que le ponía en el caso ¡y cómo lo sentía! de hallar raras tantas cosas que encontrarían naturales, acaso buenas o probablemente superiores los que se habían acostumbrado a pensar en ellas, a la luz de la teoría, como eran más que armas políticas, esperamos engañadores sin ninguna influencia saludable en la vida del pueblo…

—Vamos, pues ya está —gritó triunfante su amigo—. No querías decir nada y lo estás diciendo todo. Encuentras muchas cosas raras…

—No es la expresión exacta. Sería mejor decir que, alejado tanto tiempo del medio que me formó el espíritu mexicano, tan particular, tan patriotero, tan lleno de complejos sentimientos —al volver, con la inevitable dosis de extranjería que trae el que regresa, tengo la desdicha de sentirme disparado de ese medio… Percibo ahora inexorablemente la falta de relación que existe entre el país y sus habitantes. Aquel, potencialmente rico, lleno de presas, y estos, pobres, desalentados… Tan pobres como hace cien años. Veo el contraste de la ciudad opulenta con la parte rural del país que no muestra otra actividad que la de la política, tan nociva para los pueblos que necesitan trabajar porque desmoralizan al que espera el premio lento y penoso del esfuerzo, el éxito que al politicastro le llega sólo con largar la mano amenazante. Y más que todo eso, terminó Luis resumiendo, lo que más descorazona es la diferencia del ritmo de la vida, que, sin meterse a observar íntimos detalles, sin mezclarte entre las multitudes ni hacer estadísticas ni estudios, se le precisa con sólo poner un pie en el territorio de tu país, tal como si el pulso de la nación estuviera en el aire y no hubiera más que respirar para registrar sus latidos.

—Pero, hombre, todo esto en una oficina del gobierno revolucionario —exclamó el abogado con un terror fingido y cómico—. Si te oyeran…

Tomó en serio Luis la advertencia y quiso disculparse.

—Calla, hombre, —dijo Hernández de Alba riendo de buena gana— si estamos perfectamente de acuerdo. Digo, en lo que respecta a esa manera de pensar de los que vuelven. Claro que yo pienso de otra muy distinta. Conozco mucho el tipo del repatriado. Un cuñado mío vive en los Estados Unidos. Es un muchacho inteligente, patriota a la mexicana, con las exaltaciones sentimentales de nuestra raza romántica, pero preso ya en las redes del buen vivir sajón. De cuando
en cuando viene y se asoma a la patria lleno de alegría, como colegial en vacaciones, se encanta con todo lo del país, reniega de la vida pacata de los gringos, asegura que daría todas las grandezas deslumbradoras de Los Ángeles de San Francisco por un rincón de tierra mexicana... y en cuanto le pasa la novedad, empieza a ver… cosas raras, a desear que hubiera más limpieza, más higiene, más actividad, y se vuelve al país vecino, adonde halló la manera de vivir que, en resumen de cuentas, es lo que nos arraiga en cualquier parte del mundo. Ubi bene, ibi patria, que dice el adagio latino.

Dejó ver en su semblante Luis Alfaro la pena que le causaba aquella manera de entender el problema que le preocupaba. La volubilidad de su amigo parecía también una discreta manera de hacerle saber cómo era difícil prescindir de la seducción de la tierra extraña, teniendo el más leve motivo o el más frágil pretexto para volver a ella.

Confesábase a sí mismo, como se confiesan las cosas inauditas, que su camarada tenía razón, que él mismo, Alfaro, pensaba como aquél, pero sin dejar de sentir por eso el desengaño de aquella falta de comprensión de quién podría hacerlo cambiar de ideas con la sola influencia de una palabra confortante y amiga, y que le cerraba el camino por desconfianza, por egoísmo, por indolencia…

Con un ligero tono de reproche le replicó:

—Supones, pues, que estoy en el caso de tu pariente; que me hallo condenado a la expatriación definitiva por el solo hecho de no ver las cosas como ustedes las ven.

—Hombre, yo no quiero quitarte ilusiones, pero sí puedo asegurarte que la gran mayoría de los mexicanos, cualquiera que sea su condición, si no emigra a los Estados es porque no puede; y de los que están allá, los que vuelven, no es por su gusto. Con lo que queda dicho que el que puede quedarse allá, allá se queda. Hay excepciones, claro, pero la regla es aquella. Mas ¿qué te estoy contando a ti que lo sabes mejor que yo?

Volviendo a su tema, dispuesto a no darse por entendido de las razones en que vislumbraba un extrañando egoísmo, porque quería a todo trance agotar la información que le interesaba, Luis estrechó a su amigo para que respondiera sin rodeos a su primera pregunta:

—Así pues, ¿no crees tú que pudiera yo vivir en mi país explotando una empresa agrícola como he vivido en el extranjero?

—Mira, Luis, eres mi amigo, casi mi hermano y tengo que darte una opinión que no le daría a cualquiera… El negocillo es de lo más aleatorio. Al menos, poniéndose en el punto de propietario, de terrateniente. Óyeme: los gobiernos revolucionarios están en lo justo. Su mira principal es proteger al trabajador, al explotado de siempre, y como acontece cuando se toman medidas radicales, no se repara en los daños que pudiera recibir el que está en el campo enemigo, en el de los que explotan al trabajador.

¡Campo enemigo! ¿Por qué? ¿A qué esas disputas y esas precauciones aquí donde había tanta tierra para todos? No podía haber campos enemigos… Lo que había era campos desiertos, aquellos campos devastados, aquellas rancherías sin vida, por donde había pasado él pensando que era un crimen la inactividad en una hora en que todo el mundo luchaba, y cada pulgada del planeta era un sitio de combate…

A picture containing text

Description automatically generated

Ilustración: Roberto Silva, La Prensa, 12 de abril de 1942, página 29.

Hernández de Alba continuó:

—Los tiempos son del proletariado, querido Alfaro. ¿Qué quieres tú?… En nombre del proletariado se gobierna y los que gobiernan creen que la mejor manera de hacer que la tierra sea suya y de que todo el solar nativo se torne en un huerto y en un jardín lleno de flores y de frutos, es ponerlo en sus manos e impedir que haya intermediarios para la explotación.

Movió Alfaro la cabeza como abrumado por la impotencia para comprender las teorías que le mostraba su amigo.

Éste, interpretando el gesto, dijo:

—No cabe duda… Vienes del gran país burgués; del país sentado sobre viejas bases que ya empiezan a resentirse de la carcoma y muy pronto se derrumbaran con estrépito. También allí hay problemas, inquietud, desasosiego… Todo está muy cambiado querido Luis, muy cambiado…

Todo estaba muy cambiado, en efecto. Lo veía Alfaro al ver a aquel amigo que por las crueles alternativas de la vida se hallaba colocado ahora en un terreno tan distinto, en plano extraño y hostil. En otro tiempo, los dos hubieran discutido sobre los más encontrados temas sociales o políticos; habrían defendido distintos credos religiosos o disputado por una novia, pero en fin de cuentas y pasado el calor de la pelea, hubieran salido cogidos del brazo, atados siempre por el cariño que les mantenía sujetos. Ahora se asomaban ambos sobre la barrera que les separaba y se quedaba cada cual en su coto, Hernández de Alba, egoísta y reservado, Alfaro dolido y descontento…

Porque, en realidad, a Alfaro no le importaba dilucidar que este sistema social o aquella constitución económica fuesen mejor el uno que la otra. Muchos años habrían de pasar para que los pueblos acabaran de admitir las teorías socialistas, o para que volvieran a los viejos caminos, convencidos de que la condición humana es incambiable y va siempre a los mismos fines, emboscando cada vez en trincheras más traídas, distribuidas con mañosa estrategia para continuar igual explotación, idéntica tiranía, igual disfrute de los bienes de la tierra por unos cuantos, y en torno de estos, la caravana del hambre, del dolor, pidiendo la justicia que nunca llega.

Lo que exaltaba a Luis era el egoísmo, la frialdad, la indiferencia que brotaban de los antiguos manantiales de la bondad y de la alegría.

Dió la una de la tarde el reloj de la catedral y un sordo rumor de multitud que se pone en marcha vino a decirles que el Ministerio se vaciaba. Los empleados abandonaban la oficina con gran algarabía. Por los corredores se veía pasar una fila interminable de individuos de todas las cataduras, pero todos con la traza inconfundible del servidor del gobierno, de gesto aburrido, de mirar desesperanzado. Pasaban muchachas, bonitas casi todas, acreditando el ojo seleccionador de quien les dio el empleo más por sus gracias que por sus habilidades.

Habíanse quedado silenciosos los antiguos camaradas, arrepentidos ambos, el uno de sus investigaciones, el otro de sus reservas.

—¿Es ya la hora de salir?, preguntó Luis.

—Sí. Pero, por mí no hay gran prisa. Si quieres que sigamos charlando… O si prefieres que vayamos a tomar una copa…

Se disculpó Luis asegurando que la prohibición americana le había vuelto totalmente sobrio; pero ante una sonrisa ligeramente burlona y escéptica de su amigo, que parecía echarle en cara esa nueva forma de extranjería, rectificó prontamente:

—En fin, vamos a donde tú quieras…

En la calle había gran animación. A esas horas la inundaban los empleados públicos y particulares que iban a comer. Hacían difícil el tránsito apretadas filas de automóviles de alquiler que solicitaban clientela afanosamente. La parte de la ciudad por donde caminaban los dos amigos estaba llena de Ministerios, de oficinas de gobierno y era también de activo comercio. El Mercado de la Lagunilla, resaca de la urbe, a donde van a dar todos los objetos que se hunden, donde se trafica con las miserias de los que venden por un pedazo de pan lo que les resta, y de los que buscan por precios de derrota lo que les hace falta, desde el traje usado hasta el libro de los estudios, el Mercado de la Lagunilla arrojaba su contingente de parroquianos y chamarileros que abandonaban por un momento la lucha de regateo y del engaño para ir a sus casas.

Flotaba en el aire el hálito de pelea dura que hay en todas las ciudades populosas, más visible en México que en parte alguna por la abundancia de pequeños comerciantes, establecidos en la acera o pululando entre la muchedumbre, espetándole el paso, en una porfía angustiosa, en un empeño de venderlo todo, ropa, juguetería, baratijas, billetes de lotería, periódicos, revistas, frutas, golosinas.

Recurrían los vendedores de billetes a las más ingeniosas insinuaciones para tentar a los aficionados al juego, que eran casi todos los transeúntes. En los ojos ávidos de hombres y mujeres de empleados y menesterosos, brillaba por un momento, a la vista del billete, la esperanza de la riqueza fácil, del premio probable que les arrancara de su condición de asalariados, que les redimiera de la servidumbre eterna del escritorio o del mostrador, de la tiranía del jefe de sección o del mercader extranjero, dueños de la voluntad y de la vida de esa gran corriente humana que pasaba atropellándose, atormentada por el problema de la subsistencia.

Con un rápido cálculo, con un imaginar vertiginoso apreciaban la colocación de las cifras, las sumaban, comparábanlas con la fecha de sorteo o la ajustaban a la cábala superstición que les obsesionaba. Y el billetero, psicólogo del bajo fondo, que sabía leer el aire con tanta rapidez como sus probables clientes, cogía al vuelo la mirada ansiosa, llena de dudas y esperanzas, y proponía:

—Mire usted, jefecito, el de la suerte. Acaba en nueve, la terminación esperada, la que no ha salido. Lleve usted un cachito…

Y acosaba a su víctima, cerrándole el paso, insistiendo en su cantinela, agotando los recursos, cambiando las proposiciones con una imaginación de mago prometedor que ofrece de mil modos la ventura, el cambio de fortuna, hasta que el acosado le apartaba impaciente o caía en la seducción escogiendo con mano insegura la fracción que iba a darle por unos días o por unas horas, la ilusión de un bienestar próximo, del salto de la estrechez a la holgura.

Entraron Alfaro y Hernández Alba a la taberna más próxima. Dos rozagantes iberos de mofletudos y mal afeitados carrillos, se veían negros para atender a la clientela. Todas las mesillas estaban ocupadas. Gran bullicio de gente alegre, envuelta en densas nubes de humo de cigarro. Entre las risas y las chanzonetas se oía el ruido peculiar de los cubiletes de dados y el chocar de las fichas de dominó sobre el mármol de las mesas. Estaba allí el muchacho que fue a proponer a Hernández el número de la rifa de su relox. Juraba rabiosamente porque llevaba perdidas dos tandas de copas y a ese paso —aseguraba— se quedaría muy pronto sin el dinero tan afanosamente logrado.

Luis tomó con repugnancia una copa de cognac. Su amigo le vigilaba con el rabillo de ojo.

—Lo veo y no creo, mi capitán —dijo Hernández, dándole a Luis el tratamiento militar que este no oía ya nunca—. ¿Tú el que nos dabas cátedra de parrandero, el de la resistencia alcohólica, con escrúpulos de puritano?

Alfaro apuró su copa sin responder, un tanto confuso. El abogado tenía un aire triunfal, de gente que está en su elemento.

Llegaron dos amigos de Hernández, que le saludaron con extremada confianza.

—Hola, lice, dijo uno.

—Gasparón, borrachón, exclamó el otro.

—Hombre, que va a creer aquí mi amigo, que soy de cuenta, —dijo defendiéndose el aludido.

Hiciéronse las presentaciones, trajeron nuevas bebidas y Hernández aclaró quién era Luis. —Un viejo amigo, un hermano, exclamó, presa ya de esa ternura emocionada que coge al mexicano a las dos copas.

Y refirió aventuras de los tiempos mozos, extremó los arrestos de Luis, y como si el alcohol disolviera sus egoísmos y sus reservas; como si le diera el valor que le faltaba cuando estaba en su oficina de funcionario público, declaró que antaño sí valía la pena vivir y se atrevió a censurar al gobierno.

Los amigos hicieron coro. Ellos también eran empleados y estaban aburridos. Todo se había vuelto rebajar sueldos, imponer descuentos, y vivir con la zozobra del cese. Además, no se les había hecho justicia, de acuerdo con sus servicios revolucionarios. Era cosa de dejar que viniera otra “bola” para que pusiera las cosas en su lugar. ¿No estaba de oficial mayor en el ministerio donde ellos trabajan Molina Méndez, aquel que fue “rural” de la dictadura? Injusticias, cosas de estos tiempos de pelotera en que la vida es una ruleta de la que nadie puede decir donde ira a quedar el colorado…

Luis oía complacido la charla de su viejo amigo y de aquellos amigos del momento. Se sentía ya dentro del ambiente. Las dos copas que tomara habíanle proporcionado una embriaguez rápida, por la falta de costumbre de beber, y empezaba a hallar natural la excitación de los demás, el griterío, el tumulto de la calle de donde llegaba más acentuado aquel rumor de mercado eterno, de vida azarosa que se cofia, como de un clavo ardiente, de las promesas de la suerte proclamadas por los vendedores de billetes de lotería.

Uno de los recién llegados, viéndole callado, atento a todos los rudos, con un aire de divagación complacida, de extrañeza, que los humos del vino hacían agradable, le preguntó:

—Muy curioso debe de parecerle todo esto al señor, ¿no? Todo distinto, ¿verdad? Debe de ser muy interesante eso de volver a su país después de tantos años…

Hernández, indiscreto, reveló la impresión que le había dado internamente su amigo.

Alfaro trató de disculparse y quiso rectificar.

—No, no, si estamos con usted —dijo el más joven de los amigos de Hernández, ya achispado, en ese punto de las confidencias y de las espontaneidades.

—Pero si yo no he dicho… —interrumpió Alfaro, con descontento real, pensado que se le pudiera confundir con el repatriado petulante, que menosprecia a su país porque no es grande y rico y no está a la altura de las naciones más adelantadas de la tierra.

Su interlocutor, con la cerrada insistencia de los borrachos, no le dejó seguir:

—Déjese usted de cuentos. Yo también soy patriota, pero a mi modo.

Y guiñando un ojo, en tono de complicidad y con profundidad de psicólogo a quien no se le pueden escapar intenciones ni pensamientos ajenos, acercándose casi al oído de Luis:

—Yo sé lo que le pasa a usted. Yo sé lo que le pasa. No me lo niegue. Yo sé lo que le pasa. Y tiene usted razón que le sobra…

Luego, volviendo los ojos saltones y enrojecidos a una y otra parte, y escupiendo, continuó:

—Pero que no se le vaya a ocurrir decirlo en público y en voz alta, porque le hacen cisco… Abunda aquí de tal modo el patriota de a tanto más cuanto en la nómina, el que juzga que nada nos falta porque él todo lo tiene, el que a fuerza de decir esa mentira cree ya sinceramente que somos la delicia del mundo… Y la cosa viene de tan atrás… ¿Sabe usted quién comenzó? El dichoso Barón de Humboldt, que llamó a México la ciudad de los palacios. Y creo que ese señor dejó la semilla de los que inventaron la leyenda de que Napoleón le escribió a Morelos ofreciéndole una plaza de mariscal en vista de las noticias que tuvo de la maravillosa defensa de Cuautla. De los que arman una pelea cuando les dicen que el Bosque de Chapultepec no es más grande que el de Bolonia, ni el Popocatépetl más alto que el Himalaya y que la derrota de 5 de Mayo no fué de más consecuencias para los franceses que la de Sedán. De todos cuantos hacen el ojo de su vida de esas disputas aldeanas, como su hubiéramos llegado ya al grado de la perfección suma y no quedara más que sumirse en el nirvana de la felicidad infinita, como un Buda extasiado en la contemplación eterna de su ombligo.

Intervino Hernández, que creía que su amigo estaba exagerando:

—Espera, hombre… No tanto que queme al santo… Estás pintando un país de Tartarines, de chauvinistas, de jingoístas.

Pero el otro no cejaba:

—Es que tú no has viajado… ¡La falta que nos hace un viajecito a los que desmoralizan el país con el cuento de que es el más rico del mundo, y mientras lo están contando vienen los extranjeros y se llevan las riquezas! ¿Qué es rico? Pues no lo digamos tanto y pongámonos a trabajar, que es lo que precisa… ¿Qué es glorioso, ilustre? Bien, pero no nos pasemos la vida embobados con esas flores, y dejémoslas para recitarlas en las festividades cívicas y llenemos lo que resta del tiempo con el golpe del martillo sobre el yunque del trabajo. Démosle ahora a la patria la gloria de una libertad económica, que es la que más vale: la mía, que llevo años de depender del gobierno por no saber luchar en otro campo más amplio y prometedor; la tuya, a quien le pasa otro tanto que a mí; la de esos vendedores callejeros que son la mitad de la población de la capital y han hecho de la Muy Noble Leal Ciudad un gran “tianguis,” una plaza de trueque, donde todos venden a todos y ninguno trabaja en industrias, en empresas productivas; la de esos empleados que dependen del francés lencero, del alemán ferretero, del español abarrotero, del polaco o del lituano que cuando no explota al trabajador manual lo desaloja hasta de ese humilde “tianguis” donde se enriquece vendiendo tacos y refrescos.

Refrescó su garganta con un buen trago de coñac y prodigio, sin que llamara la atención de nadie porque el ruido de la frasca lo ahogaba todo:

—Lo malo del caso —dijo luego bajando la voz y desviando la mirada, en una admisión dolorosa de la abulia nacional— es que sea preciso tener media docena de copas entre pecho y espalda para pensar en todo esto.

Luego, dirigiéndose a Luis:

—Aquí lo natural y corriente es que todos aceptemos como dogma lo del país rico, de porvenir grandioso y magnífico destino… aunque luego nos volvamos airados contra los extranjeros que toman fotográficas de los aspectos miserables de la población. Nos parecemos un poco a los avestruces que ocultan la cabeza en la tierra para no ver al cazador, creyendo que así el cazador no les ve a ellos. Y, lo repito, ¡guay del que toque esos problemas en público! Ese no es patriota…¡Patriota tricolor, verde, blanco, y colorado, patriota de “mexicanos al grito de guerra”, patriota de “viva México”...!

Rojo como un pimiento estaba el exaltado escribiente. Tenía los ojos inyectados y parecía que iba a saltar sobre alguien.

A picture containing text, book

Description automatically generated

Ilustración: Roberto Silva, La Prensa, 5 de abril de 1942, página 29.

Su compañero, que los había escuchado haciendo gestos de desdén y de protesta, no pudo contenerse y gritó:

—¿Te callarás, agringado? ¿No te da vergüenza expresarte así? Mira aquí a don Ulpiano (refiriéndose al tabernero, que se había interesado en la conversación). Él no tiene más que elogios para su provincia, para su gobierno, y si alguna disputa libra con sus paisanos es sobre si esta región de España es mejor que la otra, y acerca de si las patatas de Castilla son mejores que Extremadura.

El español, conciliador, terció:

—Bueno, la verdad es que fuera de la patria todos nos volvemos patriotas. Cuando estamos en ella también criticamos como ustedes. Sólo que la cosa cambia tratándose de México y de los mexicanos. Aquí no debe ser bien visto que los nativos hablen mal del país.

—Del país nadie habla mal —saltó, todavía irritado, el que criticaba a los patrioteros—. El país es una víctima. Es bueno, podría ser grande. Pero nosotros. ¿Cómo no he de hablar de nosotros?

—Pues de nadie —insistió el ibero— porque el país lo componen la tierra y los hombres. Si los europeos alguna vez clamamos desesperados contra nuestra situación en aquel viejo mundo que ya no puede con sus hijos, es por eso, porque nos agobian las gabelas, porque el suelo empobrecido ya no quiere alimentarnos, porque sobran brazos y falta trabajo, que a ninguno de los que vienen le niega la riqueza; ustedes, vivir desesperados, descontentos, ¿emigrar? ¡Vaya, hombre, si parece mentira!

Luis apoyó al tabernero. No había nada más absurdo que la emigración mexicana a los Estados Unidos. Europa mandaba su emigración a América, pero como mandara, desde los tiempos de las expediciones sevillanas que venían a la aventura del mundo recién descubierto, contribuciones limitadas de mancebos, de soldados de fortuna, de hombres temerarios que dejaban allí la familia esperando la riqueza conquistada en ultramar. Como enviada todavía ahora, al excedente de la población: al españolillo desheredado, al barceloneta, al inglés o al belga ingenieros de minas o empleados de ferrocarril, al germano vendedor de quincalla o de drogas, al asiático miserable, expulsado materialmente de su país por hambre, agentes todos del orgánico fenómeno de direccionamiento del mundo antiguo, que busca en las nuevas fuentes de vida, abiertas por los conquistadores, la compensación de su desgaste de siglos. El europeo, el emigrante oriental, dejaban en el lugar de su origen el tronco familiar que seguía viviendo del auxilio de las ramas dispersas. España tenía sus indianos, Portugal sus brasileños; las otras naciones reciben el regreso de sus hijos emigrados como la cosa más natural de mundo, sin poderes siquiera motes que les desnaturalizan o les hicieran perder el carácter de ingleses auténticos, de escandinavos o sajones acostumbrados a esas salidas por el mundo para aumentar la riqueza de su país.

Sólo la emigración mexicana tenía el carácter doloroso de huída, de fuga, de persecución, semítica, que dejaba vacíos los poblados, arramblando con la familia entera: los viejos, los niños, las mujeres, además de los hombres de trabajo. En épocas de conmoción echaba fuera también a la gente ilustre, a los hijos preclaros que se establece para siempre en el extranjero temerosos de unas represalias nunca saciadas, mantenidas eternamente por las pasiones de partido.

¡Mientras el mundo suspiraba por América, la más bella porción de América había echado fuera de su territorio millones de habitantes, de los que estaban muchos, Dios sabe cuántos, arraigadas para siempre en el suelo extraño!

Hacía falta el día de la paz de la concordia absoluta, en que no quedara fuera uno solo de los mexicanos, obreros o pensadores, para colaborar todos en la obra inmensa de hacer grande a su país…

El español, que desatendía la clientela por oír a aquellos hombres que discuten un asunto tan interesante, inquirió:

—Bueno, pero es que ahora todo ha cambiado. Los emigrantes están volviendo. Usted mismo (dirigiéndose a Alfaro) es de los que regresan…

Hernández de Alba, con una melosidad chocante, zarandeo de un brazo a su amigo y dijo:

—Claro… aquí tenemos ya un hijo pródigo… y de los buenos, de lo que más falta nos hace aquí.

Dirigióle el ex militar una significativa mirada, envuelta en reproche, y no exenta de disgusto también por tener que decir en aquel momento frívolo, en aquel ambiente de vicio y disipación, lo que él hubiera querido proclamar desde una tribuna muy alta, para que le oyera todo el país:

—Los emigrantes están volviendo, sí; pero aunque volvieran muchos más, aunque vieras todos, aunque viéramos el milagro de que se despoblaran un día esas ciudades de Texas, de California, de Arizona, de Nuevo México, donde hay, todavía, una ciudad mexicana dentro de una ciudad yanqui; aunque se arrancaran las generaciones que se injertaron, desde hace cincuenta años, en el antiguo suelo mexicano que parece reclamar todavía lo suyo; aunque todo eso cediera, quedaría siempre el peligro de que parara la crisis del trabajo en Yanquilandia (porque esos países poderosos son capaces de rehacerse y de abrir otra vez sus puertas a la humanidad entera); y quedaría el otro peligro, más cierto que ninguno; el de nuevas revoluciones entre nosotros, que nos sacudieran y produjeran el mismo fenómeno de despoblación que hacia el norte.

El borracho asentía con exagerados gestos aprobatorios; su compañero alzaba los hombros despectivamente, enojado y confuso por aquellas noticias que le parecían de los más extraño; el ibero alargó el labio inferior, como diciendo “allá ustedes con todo eso”, y marchose a atender a sus parroquianos. Hernández de Alba, cogiendo de un brazo su amigo, sugirió:

—Vamos a tomar algo sólido, pues creo que basta ya de copas.

Hizo extensiva la invitación a sus compañeros, que se excusaron diciendo que eran empleados inferiores con horas fijas, y que no disfrutaban de los privilegios de un jefe de oficina como Hernández.

Después de una comida abundante, el abogado, que tenía su coche a la puerta, sintiéndose generoso por causa de las copas y del hartazgo, le propuso a Luis llevarle por donde quisiera, dedicarle toda la tarde.

Alfaro le dijo con franqueza.

—Quisiera ir a muchas partes, ver a mucha gente, pero estoy desorientado, sin saber a quién buscar ni dónde hallarle. Si tú quisieras irme diciendo.

Como iluminado por una idea magnífica, Hernández de Alba opinó, dando una manotada sobre la mesa:

—Hombre... Mejía, el chaparro... Mejía es ahora Subsecretario de Guerra. ¿Por qué no le ves? Podría arreglar tu reingreso al ejército.

Alfaro rechazó sin aspavientos la proposición. Además, nunca había tenido gran amistad con Mejía.

—¿Sabes a quién me gustaría encontrar…? A Martínez Salido.

—Pero hombre, si está en las últimas.

—¿Muriéndose?

—Pobrísimo, que dá lo mismo… ¿Para qué te podría servir?

—De todos modos, me daría mucho gusto verle...

Y ya molesto, con la molestia de quien no acierta a decir cosa atinada, Luis Alfaro hizo la última inquisición, dándole vueltas tímidamente a la pregunta, para quitarle importancia. Mientras jugaba con una flor marchita que se había caído del ramo colocado en el centro de la mesa, dijo, sin mirar a su amigo:

—No te he preguntado por Agustín Iturbe...

—Hombre… tu “alter ego”, tu “alma parens”... Aquel muchachito provinciano que sólo contigo hablaba... ¡Ése la hizo buena! Se dedicó a traficar con papel moneda de la revolución, tuvo la idea, que a nadie se le ocurrió, de comprar propiedades con aquella especie monetaria que todo el mundo soltaba como si fuera una brasa, se hizo rico, y ahí lo tienes millonario, muchas veces millonario...

—¿Qué me cuentas?

—Ah, pero que no se te ocurra buscarle. Está ahora insoportable. Figúrate que usa botones de brillantes en la ropa interior y un coche para andar por casa. No te rías… Es que la casa tiene un jardín de varios kilómetros y en época de lluvias sólo así se puede ir de un lado a otro...

—Muy bien, exclamó Luis con una resolución violenta, por más que la ocultara con una sonrisa... Entonces, llévame a conocer la ciudad...

A aquella hora del atardecer la ciudad se tendía con indolencia, divinamente bella, en la suave hondonada donde estuvo el lago que cerró el paso a los peregrinos del Aztlán. Desde el lomerío de Santa Fé, sobre la carretera que va a Toluca, Hernández de Alba y Alfaro contemplaban la imponente decoración del Valle. Habían recorrido en unas cuantas horas todos los alrededores de la capital, asomándose desde las eminencias, al escenario arrobador de la ciudad privilegiada que se rodea de jardines, de bosques, de montañas y tiene la quietud de las ciudades próceres, sin afanes ni fatigas, sin humo de fábricas, como si hubiera sido hecha exclusivamente para el placer y para el disfrute de la vida…

Poníase el sol en las serranías azules, libres ahora de las nubes que siempre las cubrían; y las crestas de los volcanes, soberbiamente contrastadas contra el limpio horizonte; iban cambiando la blancura de su nieve por un suave color de rosa que a más andar se volvía violeta y luego se tornaría negro como las sombras de la noche.

—Desde aquí parece la misma de siempre —comentaba el abogado refiriéndose a la ciudad—. Un poco más adornada, si tú quieres, con este caserío de las lomas de Chapultepec, con las colonias nuevas que se descubren del otro lado del Bosque, pero su empaque es igual. Todavía se agrupa en torno de la Catedral, y sus adornos mejores siguen siendo las cien torres de sus iglesias…

—Sí, la ciudad es la misma, mirándola de lejos; es otra, entrando en su corazón —repuso Alfaro. Luego, rectificando. —No, el que es otro soy yo. Acepto mi culpa. ¿Qué más que no nos reconozca quien dejó de mirarnos tanto tiempo?

Se encendieron las luces de la ciudad, pedrería fantástica, de mil colores, sobre el mórbido cuello de una reina dormida. Pasaban a cada momento por la carretera raudos automóviles con su alegre carga de paseantes. Algunos traían atados en las varillas de las portezuelas gruesos manojos de claveles que despedían un fuerte y picante olor a canela, a clavo, a boca de mujer voluptuosa. Muchachas de vestidos claros, acurrucadas sobre el pecho de sus amantes cantaban lánguidas canciones.

¡Toda la tierra parecía exhalar su dulce encanto en flores, en canciones y en mujeres...!

XXV

La vida de México le había comunicado su febril inquietud, su desasosiego. Así lo sentía Luis Alfaro aquella noche, después de la escasa semana que llevaba en la ciudad que le atrajo como un imán y lo rechazaba ahora, inexorablemente.

Cerrando los ojos veía desfilar rostros y acontecimientos en un vértigo de cinta cinematográfica. Amigos reservados y melancólicos, llenos de problemas, que le sonreían como a un recuerdo; amigos francamente egoístas, que escurrían el bulto, como temerosos de un atraco; conocidos que ya no le conocían; y un errar inútil por bellos lugares, por pueblecillos florecidos, por caminos eternamente cruzados de gente bulliciosa, por toda la alegre jurisdicción del placer, formada por las pequeñas ciudades, villas y lugares pintorescos que rodean a la capital y pugnan por atraerla con sus encantos.

Realmente, la impresión exacta de este momento definitivo, la que experimentaba Luis en aquellos momentos, era la que se siente al salir de un cine, de ver esas cintas que desarrollan vidas maravillosas en la claridad viva y cegadora de un pantalla; que fingen mundos de ilusión, tan reales y presentes, que arrebatan nuestras pobres existencias oscuras y las funden por un instante en la milagrosa ficción, para hacernos sentir, al salir a la luz, la aridez, la aspereza de la realidad, la vulgaridad de nuestro vivir que sonó un momento en que podrían ser suyos aquellos tribunos, aquellas riquezas, aquellas hermosuras…

Estaba ya nuevamente en plan de viaje. El último día del año le había traído la última amargura. Hallábase en su cuarto esa mañana cuando un recadero presuroso irrumpió con una noticia extraña:

—Una llamada telefónica de los Estado Unidos, señor…

Bajó a la caseta destinada a las conferencias de larga distancia.

Mientras la operadora pedía la comunicación a la ciudad americana que había llamado, le contó, haciendo mayor su ansiedad con aquella plática tan serena frente a su inquietud, que le habían buscado por todos los hoteles de la ciudad, porque en Kansas, de donde le llamaban no sabían su paradero exacto en México.

Sonó el timbre anunciando la conexión. Hablaba uno de sus corresponsales: el italo-americano Moglia, que siempre se prestaba a allanarle toda clase de dificultades en la capital missouriana. Era que habían llegado repetidos mensajes a Buenavista, del colegio de Atlantic City, donde estudiaba el pequeño Luis, diciendo que el niño estaba muy enfermo. Compean, el administrador de la finca, corrió a pedir consejo al señor Moglia, porque no sabía cómo comunicarse con su amo.

El tren del norte había salido ya aquella mañana. Igual cosa pasaba con los aeroplanos que hacen el servicio a la frontera. Pidió comunicación directa con el Colegio, y el rector le tranquilizó. Era un ataque de neumonía, pero la magnífica naturaleza del muchacho aseguraba la victoria sobre la enfermedad. Sólo que Luisillo reclamaba angustiosamente a su padre. No había manera de hacerle entrar en razón; quería verle a todo trance.

Habló después con el administrador. Advertíase, a través de los miles de kilómetros que separaban a aquel buen hombre del “patrón” como le decía, en un invocativo implorante, una inquietud que le quebraba la voz al responder rápidamente a las preguntas.

—¿Que si no habían llegado más telegramas…? No, ninguno… Pero usted cuéndo viene, ¡patrón! ¿Qué ha pensado?, ¡patrón! Nosotros no sabemos ya qué hacer...

—¿Les falta algo? preguntaba alarmado Luis.

—Nos falta usted, ¡patrón!

Y la voz de este hombre rudo tenía inflexiones de cariño, como tenía tonos de angustiosa soledad el llamado insistente de su hijo.

Arreglados todos sus asuntos, despachadas las maletas como equipaje, esperaba, la hora de salida del tren. Rehusó la oferta de un coche que le hizo el administrador de hotel. Iría a pie, las tres o cuatro calles que le separaban de la estación Colonia.

La ciudad estaba nuevamente de fiesta. Se preparaban las gentes para celebrar la llegada de un año nuevo y para despedir al que partía. En la estación de ferrocarril había una animación extraordinaria. Mirábase lleno de coches el patio, y bajaban a cada momento oficiales de gala, civiles presurosos que se dirigen con ansia al andén, temiendo llegar tarde.

Una banda militar tocaba alegres sones. No se podía andar por los pasillos estrechos, limitados por dos convoyes próximos a salir.

Al pasar junto a un grupo que venía de dejar a algún viajero, supo Alfaro la causa de aquel movimiento extraordinario:

—Están despidiendo al general Ulloa que va a dejar un hijo suyo a un colegio de los Estados Unidos.

La banda no dejaba de tocar ni un momento, en vista de que faltaban apenas unos cuantos minutos para que partiera el tren. Volaban por el aire alegres notas de música del país, sones regionales, acompañados algunas veces por cantares alusivos al viaje del alto jefe militar que no sabía cómo contener la avalancha de amigos, pues todos pugnaban por acercarse para abrazarle.

Se acercaron damas con ramos de flores que el general (un guapo mozo a quien no le hubiera conocido Luis tan adelantada paternidad sino hubiera sido por la indiscreta noticia que oyó un poco antes) aceptó con un gesto de gallardo rendimiento.

La comitiva del militar hacía difícil el tránsito para los viajeros de los otros coches. Luis Alfaro pasó pidiendo excusas, sufriendo codazos, molestas interrupciones, mientras marchaba con su maletilla en la mano, forzado a presenciar la cariñosa despedida y las coplas alegres con que halagaban unos cantantes charros al afortunado general que iba en viaje de placer a donde Luis marchaba con el alma oprimida de amargura.

Cuando el tren se puso en movimiento, entre los vivas de la multitud y los gritos expresivos de los íntimos: “arriba Ulloa” “que vuelvas pronto” la banda dejó oír las sollozantes notas de “La Golondrina”, el árabe canto de despedida que parece echar una lápida sobre todas las alegrías de la vida.

Muchas horas llevaba de caminar el tren y Luis Alfaro no podía acostumbrarse a la idea de que era él, el mismo, quien marchaba hacia la frontera el que emprendía la temida ruta de un regreso sin esperanza.

Comprendía muy bien que todo era una mañosa añagaza del destino, que componía las cosas de tal modo para hacerle salir de nuevo: un desengaño en la anhelosa e ilusionada vuelta, los viejos afectos que le volvían acá la espalda, y los afectos nuevos... o la costumbre y el interés, las exigencias de la vida, que le llamaban allá, en el otro lado.

Oía en su conciencia, en lo más íntimo de su ser, un estruendo de voces agitadas: voces burlonas que hieren su amor propio subrayando la amargura del fracaso; voces dolientes: la de Ana María que había pedido descansar en su país y a cuyo recuerdo habría que pedir ahora consuelo y perdón; voces jubilosas de aquellos que le verían volver y le ofrecieron curar con su cariño los aleves desgarrones del desengaño.

En una estacioncilla del camino de fierro, donde el tren se demoraba más que en las otras sintió Alfaro la necesidad de moverse para espantar sus pensamientos. Bajó de su carro y se enteró de que habría que esperar el cruce de otro convoy que venía en dirección contraria. Anduvo a lo largo de los vagones y se puso a espiar el movimiento de los pasajeros de segunda. Había subido un músico ciego que imploraba limosna cantando “corridos”. El que decía hora referirse a “los valientes mexicanos —que se van al extranjero— a sufrir por hallar pan”.

Unos hombres de aspecto de labradores celebraron la canción lacrimosa con entusiasmo, como aceptando de valientes. Diéronle de beber al rápsoda, de una botella que llevaban, y el hombre correspondió al convite atacando en su violín un aire vivo, que llenó de gritos el carro.

¿Sería posible? ¿Habría entre esa muchedumbre de viajeros pobres algunos que pensaran cruzar la frontera, aumentar el número de desdichados que abandonaban su país?

Le dieron ganas de subir al carro, de gritar, de bajar a empujones a los ilusos para librarlos del mal que a él le destrozaba el alma, como quien aparta a un ciego de un abismo.

Se acercaba el tren que venía en dirección contraria. Subió al suyo que se puso inmediatamente en marcha. Se metió en su cama, no para dormir, sino para estar más cómodo. Una luna de Enero —había pasado ya la media noche—, dábale una fantástica y plateada caridad al paisaje. Asumían extrañas y temerosas formas los árboles esqueléticos, de brazos desnudos, que, al pasar junto a ellos, con la violencia de la marcha, parecían retorcerse, como angustiados por la fuga loca de aquel tren que se llevaba a un hombre que había perdido su patria. El hombre sollozaba y le respondía el aullar del tren, cuyo silbato agudo desgarraba el corazón angustiado de la noche…

México. D. F., 16 Diciembre de 1933.

  1. Según Cardozo, en el punto álgido del proyecto de repatriación en 1935, hasta 500.000 braceros fueron devueltos a México (144). ↑

  2. Al menos dos reseñas de La patria perdida se publicaron en los Estados Unidos tras su lanzamiento: una en la edición de julio de 1936 de la Revista Hispánica Moderna (Englekirk 315–316) y otra en la edición de otoño de 1944 de Books Abroad (Jones 235). ↑

  3. En Hispanic Immigrant Literature (Literatura por inmigrantes hispanos), Kanellos explica que el concepto de transmigrante difiere de otras concepciones de las poblaciones inmigrantes que consideran que los inmigrantes “renuncian a su tierra de origen para establecerse permanentemente en el país de acogida”. Más bien, los transmigrantes “desafían el concepto anterior de asimilación a la cultura de acogida . . . en favor de un modelo que va más allá de los límites de las fronteras políticas y geográficas, las lenguas y las lealtades nacionales” (17). En el caso de Torres, éste cruzó la frontera entre Estados Unidos y México de ida y vuelta, al menos dos o tres veces antes de establecerse definitivamente de nuevo en Ciudad de México (McCann 10). ↑

  4. Un hecho poco documentado es que Torres fue comentarista habitual en un programa de radio mexicano desde 1941 hasta su muerte en 1944 (McCann 15). ↑

  5. Torres ingresó en la Real Academia Española durante el ascenso de Francisco Franco en España. Debido al apoyo declarado de Torres a la Iglesia católica, a las fuerzas armadas e incluso a antiguos dictadores como Porfirio Díaz, es probable que su ingreso en la Academia Española fuera una recompensa por su posible adhesión a políticas fascistas. ↑

  6. Existe cierta confusión sobre la ubicación del escenario ficticio, Arley, debido a las contradicciones existentes dentro de la propia novela. En las páginas 15–16, Torres explica que Luis Alfaro había comprado tierras “en el Estado de Missouri, casi en los límites de Kansas”, o mejor dicho, “en el Estado de Missouri, casi en la frontera con Kansas”. Sin embargo, mucho más adelante en la novela, en el capítulo XI, Torres enumera las diversas sociedades honoríficas presentes en la celebración de las Fiestas Patrias e incluye a la Benemérita Asociación Miguel Hidalgo, de “Arley, Kansas” (117). La verdadera ciudad de Arley se encuentra, por supuesto, en el lado de Missouri de la frontera con Kansas, como se describe en el primer capítulo de la novela. ↑

  7. Las conexiones autobiográficas entre Torres y esta novela se pueden apreciar a través del personaje de Pepe Sarmiento, un amigo de Alfaro, que es un periodista en San Antonio que investiga el Consulado de México como parte de su labor habitual. ↑

  8. Como Alfaro comenzó su comisión en 1911, esto habría colocado su salida a los Estados Unidos alrededor de 1914 o 1915, aproximadamente la misma época en que Torres partió con su esposa a los Estados Unidos (Torres, La patria perdida 13-14; McCann 6). ↑

  9. Capítulo X en el texto original debido a un error tipográfico. ↑

  10. “Pocho” es un término utilizado para describir a un mexicano o mexicoamericano asimilado, así como su dialecto. Por lo tanto, los “pochismos” son los términos híbridos, a veces también llamados “spanglish”, que se atribuyen a los “pochos” como una comunidad formada en gran parte por mexicoamericanos, que cambian de código entre el inglés y el español con regularidad. ↑

Annotate

Powered by Manifold Scholarship. Learn more at
Opens in new tab or windowmanifoldapp.org